Autora: Verónica Puccio

Si Bourdieu, Passeron y Chamboredon escribiesen en 2018 y desde el partido de San Martín su famosa obra, ¿cómo pensarían el oficio del sociólogx de hoy? A 40 años de aquella publicación, una estudiante del IDAES se interroga sobre los vínculos entre universidad y territorio en el marco de los 20 años del Instituto. Y nos propone una sociología que construya conocimiento crítico desde la extensión y para la extensión. 

Cuando pienso en mi paso por la universidad y en mi proceso como estudiante y formación como futura socióloga, siempre vienen a mi mente aquellas primeras experiencias, cuando comenzaba a conocer la sociología. Transitaba los primeros pasos de mi vuelta a la universidad, no tan tímidamente como la primera vez ahí, con más años, más vivencias y las ganas renovadas. Recuerdo en particular al primer sociólogo que leí, Pierre Bourdieu, quien entrevistado en relación al papel de esta disciplina nos invitaba a hacer una ciencia que moleste, que devele cosas ocultas, que desnaturalice los mecanismos del poder a partir de mostrarnos cómo operan y lo que realmente son. Tanto me entusiasmó esta idea, que al instante abracé mi compromiso con la sociología y emprendí el camino, sintiendo confirmada mi elección. Quizás fue por eso que, cuando leí un segundo texto de este gran “molestador” intenté empaparme de sus recomendaciones epistemológicas y metodológicas sobre cómo desarrollar mi oficio en el futuro: aplicando todas las técnicas de objetivación posibles para realizar, efectivamente, una ruptura con las prenociones y las representaciones del sentido común, más cercanas al discurso sociológico que a cualquier otra ciencia. ¿Cómo discutir, entonces, tan inmensa teoría, que prometía derribar la dominación construyendo un conocimiento objetivo del mundo social, que nos permitiera verlo como realmente es y, de esta forma, cuestionarlo? 

Con el paso de los años aquí, aparecieron nuevas experiencias y nuevas teorías que me instaban a pensar que existen otros tipos de conocimiento válido, y que esas “representaciones” de las que rehuía Bourdieu tienen consecuencias en la realidad de lxs actores -en la medida en que estos creen en ellas-. Así comencé a pensar que quizás esxs mismxs sujetxs que la sociología estudia pueden tener algo que decir sobre el mundo social en el que viven. Esto, sin dudas, ponía en cuestión la omnipotencia que nos gusta adjudicarle al todopoderoso sociólogx, quien ve al mundo en toda su realidad, para el provecho de esxs sujetxs que, sumidxs en una realidad que desconocen, deben ser iluminadxs para poder transformarse. 

Debates como este siguen en pie hoy en día en nuestra disciplina y, desde la universidad, este tipo de discusiones teóricas nos desvelan quizás más de lo que deberían. Sin embargo, para mi sorpresa, luego de casi cinco años de no sacar la cabeza de los libros y de las aulas, distraída con estos berretines, una experiencia distinta me llevó a encontrarme con toda una nueva realidad. Esa que nos mira desde el horizonte, es decir, desde el territorio. Asumo mi culpa primero, pero me sorprendo aún más al constatar que esto nos pasa a la gran mayoría de lxs estudiantes aquí. Inmersxs en la vorágine de los exámenes y en los debates por la cientificidad de la disciplina o por el compromiso que debemos o no asumir como cientistas sociales, nos olvidamos de pensar cuál va a ser nuestro oficio en el futuro y para qué o para quién o quiénes queremos hacer ciencia social. 

La vigilancia epistemológica a la que apelaba Bourdieu puede salvarnos de caer en esas “contaminaciones ideológicas” por las que tan criticadxs somos, pero quizás esto no sea lo más importante. No deberíamos perder de vista que los nuevos tiempos y condiciones sociales en los que estamos viviendo reclaman un nuevo tipo de ciencia social. Una que no reniegue del contexto en el que nace -intentando borrar la historia de su conocimiento-, sino que entienda que esas condiciones la posibilitan y la construyen en toda su singularidad histórico-social. Pero aún más allá: entendiendo que son esas realidades en las que debe sumergirse y de las cuales debe emerger para ser verdaderamente ciencia “social”, y que no se puede -e incluso, no deberíamos- hacer sociología en el mundo en que vivimos sin asumirnos como parte de ese territorio que intentamos conocer, y asumir nuestra tarea sobre él. 

