Dicen que hombre no se nace, se hace. Hay principios que parecen regir la condición y práctica masculinas casi como los diez mandamientos de Moisés: no llorarás, siempre avanzarás ante una mujer, pegarás fuerte, nunca te pintarás ni te maquillarás, jamás tendrás miedo, serás siempre dueño y proveedor de tu casa. Serás, ante todo, pura animalidad: un macho.
Los siguientes relatos de varones en situaciones de la vida cotidiana suspenden, aunque sea por un momento, las coordenadas simbólicas que construyen la subjetivación viril. Y muestran la tensión latente entre la crítica y la reproducción del deber ser, pensar y sentir masculinos. ¿Ser hombre es siempre un privilegio? Durante gran parte de mi vida nunca tuve la necesidad (o la consciencia necesaria, creo) de poner en perspectiva qué significaba ser un joven varón en la sociedad en la que nací y fui criado. Como el viento que guía a los pájaros cuando migran, mi propia trayectoria me obligó a reflexionar acerca de mi condición masculina.
“A veces simplemente quiero entregarme en cuerpo a esas situaciones y darle un sincero y afectuoso abrazo a aquel que se angustia y llora por sus padecimientos. Y sin embargo permanezco inmóvil. Hay algo en lo profundo de mi experiencia que me mantiene quieto, aun contra mi voluntad. Y es que soy un hombre, y aun más, un hombre razonable”. A veces simplemente quiero entregarme en cuerpo a esas situaciones y darle un sincero y afectuoso abrazo a aquel que se angustia y llora por sus padecimientos. Y sin embargo permanezco inmóvil. Hay algo en lo profundo de mi experiencia que me mantiene quieto, aun contra mi voluntad. Y es que soy un hombre, y aun más, un hombre razonable. Me ensamblaron para no compadecerme, para no llorar. Si exagero mi sensibilidad puedo correr el riesgo de cruzar los límites de mi masculinidad. Pero, ¿quién quiere ser un hombre cuando delante tuyo tenés a un otro que sufre?Sobre mí han edificado a la perfección el reflejo más preciso del hombre moderno. Varias veces he escuchado que el cuidado sensible de un moribundo es una capacidad natural de la mujer, de su esencia maternal. Y automáticamente nacen dos demonios. Una femineidad doblegada a la crianza y a la atención de los desposeídos y una masculinidad biológicamente incapaz de atravesar el mundo con la sensibilidad propia de quien se compadece. Desde todo aquello que vivo y que no me permito vivir intento poner en cuestión el aprendizaje inconsciente de cómo ser un hombre (incluso en una ligera vergüenza al escribir estas palabras). Después de todo: hombre no se nace, querida Simone, se hace a partir del mismo polvo. Tenías toda la razón.
Darío Radosta
Nacer varón fue, si aceptamos el privilegio de universalidad del saber médico, un accidente biológico. Si no, habría que decir que nacer varón es el producto de una violencia simbólica que establece una equivalencia entre características fisiológicas -los genitales masculinos- y una determinada modalidad de existencia -el ser varón. Porque es el lenguaje el que inscribe el género, al decir de Monique Wittig, en tanto “se proyecta sobre el cuerpo social dándole forma”.“Aprendí que la debilidad es un atributo típicamente femenino y que los putos son débiles como las mujeres. Aprendí también que en el arte de cortejar es el hombre el que debe ‘ir al frente’. Una mujer que ‘avanza’ es una puta y un varón que no encara es un cagón -lo que es lo mismo que decir que es puto-“.Devenir macho fue un proceso continuo de producción subjetiva, de subjetivación viril. En él mi familia, mis amigos, el Estado y la televisión jugaron un rol decisivo. Y es que desde muy chico fui comprendiendo cuál era el perímetro del deseo dentro del cuál debía moverme. Supongo que habrá sido por eso que definí mi sexualidad, según lo establecido por la dictadura heteronormativa de lo que es correcto desear.Aprendí que la debilidad es un atributo típicamente femenino y que los putos son débiles como las mujeres. Aprendí también que en el arte de cortejar es el hombre el que debe ‘ir al frente’. Una mujer que ‘avanza’ es una puta y un varón que no encara es un cagón -lo que es lo mismo que decir que es puto-. Dentro de estas coordenadas simbólicas viví mi sexualidad en la adolescencia e interioricé estos principios de visión y división.
