Entre los seminarios generales que organiza el IDAES, Ernesto Meccia presentó Muertes que importan. Una mirada sociohistórica de los casos que marcaron la Argentina reciente de Sandra Gayol y Gabriel Kessler. Con la presencia de sus autores, Ernesto logra introducir una obra indispensable para la comprensión de las representaciones y los modos de hacer política que inauguran las muertes violentas.

Ernesto Meccia

¿Qué debe tener la muerte de un individuo para resultar políticamente relevante, es decir, para ser capaz de interpelar a los poderes públicos y propiciar cambios? ¿Por qué algunas generan conmoción social y otras, similares, no provocan la misma reacción? ¿Por qué algunas muertes logran que un grupo variable pero significativo de la población se involucre emocionalmente con ellas, participe en el reclamo de justicia y exija respuestas del Estado?, estas son algunas de las preguntas con las que Sandra Gayol y Gabriel Kessler inician Muertes que importan”.

Pensé mil maneras de presentar el libro: ¿entro por el diseño metodológico, los “estudios de caso”? ¿O tal vez será mejor por los cruces disciplinares: un libro escrito a cuatro manos, por una historiadora y un sociólogo? ¿O hago otra vez público interés por la sociología de los problemas públicos desde una perspectiva cognitiva? ¿O hago honor a la inmensa cantidad de imágenes sobre la historia de la Argentina reciente que desfilaron por mi mente, a medida que lo leía?

Todas estas preguntas figuran ventanas de observación sobre la importancia de la muerte como objeto analítico para las Ciencias Sociales. Cuando el lector se encuentra con tantas ventanas se produce un efecto particular, un efecto que conocen bien los lectores de sangre caliente: levantar a intervalos regulares la cabeza mientras se lee, signo inequívoco de que la obra interpela y conecta con algo que la trasciende.

Fue en la página 234 donde encontré la clave para presentar el libro, en las llamadas “consideraciones finales”. Allí lxs autorxs hablan brevemente de la publicación de “El diario de Anna Frank” y la empatía con las víctimas del Holocausto.

De inmediato recordé a Primo Levi, cuyo primer libro se llamó “Si esto es un hombre” (Se questo é un uomo), que es un ejercicio de escritura sobre la “vida” y la muerte en los campos de concentración nazis. Él había sido deportado a Auschwitz. Allí leemos que lo perfora el dolor del recuerdo, tanto como la feroz desazón de sentirse hombre, que lo asaltaba como un perro en el instante en que la conciencia emergía de la oscuridad. Entonces –concluía- tomaba el lápiz y el cuaderno y se ponía a escribir sobre aquello que no sabría cómo decirle a nadie. Porque, realmente: ¿cómo se podría hablar de la experiencia concentracionaria, de la muerte masiva planificada, si no es a través de un ejercicio de ensayo y error, buscando permanentemente las mejores palabras que, de todos modos, siempre estarían condenadas a ser insuficientes ante tanto abismo?

Muy nítido, todo real: me acordé de Primo Levi y, enseguida, de Ada Morales, de su esposo y de los padres de Omar Carrasco. ¿Cómo habrá sido para ellos hablar el día después de la noticia más increíble? “No hay palabras” no es, en este plano, una expresión esquiva.

La historia del libro de Levi es ilustrativa para entrar a “Muertes que importan”. Desde hace varias décadas y hasta el día de hoy es un clásico, pero no siempre tuvo ese estatus. El autor cuenta que lo terminó en 1947, a 2 años de terminada la Segunda Guerra Mundial. La prestigiosa editorial Einaudi no tuvo entonces interés en publicarlo. Lo hizo una pequeña editorial de vanguardia llamada De Silva. El libro no anduvo bien, cayendo en la indiferencia. Hubo que esperar hasta 1958 (13 años luego de terminada la guerra) para que Einaudi lo publicara. Entonces sí tuvo repercusión. Y, aún así, la misma se amplió notablemente a partir de 1963 (o sea, a 18 años de terminada la guerra) cuando apareció su segundo libro llamado “La tregua”, en el que cuenta la peripecia de volver a Italia desde Alemania, algo que realizó durante casi diez meses, entre enero y octubre de 1945.

Por más que las muertes hayan sido de una violencia y una obscenidad inusitadas, por más que se cuenten por millones, por más que las víctimas sean tan cercanas, en suma, por más “objetivas” que las muertes sean y hayan sido, las sociedades no pueden espontáneamente “escuchar hablar” y “hablar” sobre la muerte.