Si partimos del hecho de que la ciencia, como ya lo diría Fals Borda, es un producto cultural del intelecto humano que obedece a un tipo de racionalidad convencionalmente aceptada y que, por ser construido por personas humanas, está sometido a motivaciones, creencias, intereses; no podemos dejar de reconocer en ella una dimensión arbitraria. La producción del conocimiento científico no deja de ser válida por considerar que otro tipo de conocimiento también puede serlo. El concepto de ciencia popular o emergente aparece como ese otro conocimiento, empírico, práctico, ancestral, que les permitió a lxs sujetxs sociales crear, trabajar e interpretar en el mundo en que viven, y que tiene su propia racionalidad, aunque ésta no sea la de la ciencia convencional. Ambos tipos de conocimiento son válidos, y quién sabe cuántos más nos quedan, aún, sin conocer. Por lo tanto, si nos preguntamos qué tipo de ciencia queremos y necesitamos, elijamos no pensar una respuesta unilateralmente, sino que la voz del otrx nos ayude a construirla. 

En una universidad pública del conurbano casi que el territorio se nos mete en las aulas o, al menos, eso es lo que deberíamos intentar que suceda. Sobre todo, en una institución como la UNSAM, parida por un partido obrero -San Martín, la “Capital de la industria”-, en el momento en que la desindustrialización del modelo de acumulación aperturista destejía el entramado de lazos laborales, sindicales e identitarios, dejando desolación e individualización a su paso. ¿No es coherente, entonces, estar ahí en el territorio? ¿Escuchando, intercambiando, dialogando y preguntándonos por el papel de la universidad en él?

Nuestra universidad tiene una inserción muy fuerte en este suelo que la vio nacer. Desde los programas que se desarrollan con la Secretaría de Extensión, hasta proyectos tan ambiciosos como la Escuela Secundaria Técnica. Una escuela que ofrece la posibilidad de aprender de manera diferente a jóvenes que son objeto de una gran desigualdad educativa y social, asumiendo los pilares de la educación popular y combinándolos con la formal, para que su potencia se multiplique. Pero además, la UNSAM se involucra activamente reconociendo, reivindicando y participando en procesos de producción de conocimiento práctico y empírico desarrollado por lxs propixs actores en los barrios. 

El IDAES, en particular, tiene un compromiso muy grande con uno de los proyectos más interesantes que se llevan a cabo en la universidad: el CUSAM. Este Centro Universitario, que se desarrolla dentro de la Unidad Penal 48 del Complejo Penitenciario San Martín, permite que lxs sujetxs privadxs de su libertad, junto con lxs agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense, puedan hallar un espacio donde encontrarse con el Estado y con la educación de una manera diferente. Un proyecto totalmente innovador, descripto en las palabras de sus propios estudiantes como un espacio de libertad, donde desarrollarse y transformarse. El CUSAM pone en cuestión toda la matriz educativa y académica desde adentro del penal y de la Universidad. Todas estas experiencias son una evidencia empírica del entramado de relaciones entre instituciones de tan diversos tipos que se vienen llevando a cabo desde el nacimiento de la UNSAM, exigido y demandado desde el propio territorio y respondido y programado por la universidad (junto con lxs vecinxs y lxs representantes de las organizaciones de la Mesa Reconquista). Un proceso que es de una calidad y una complejidad social digna de ser estudiada y difundida porque es, a su vez, generación de conocimiento. Un conocimiento extra-científico, emergente, que puede ser profundamente útil a las ciencias sociales y que debe ser entendido y enseñado. Construir conocimiento a partir de la cooperación y de la comprensión de las verdaderas necesidades de la comunidad, expresadas y articuladas por ella misma, donde son lxs propixs protagonistas los que construyen sus demandas y generan la solución, es también un proceso investigativo, académico y formativo. Un conocimiento del que desde la universidad deberíamos usufructuar, porque es tan nuestro como el territorio en el que se gestó.

Entonces, si a lxs que estudiamos en la educación pública nos convoca el deber de devolver a la sociedad lo que ella nos dio, formándonos en estos espacios, más que un deber, se volvió un deseo y una necesidad para mí intentar comprenderlos en toda su singularidad, y transformarlos. Una necesidad de contribuir a que el proceso de formación en la universidad nos construya desde este nuevo tipo de ciencia social: una disciplina cuestionadora, crítica, nacida de la extensión en el territorio y para la extensión, pero pensada -en términos de Freire- como comunicación. Una educación que no pretenda hacer del sujetx educando un objeto o depósito que reciba mecánicamente el conocimiento como algo fijo que fue hecho por otrxs, en otras dimensiones y con otras lógicas. Que ese deseo de querer transformar territorios empiece por contemplarlos como “territorios educativos” y educantes, para educar y ser educadxs por ellos. El territorio de San Martín tiene mucho que enseñarnos, siempre y cuando dejemos hablar a sus protagonistas y hablemos con ellxs. Que nos digan lo que quieren decir y nosotrxs también lo digamos, lo visibilicemos, permitiendo que afloren sus palabras. Hagamos una sociología que tenga el oficio de construir nuevos conocimientos y nuevas formas de construirlos.

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