Los estudios feministas dentro del ámbito académico tienen una vasta producción si pensamos en las primeras manifestaciones de las mujeres ilustradas, allá por 1789, en Olympe de Gaulle y su “La declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana” o unos años más tarde, en Mary Wollnstoncraft y la “Vindicación de los derechos de la Mujer”. La exclusión de las mujeres de la esfera pública despertó y manifestó la crítica profunda a la irracionalidad de la igualdad y libertad burguesa que empezaba aflorar.
Unas décadas más tarde surgieron las sufragistas en Inglaterra y Estados Unidos, conformando lo que luego el feminismo académico denominó “la primera ola feminista”, con la contundente declamación “voto para las mujeres” y reivindicando a través de la organización, del debate y de las manifestaciones públicas derechos políticos, civiles y económicos.
La segunda ola se inauguró, de alguna manera, con los aportes de la filósofa francesa, Simone de Beauvoir y su tesis “no se nace mujer, se llega a serlo”. Su propuesta de separación conceptual del sexo y el género marcó un antes y un después no sólo en las investigaciones dentro de los estudios de las mujeres y de género sino también en el activismo, haciendo florecer el movimiento de liberación de las mujeres y el feminismo radical.
“Lo personal es político” volvió a hacer mella dentro de la producción de conocimiento como en el activismo feminista. En la década del ´70, los grupos de concienciación del activismo italiano de rivolta femminile radicalizaron esa tesis de política sexual elaborada por Kate Millet que asumía al Patriarcado como sistema de dominación cultural. Ese movimiento revalorizó la palabra y las experiencias de las mujeres, y también construyó nuevas preguntas y objetos de investigación, lo cual derivó en una proliferación de conceptualizaciones críticas: sexualidad, amor, maternidad, violencia, entre otras. Esta denominada “segunda ola del feminismo”, profundizó la militancia de las mujeres en las camas y en las calles, dando paso a una redefinición de lo político.
En las últimas décadas, el feminismo ahondó su vínculo con la academia –no sin tensiones internas-, en la búsqueda de la redefinición de las fronteras público-privado, contemplando la diversidad de experiencias de las mujeres e incorporando las otras voces subalternizadas, los otros géneros no hegemónicos. Profundizó su marca originaria (la producción de conocimiento y categorías se nutren de la praxis y, viceversa, el movimiento toma la conceptualización para comprender la complejidad de la diferencia y la jerarquía entre los géneros), ahora sí, con mayor énfasis en la experiencia personal y la colectiva, pero ya no sólo de las mujeres sino de tantos otros cuerpos sexuados y géneros.
“Las lesbianas no son mujeres” de Monique Wittig y “Siempre han existido mujeres negras en las reuniones de las blancas, pero pocas han vuelto al día siguiente” de bellhooks, hicieron estallar la categoría “mujer” develando su esencialización dentro del movimiento y la asunción acrítica a un modelo monocorde de mujer blanca, heterosexual, burguesa, bastante alejado, por cierto, de las mujeres reales. Por fuera, quedaban muchas “otras” invisibilizadas al igual que sus reclamos políticos.
Hoy ya no sólo se reflexiona y piensa desde el género mujer interseccionado por otras identidades cruciales como la clase social y la raza, sino también por otras identificaciones como la orientación sexual (no heterosexual) y la identidad de género(s). Este “giro copernicano” ha sido posible por esa marca originaria que posee el feminismo: el conocimiento producido en un activismo contante.
La historización es fundamental para comprender los postulados y sus tensiones dentro del feminismo, siempre en la búsqueda de identificar la raíz de la opresión/dominación/subalternización de las mujeres, hasta hace un tiempo, y, desde hace no mucho, como vimos, de lxs otros géneros no hegemónicos. Esta historia, no lineal, sí dialéctica, del feminismo nos obliga permanentemente a revisar las categorías con las que estamos pensando las desigualdades, violencias y discriminación de género al mismo tiempo que, por ser activistas, (re)elaborar las estrategias para subvertir esas situaciones de subalternización. Este ha sido, desde siempre, nuestro norte.
Ahora bien, permanecemos en la encrucijada de la pregunta ¿quién conduce esta lucha? ¿Las mujeres? ¿Cuáles mujeres?¿Las blancas, las trabajadoras, las negras? ¿Las lesbianas? ¿Las trans?