Al contrario, es por el carácter indecible de la muerte violenta (sobre todo cuando es de origen estatal, directo o indirecto) que las sociedades deben crear, desarrollar y sostener “capacidades de escucha” sobre la muerte que son correlativas a otras capacidades que también se deben crear: las de “hablar” sobre la violencia y la muerte cuando lo propio de esas situaciones es dejar sin palabras, a veces porque se prefiere olvidar, otras porque no se sabe qué decir, ni cómo decir.

Ya lo decía Walter Benjamin, de las guerras se regresa con muertos y con la capacidad de comunicar, es decir, con el lenguaje arruinado y empobrecido. Si hay una característica que tengan las experiencias traumáticas es su resistencia a la escritura.

En este contexto, una buena pregunta para las Ciencias Sociales podría ser: ¿qué condiciones deben darse y cómo se pueden crear y/o recuperar capacidades sociales de habla y escucha y, consecuentemente, capacidades sociales de empatía ante el dolor de los demás? Desde mi perspectiva, en este lugar candente están Gayol y Kessler.

Hay “muertes que importan” –nos dicen- muertes que, “hoy” (deíctico de tiempo), a “nosotros” (deíctico de persona) nos causan empatía –notemos el doble condicional-, pero esta empatía no se puede derivar directamente de los supuestos “atributos” objetivos de cada muerte, sino de un complejo proceso social de construcción de lugares de habla y escucha que involucra variables de diversa procedencia. Es sólo por la intermediación del juego de esas variables que las sociedades van adquiriendo lenguajes que les permiten “ver” ciertas características en cada muerte y, entonces, hacerlas “valer” de cierta forma. Pero esas muertes pudieron importar por otros motivos, o importar menos o, directamente, no importar. La clave está en analizar cuáles son las herramientas cognitivas con las que cuenta la gente en determinado momento para categorizar esos hechos, algo que lleva rápidamente el análisis a la relación entre cultura y política.

La mayoría de las muertes de las que se ocupan lxs autorxs funcionan como campos magnéticos que atraen distintos lenguajes de valoración (algunos viejos, otros nuevos), los cuales -como el lápiz y el cuaderno a Primo Levi- fueron posibilitando a los familiares de las víctimas y a distintos sectores de la sociedad, el ensayo de formas de habla sobre la muerte violenta (en especial, las provocadas por la violencia estatal) que, con el tiempo, no solo los fueron empoderando como actores públicos sino que también fueron impactando en el entramado estatal. Por supuesto, formas de habla y formas de confrontación política son componentes inescindibles durante todo el proceso.

Desde Osvaldo Sivak hasta Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, la investigación da cuenta de un proceso que, de un modo no acumulativo, ni lineal, ni exento de conflictos, ha instalado en la sociedad un sistema de alertas y alarmas en torno a la vigencia de los Derechos Humanos y a la condena de toda violencia de Estado. En Argentina y también en otros países de América Latina, cuestionar las violencias del Estado por la pérdida de una vida única e irrepetible fue un modo de reafirmar que cada una de esas vidas importa por sí misma. Lejos de la individualización de lo político-social o de una estrategia mediática para forjar un momento fugaz de empatía, el proceso plasmado en torno a cada muerte puede ser pensado como una forma esencial de construcción democrática: la vida del otro importa (y me debería importar).

El proceso que delinean lxs autorxs puede enmarcarse dentro de un proceso mayor que es el del pasaje de las víctimas al espacio público. Es notorio, comparado con el pasado (podemos pensar otra vez en Primo Levi, pero también en los años del inicio del período que cubre la investigación, mediados de los 80) cómo la figura de la víctima cuenta cada vez más con nuevas carnaduras y cómo se torna cercana y concreta. De esta forma, las categorizaciones pueden hacerse más complejas, produciéndose cruces (o intersecciones) que nos llevan a ver en una misma víctima, varias causales de victimización, antes impensables. En su momento, la muerte de María Soledad Morales, fue categorizada mucho más como un crimen perpetrado por los “hijos del poder”, quedando en un segundo plano lo que hoy sería, sin duda, la primera categorización (aunque no la única): “femicidio”, una categoría cognitiva no disponible en los años 90, a pesar de que existía la militancia feminista.

Gayol y Kessler toman a cada muerte como un “caso”, según una rica y apasionante tradición de estudios en la sociología y las ciencias sociales. Si cada de una de estas muertes ocurrió en un momento preciso, nos interesamos también en su conversión en “casos”: esto es, en la dinámica política y social que cada muerte estimula y modela. Así, cada caso tiene una temporalidad propia, con momentos de visibilidad en el espacio público, repliegue, latencia, y potencial reactivación. Es por eso que realizan una biografía de cada muerte en el espacio público, o una especie de carrera post mortem de cada muerto: las formas en que perviven en el imaginario colectivo, en que son utilizados para hacer ver y hacer valer otras muertes, los efectos (políticos, jurídicos, más o menos durables) que pueden producir en distintos planos de la organización social, las genealogías en que se los inscriben, las genealogías de las que se los proscriben. En definitiva: los casos, tal como se conciben en este libro no pueden decretarse como definitivamente clausurados. Pareciera que siempre se quedan en el bolsillo con un resto de productividad social y política.

