Ante el asombro de mayo del 68, dijo Claude Lefort, los analistas post-facto intentaron nominarlo, apurar interpretaciones. Buscaron contenerlo dentro los límites de lo decible y lo explicable. Con clarividencia científica esbozaron sus consecuencias. Los ideólogos se arrojaron a los lugares de la revuelta y soñaron pensarla. La gente “de a pie” salió también e intentó fijar con sus cámaras de fotos aquello que se escapaba (si las palabras no bastaban, algo tenían que decir las instantáneas).
El 8, 9 y 10 de octubre se realizó el 31º Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario. Fue el más concurrido de todos los tiempos. Mientras tanto, en Mar del Plata, tres hombres asesinaban a Lucía Pérez. La brutalidad del hecho impulsó rápido, en redes sociales y asambleas de la CTEP, una convocatoria que se sumaría a otro capítulo de la historia: el primer Paro Nacional de Mujeres. El 19 de octubre, dicen sus protagonistas, existió contra toda suposición de viabilidad. Existió, justo, cuando los sindicatos mayores del país sellaron rápido un bono flaco y “feliz navidad”. Sin su respaldo, se trató de al menos una hora para que las mujeres en los barrios, en los trabajos, en las universidades, suspendieran la tracción cotidiana y con su ausencia demostraran cuán necesarias son en la reproducción del capital-trabajo. Y también en la reproducción del capital-vida, clandestina en las tareas domésticas y que atraviesa la puerta para revolver las ollas cuando golpea el hambre.
Las mujeres del paro conversaron con Simone de Beauvoir. Templaron su preocupación, que las pensó dispersas entre los hombres, sin medios concretos para congregarse, sin pasado ni solidaridad como los proletarios. La sororidad en un octubre otoñal las estrechó contra toda violencia machista. Para volverla pública, para desprivatizarla ante la intemperie de la calle y la lluvia. Para exorcizarla de las cuatro paredes que ahogan y ocultan. Al paro se le sumó la marcha al Obelisco, sin pedir más penas, porque el castigo no calma el dolor, sino para exigir al Estado prevención ante los desafíos cotidianos de la sobrevivencia. Por una pedagogía social que no tolere ninguna forma de imposición patriarcal.Es una manifestación de conciencia que está naciendo del cemento, caótica e imprevisible, y que parece capaz de articular, de a poco, los lenguajes clásicos del feminismo con expresiones de una vida y narrativa popular policromada. Es lazo en movimiento que aminora la distancia entre las palabras y los actos. Es que las prácticas suelen marchar más rápido que las teorías y los conceptos, postergados por atender “urgencias” que explotan y matan.
Praxis de cuerpos disidentes. En Buenos Aires y en decenas de plazas del país se congregaron feministas auto-percibidas y aquéllas que con prudencia (o desconfianza) dicen “todavía no”. En familia, con compañeras militantes, junto a colegas, una amiga y la cerveza. Peronistas y transexuales, comunistas, católicas y lesbianas, ateas, piqueteras y bisexuales. Organizadas, en puñados, desparramadas. Políticas. Con cámaras de fotos las observadoras profesionales y con celulares inteligentes que filman secuencias de espacio-tiempo las aficionadas.
Espesura narrativa entre figuras retóricas. Un cartel grita -la acústica no es buena sin paredes- lo que aquéllas sin voz no pueden. Los ovarios de Merlo reivindican el cuerpo femenino como instrumento de su asidero en el mundo y en las luchas por su soberanía.
Esta también es una interpretación apurada. Es mirada contingente que relata y resbala sobre las cosas. Nos sorprendemos vagabundeando en una marea corpórea. El 19 de octubre (el 8, el 9 y el 10 y el 3 de junio también) no termina de saldar sentido, no calma a los analistas meteorólogos y no parece reservorio exclusivo de ningún partido. Demos, pues, curso libre al asombro.