Fue problemático ajustarme a este mandato. Tener que ‘avanzar’ era siempre un padecimiento. Me paralizaba cada vez que tenía que hacerlo. La posición de privilegio que el patriarcado me otorgó era un arma de doble filo que me planteaba en la práctica una contradicción, una experiencia contradictoria del poder masculino. Pensaba que ser mujer hubiera hecho todo mucho más sencillo: solo tendría que esperar a que otra persona hiciera el trabajo. Pero yo no tenía alternativa, era varón y el mandato había sido efectivo en prescribir el comportamiento.Las únicas veces que ‘se me tiraron’ fueron, paradójicamente, hombres. Una de ellas fue en un bar en Palermo hace varios años. Estaba tomando una cerveza con un amigo y el mozo se acercó con una jarra llena que nosotros no habíamos pedido. Dijo que venía de parte de la mesa que estaba enfrente. Sorprendido, levanté la cabeza para identificar qué clase de voluntad humana había tenido semejante gesto patriota. Era un hombre y me estaba guiñando un ojo. Ni Geertz podría haber advertido el sentido que ese guiño tuvo para mí bajo esas circunstancias. Cuando fui al baño, me siguió, se metió y dijo que quería tener relaciones sexuales conmigo. Hui escandalizado.
“Me sentí invadido, asaltado. Débil y en una posición subordinada. En definitiva, me sentí feminizado. En este sentir se ponían en juego dos dimensiones, la orientación sexual y la posición masculina. Poner en cuestión mi orientación sexual significaba, de forma correlativa, erosionar también el lugar de poder, el privilegio masculino”. La otra ocurrió en Sorata, Bolivia. El dueño del hostel donde nos alojábamos con mis amigos, un señor de unos 60 años, se acercó a preguntarnos qué nos parecía la marihuana que nos había vendido esa mañana. ‘Diez puntos, Don Carlos, muchas gracias’, le dijimos reconociendo la fantástica cosecha. Esa misma noche, cuando salía del baño, se acercó, me tomó del brazo y me invitó a su habitación, diciendo que ahí tenía lo mejor de su producción, lo que fumaba él. Totalmente desbordado, le dije que no. Él insistió y me fui.
En ambas situaciones tuve sensaciones idénticas. Como si mi masculinidad fuera cuestionada y mi virilidad amenazada. Me sentí invadido, asaltado. Débil y en una posición subordinada. En definitiva, me sentí feminizado. En este sentir se ponían en juego dos dimensiones, la orientación sexual y la posición masculina. Poner en cuestión mi orientación sexual significaba, de forma correlativa, erosionar también el lugar de poder, el privilegio masculino. Los atributos del macho habían sido puestos en crisis por la suspensión en la práctica de la homosexualidad y la masculinidad como elementos mutuamente excluyentes.
Santiago Moya
Ivonne se apresuró al baño, junto a otras chicas. Se cambió y se removió el maquillaje. Volvió al VIP, vestida de civil. Le quedaba su último rato al boliche. Al acercarse a la zona de los sillones, se sentó al lado de Julián, a quien sólo veía en esa u otras discotecas del underground porteño.
-¿Por qué te sacaste el esmalte de las uñas?- le preguntó a Ivonne.
-Porque ya me desmonté. Ya soy chico otra vez. Tengo que volver a casa, en tren-.
-Si, pero, mirá…yo también me pinto las uñas, así, de negro. Voy vestido con mi ropa, pero me gusta pintarme las uñas. Así vine, y así me vuelvo a casa-. Replicó Julián.“No es lo mismo. Vos no sos drag-queen. Para vos, es parte de tu moda, de tu estética. Para mí, una vez que ya termina la noche, tengo que volver al barrio, a lo de mis viejos. El glamour queda acá. Si me visto de varoncito otra vez, ya no puedo dejarme las uñas pintadas, porque sería mezclar otra parte mía. O sea, soy yo, pero es otra”.-Pero no es lo mismo. Vos no sos drag-queen. Para vos, es parte de tu moda, de tu estética. Para mí, una vez que ya termina la noche, tengo que volver al barrio, a lo de mis viejos. El glamour queda acá. Si me visto de varoncito otra vez, ya no puedo dejarme las uñas pintadas, porque sería mezclar otra parte mía. O sea, soy yo, pero es otra-.