Sobre el final hay un cuadro en el que se clasifican los casos a partir de dos dimensiones. La primera corresponde al “problema” que cada caso representa (el caso puede “configurar” un problema social o puede “contribuir” a uno preexistente); la otra dimensión corresponde a la “serie” (si el caso se reconoce en otros anteriores). Cruzadas ambas dimensiones existirían cuatro tipos de caso.

Primero, hay casos que configuran un problema inscribiéndose en una serie previa. Son casos “reveladores”; también podrían llamarse casos “linterna”, ya que alumbran nítidamente una situación, haciendo ver problemas que la gente ya reconocía por lo bajo pero que no podía visualizar del todo. El caso del asesinato de Osvaldo Sivak: fue perpetrado por mano de obra de la dictadura desocupada. La gente intuía su accionar previo, sin embargo, el caso Sivak lo reveló plenamente.

Segundo, existen casos que, como los anteriores, se inscriben en una serie previa pero no crean un problema, sino que contribuyen a su vigencia como cuestión pública. Son muertes que echan leña a un fuego social que ya había sido encendido. Pueden clasificarse como casos “típicos” o “modales”, porque representan un problema ya conocido en su naturaleza. Kosteki y Santillán son un ejemplo. Blumberg también. Forman parte de viejos (vale decir, “reconocidos”) problemas sociales: la represión de la protesta social y la inseguridad.

Tercero, tenemos casos que, sin inscribirse en una serie previa, configuran un problema social. Ya se sugirió que configurar es alumbrar. Y que se puede alumbrar aquello que ya existe aunque con contornos difusos. Allí está ubicado el caso María Soledad Morales cuya muerte configuró súbitamente la problemática del poder feudal en las provincias de Argentina. El caso podría clasificarse como “inaugural” ya que no existe en la memoria colectiva de Catamarca el recuerdo de otro semejante.

Cuarto y último, casos de muertes que, sin inscripción en una serie previa, contribuyen a la validez de un problema social preexistente. Son muertes que nunca se habían producido en el lugar del acaecimiento (por ejemplo, en un medio semi-rural) y que, al mismo tiempo, representan una problemática social reconocida en otras latitudes, paradigmáticamente las urbanas.

Tengamos en cuenta que todas las muertes que llegaron a importar, supusieron esfuerzos de categorización que, duraderamente, hicieron familiares, militantes, expertos, periodistas, activistas y emprendedores morales de diverso tipo. Todos puestos a hablar sobre el horror para instalarle a la sociedad y, en especial, al Estado, nuevos “¡Nunca Más!”. Y si bien no se trata de un proceso acumulativo, es evidente que las gestiones socio-políticas de las muertes más recientes parten de un “piso” cognitivo e institucional más alto del que partieron las gestiones de las más antiguas; esto es, con una legitimidad engrandecida para la defensa de las víctimas, producto, a no dudar, de los lugares de habla y de escucha sobre la muerte violenta y las violencias de Estado que se fueron gestando en Argentina durante el período democrático inaugurado en 1983.

Los criterios sociales de la compasión son siempre arbitrarios, o por lo menos discrecionales: hay “buenas” y “malas” víctimas, y no hay duda de que parte importante de las energías que gastan los familiares se destinan a volver a esculpirle al muerto el estatus de persona reputada que los demás –como si estuvieran en una competencia- se empeñan en negarles y, a veces, en monopolizar.

El libro termina con un balance fundado en datos. Leamos a lxs autorxs: las muertes devienen un recurso significativo para la discusión social y política e inciden en la dinámica y la competencia por el poder, inaugurando dinámicas que consiguieron poner límites al poder estatal de dar muerte. Al mismo tiempo, articularon demandas al Estado para que interviniera, evitara o condenara ciertas muertes que en el pasado aparecían como asuntos del ámbito privado o eran atribuidas a accidentes o catástrofes naturales. Miradas en su conjunto y en perspectiva histórica, es evidente la capacidad que han tenido para desnaturalizar ciertas violencias (la estatal, la primera de ellas) y para crear nuevos marcos cognitivos de injusticia social.

“Muertes que importan”, un libro de necropolítica, equilibra coordenadas teóricas con mucho trabajo empírico, diseño metodológico con creatividad, ideas complejas con escritura amable, rigurosidad científica con compromiso político.

Yo creo que es uno de los libros del año.

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