Autora: Diana Laurencich
Quien dice cincuenta dice cincuenta y cinco. Confieso -para los que les gusta hacer cálculos-, tengo cincuenta y cinco años; y no soy la única en la UNSAM.
El dos de mayo de 2017, cuando volví de España, me recibió la Argentina del “2 x 1”. También me recibió la muerte de Abelardo Castillo. Creo -a esta edad no se puede afirmar nada- que fue su libro “Crónica de un iniciado” el que me conectó con la escritura argentina, antes de los veinte años. En esa época, solía discutir sobre literatura y cine con Ale, mi gemela. Ese libro junto a “Zona de clivaje”, de Liliana Heker, fueron muy disfrutados y ampliamente debatidos entre nosotras. Si bien, con Ale escribíamos historias desde los siete años -no, no estoy exagerando- estos dos libros marcaron a aquellas estudiantes de Arte, quienes absorbían nuevas ideas hasta atragantarse.
Al volver a Argentina y encontrarme con semejantes noticias, la depresión que venía latiendo en mí, se transformó en caos. Una vez que “me acomodaron” (debo agradecer a mi psicóloga Meli) comencé a pensar qué hacer de mi vida. El oscuro panorama político y económico me había quitado toda posibilidad de competir con mi curriculum. Las estadísticas de los portales de empleo mostraban que el único motivo de rechazo era la edad. Decidí quedarme en casa y no gastar en nada más que en comer.
Pero también me propuse estudiar algo, calculando mi edad cuando terminara. Pensé que la psicología estaría bien para que una vieja, con problemas de columna, se diplomara a los sesenta años: estar sentada en un sillón, escuchar al otro y escribir. Entonces volví a la Universidad. Para no gastar en viáticos, decidí empezar la carrera online de la UBA. He aquí la magia: entre las materias a las que me anoté para el primer cuatrimestre, me inscribí en Antropología, una que no necesitaba para psicología ¡Inentendibles planes pedagógicos!
Tuve la suerte de vivir en varios países (Alemania, España, Chile y en una isla a cien kilómetros de África) desde mis veintitrés años. En estos lugares, me convertí en una especie de “observadora participante” o al revés, una “participante observadora”. Durante muchos años sufrí y disfruté el “punto de vista nativo”, asimilé su lenguaje, lo decodifiqué. Por eso, la Antropología me atrapó. Sentí que todo lo vivido se empezaba a ordenar, que yo era antropóloga aún antes de estudiar Antropología; que siempre me interesaron “los otros”, siempre; que siempre hice “trabajo de campo” y escribí “etnografías”, siempre. Todos estos años reflexioné sobre lo que me enseñaron los demás, los escuché -a veces, más que a mí misma-. Fue allí que los profesores me animaron y decidí pasar a estudiar la carrera en la UNSAM. Y eso, eso ya forma parte de otra historia.