Al acercarse a la puerta del Ave Porco, los primeros rayos de sol, aquellos que desafiaban la arquitectura céntrica y se colaban por entre la avenida Corrientes, iluminaron las caras de Ivonne y Julián. Ya sin maquillaje, Rafael emprendió su camino a Constitución para tomar el tren, dejando recuerdos, brillos, plumas y amigos que sólo reencontraría el próximo jueves, en aquel reducto del under de los noventa. Mientras tanto, hombres y mujeres de traje apuraban la marcha para llegar a la oficina, observando la escena incongruente de quienes se irían a dormir.
Julián emprendió camino a Retiro, pensando en Ivonne y sus uñas, esas que sólo vería otra vez pintadas en una semana.
Leandro Prieto
Miraba cada casa mientras caminaba, en cada reja veía una muralla. “Yo soy el rey” imaginaba que pensaba el varón que la habitaba: “esta es mi casa”, sus reglas, su “manada”. Ahí afuera contra el muro: el guardián, la mascota que descansa y también aprende que la reja marca algo, la defiende con los dientes, se aburre.
Cada casa es un mundo, me recuerda una voz interna. Y sin embargo ahí están las regularidades, construyendo prácticas normalizadas, patrones en ambos sentidos. Un modelo familiar institucionalizado que a la cabeza pone al macho proveedor como representante de la patria a un nivel celular, micro: en cada casa.“¿Cómo cambiar aquellas regularidades, una práctica social establecida? ¿Cambiar el lenguaje modifica realmente las conductas? A veces el slogan queda corto, la ideología desfasada y las cuestiones de base y cotidianas, pasadas por alto”.Afuera, a nivel macro, la misma lógica paternal socialmente establecida desde las instituciones hacia sus ciudadanos (del verbo poseer): proveer y poner las reglas. La regla, lo condicionante es el privilegio que hoy en día sigue “beneficiando” a los machos.Caminaba asociando ese paternalismo a un pasado que nos enseñaron los cuentos épicos, las historias en los colegios, las ideas impuestas, intencionadas. Los roles que encarnamos no vienen por defecto, y las prácticas culturales deben verse con lupa, desde cada una de sus capas. Escribo este relato pensando en masculinidades actualmente. Las veo interpeladas, necesariamente interpeladas. ¿Cómo cambiar aquellas regularidades, una práctica social establecida? ¿Cambiar el lenguaje modifica realmente las conductas? A veces el slogan queda corto, la ideología desfasada y las cuestiones de base y cotidianas, pasadas por alto.
Visibilizar es una de las formas, el primer paso para ser consciente de una realidad y pegar el salto. Cuantos más seamos conscientes en nuestras casas y camas, en las calles y plazas podremos entender de esos mini reinos, del hábito. Que las reglas tienen que ser cambiadas y los roles y jerarquías, bien claros sobre la mesa. Están en juego cuotas de poder que, veladas, se traducen en relaciones de dominación y se manifiestan desde la violencia, la peor consecuencia.
Sebastián Imposti
“Cerra fuerte esa puerta, como un hombre”, me dice un bombero superior con una voz firme que exige mi deber ser fuerte. Fuerza que no es solamente física y que se pone a prueba, por ejemplo, con el golpe seco y duro de una puerta. Fuerza, también, como capacidad frente a desafíos de toda índole, para sobreponerse y triunfar frente a situaciones que pueden doblegar a cualquiera que no esté preparado. Es que uno está tranquilo revisando los móviles o las herramientas, charlando, y en cuestión de segundos revienta la alarma que te dispara, sin titubear, a apagar un incendio o intervenir en casos de vida o muerte. Porque si no sos así de fuerte, no sos tan hombre.Porque es importante ser machito en un ambiente donde estas rodeado de pares, donde hay duchas que permiten jugar a la imaginación (si no sos machito, claro) y donde nadie quiere sentirse observado y volverse un objeto de deseo sexual, mucho menos de parte de alguien que no te parece atractivo o siquiera deseable. O no debería serlo.“Qué feo debe ser que te cosifiquen sólo por lo que tenés entre el cuello y las rodillas. De eso no sabemos los machitos. Qué extraño ponerse en el lugar del otro. Esos otros a los que les chiflamos al pasar”. Qué feo debe ser que te cosifiquen sólo por lo que tenés entre el cuello y las rodillas. De eso no sabemos los machitos. Qué extraño ponerse en el lugar del otro. Esos otros a los que les chiflamos al pasar. Es que sin el chifle a una chica linda no somos tan hombres, porque no hacerlo esconde lo que no se debe: nuestras ansias de acción, invasión y triunfo cuando pasan por donde estamos sentados. Sentados esperando. Observando, a la espera.