De nuevo, es necesario hacer una fotografía del vínculo entre academia y activismo feminista y LGTBIQ. Y podemos dar cuenta que se ha avanzado en el desdibujamiento de las fronteras entre activismo y academia si observamos los indicadores tales como el incremento de las mujeres en los espacios universitarios de investigación y docencia, las líneas, proyectos y equipos de investigación sobre el campo temático de sexualidades, políticas públicas y derechos. Estamos avanzando también, pero muy lentamente, en la incorporación de las reflexiones feministas dentro de las currículas de posgrado y, en menor medida, de grado en las carreras vinculadas a las ciencias sociales y humanidades. Podríamos decir que estamos dando los pasos necesarios/obligados en cuanto a los temas “históricos” del feminismo, avanzando en la idea de un pensamiento sexuado. Pero no podemos quedarnos allí.
“Etiquetar a alguien de mujer o varón es una decisión social” afirma la bióloga feminista Anne Fausto-Sterling. En esta nueva fotografía, se vislumbran nuevas preguntas. Está en nuestro deseo pero también es nuestra responsabilidad responderlas: ¿Existe un conocimiento sexuado? ¿Qué relación hay entre la sexualidad humana y la política? ¿Cómo incorporamos las experiencias de los cuerpos en la producción de pensamiento científico? ¿Cuál sería el método? ¿Cuáles serían nuestros marcos teóricos? ¿Es posible un conocimiento andrógino?
Pensar en la androginia es pensar en la ambigüedad. Discutir, claramente, con el pensamiento filosófico popperiano y su postulado sobre el “criterio de demarcación”: ¿podrá ser estudiada y discutida dentro de la ciencia? Pero, al mismo tiempo, con Tomas Khun y sus formulaciones/soluciones universales a través del cuestionamiento de la idea de paradigma. Rápidamente reaparece Fausto-Sterling: “Para cambiar la política del cuerpo es necesario cambiar la política de la ciencia misma”.
No obstante, aquí estamos, con un público estudiantil ávido de intereses intelectuales que se enraizan en sus experiencias corporales. En esta edición de la Revista Márgenes podemos observar recorriendo las diferentes propuestas, esas miradas disruptivas frente a los universales basados en el dualismo: masculino/femenino; rico/pobre; blanco/negro; conocimiento erudito/conocimiento popular. Son ellxs, nuestros estudiantes del Instituto de Altos Estudios Sociales, quienes están militando una “praxis de los cuerpos disidentes”, como plantea el texto A la intemperie.
Encontramos en esta edición, un activismo en las narrativas. Pero este activismo tiene una particularidad en su forma de escritura: se hace carne. Estas narrativas nos traen el asombro, el llanto, la fealdad, el goce; nos trae el cuerpo, de nuevo, pero, abierto, experimentado, crítico, político.
Estos estudiantes y sus experiencias corporales “nos cuestionan”; como lo hicieron en su tiempo Kate Millet, Carla Lonzi, bellhooks, Gloria Anzaldúa, MoniqueWittig y tantas otras. Ellxs nos provocan reivindicando una epistemología de los cuerpos; “nadie sabe lo que el cuerpo puede” se agarra fuerte de Spinoza la autora de I am We.
Y nos invitan a volver a reflexionar sobre la muerte y la maternidad; reencontrarse, de nuevo, con esa idea fuerza de que la maternidad no es natural, es cultural, y en ese sentido, cómo las condiciones de posibilidad, económicas y sociales, definen ese vínculo. En La muerte sin llanto, la autora nos vuelve a colocar en la centralidad de la escena de la construcción del pensamiento, el prejuicio.
La llamada de atención a los estereotipos y al prejuicio es una constante que atraviesa casi todos los textos. Transformar la idea de “carencia” en posibilidad; interpretar capacidad agencial en la experiencia y no quedarse absorto en una absoluta coerción, no es sólo un cambio de época.
En definitiva, la academia cruza la militancia y la militancia está calando hondo en la academia. Militancia feminista, queer, social, cultural, toda conlleva la experiencia corporal. Pero debemos dar un paso importante, un paso necesario, y es saber que nuestras experiencias corporales son resultado de nuestra cultura basada en los estereotipos de género binario. Ya no podemos interpretar nuestras experiencias vitales ni nuestras producciones científicas de manera imparcial a las nociones de género y sexualidad. Quizá, deberíamos atender a una propuesta superadora de la encerrona neutralidad científica versus diferencia sexual.
Una discusión apasionante está en marcha.