Facundo Olsson Saizar
Eran las once y media de la noche cuando llegué al club que se ubica a la vuelta de mi casa. Entré y en el fondo mis amigos esperaban que arranque el partido. Mientras caminaba por un largo pasillo, al costado de la cancha, uno de los muchachos (conocido del lugar, aproximadamente de 40 años) del horario anterior me dijo: “Hay que animarse a atajar con esos, eh” en referencia a mis guantes color fucsia. Lo miré y con una sonrisa contesté: “Viste, son para machos”. A partir de ese momento, una molestia me acompañó durante todo el partido.
Esa molestia se hizo más aguda con el correr del encuentro. Ya que las situaciones de ese estilo, entre mis amigos, se acumulaban. Así, frases del tipo: “¡Levantate, maricón!”, “¡Ni te toqué, no seas mami!” “¡Pegale como hombre!” se alzaban con el correr de las jugadas. Lo que subyacía en cada uno de esos gritos era una concepción binaria del género. “Lo masculino” opuesto a “lo femenino”. Es por eso que hay que pegarle como hombre, porque nosotros le pegamos fuerte a la pelota, las mujeres (o las “mamis”) no, son débiles. Tenemos que aguantar las patadas, sin quejarnos, porque de lo contrario implicaría no bancársela, y un hombre se la tiene que bancar.
“Es por eso que podría decir que, aún con un cierto proceso de deconstrucción encima, soy un patriarca en rehabilitación, y que el lazo que une mis concepciones y el sentido común no se encuentra por entero roto. Aún lo socialmente establecido, en mi condición, hombre, blanco y heterosexual, se encuentra muy arraigado”. Pasada la hora y media, sonó el pitido que concluyó el encuentro. Me despedí de mis amigos, pero no pude despedirme de esa molestia inicial. Y pensando en frío, creo que tenía que ver con la elaboración de este relato. Cuando recibí el correo invitándome a redactarlo, la consigna consistía en contar alguna experiencia disparadora de alguna reflexión sobre la problemática de género.En un principio, mi idea era relatar mi situación como estudiante universitario. Con mi entrada a esa institución tuvo lugar un proceso de deconstrucción de muchas categorías, entre ellas: “lo masculino” y “lo femenino” como dos esferas contrapuestas. Sin embargo, a raíz de la experiencia vivida en el partido, mi reacción frente al muchacho recurriendo a la palabra “macho” y mi omisión total a los insultos de mis amigos, choqué de frente con contradicciones naturalizadas.
Es por eso que podría decir que, aún con un cierto proceso de deconstrucción encima, soy un patriarca en rehabilitación, y que el lazo que une mis concepciones y el sentido común no se encuentra por entero roto. Aún lo socialmente establecido, en mi condición, hombre, blanco y heterosexual, se encuentra muy arraigado. El relato concluye y la molestia sigue latente, como si me recordara que lo deconstruido no alcanza. Y que no fue sólo una calentura del partido.
Facundo Martin
Es casi inimaginable una secuencia parecida, pero ahí está Melina “tirada a la basura”, abona un territorio que se confunde con la muerte, que se confunde con la vida. José León Suárez desde tiempos dictatoriales es fértil escenario de masacres, una zona geográfica (des)política que aparece noticia y que, no pocas veces, hacemos desaparecer.“Cuantas Ángeles en los ojos de las doñas y en las manos de las pibas que buscan, de modo fecundo e incansable, la posibilidad de amar a la muerte travestida en bolsa negra, cuánta miel desangrada a los pies de un zanjón que atestigua el deprecio por ella”.Dónde el límite económico y cultural de la basura cuando un cuerpo vivo se pudre como hábitus en la ciruja y dónde su alcance social, cuando un cuerpo muerto te habla y se reconoce en la basura. Pretensión de respuesta a una interferencia -de género- inexpresa, pero no por ello muda, que cosifica la vida y le pone precio a la libertad.Cuantas Ángeles en los ojos de las doñas y en las manos de las pibas que buscan, de modo fecundo e incansable, la posibilidad de amar a la muerte travestida en bolsa negra, cuánta miel desangrada a los pies de un zanjón que atestigua el deprecio por ella. Fértil escenario de masacre que preexiste a tu cuerpo y al mío. Hace ficción lo real entre amor y muerte, entre ser basura y ser mujer.
Waldemar Cubilla