Los 20 años del IDAES no pueden pensarse por fuera de otros aniversarios significativos para la vida universitaria, como los 100 de la Reforma Universitaria y los 50 del Mayo Francés. Fechas que marcan la crítica a lo establecido y el llamado a la creación colectiva de algo nuevo. Cuando llamamos a las ciencias como sociales, ¿qué queremos decir realmente? ¿Cómo dialoga la ciencia con lo social? En su intervención al inaugurar el seminario sobre los 20 años del IDAES, Alejandro Grimson se preguntó si las ciencias sociales deberían tener siempre un uso práctico ¿Cómo pensar entonces unas ciencias sociales más allá de las fronteras de la universidad?

Desde que empecé a estudiar ciencias sociales siempre me definí, más allá del título esperado, como cientista social. Suena raro, sí, pero me gusta creer que representa una forma más abierta de pensar lo social que nos rodea, cuestionarlo, repensarlo. Cuando comencé a cursar en el IDAES, me llamó la atención el clima de apertura que me despertaba de cierto letargo academicista. El impulso de esta revista, así como la experiencia del CUSAM, nos permiten salir de ese encierro y abrir las puertas hacia una sociedad que espera escucharnos. Al mismo tiempo, nos interpelan como cientistas sociales en los modos que generamos y difundimos conocimiento.

“¿De qué vas a trabajar cuando te recibas?” me preguntaban mis amigos y familiares. Respondía que yo estudiaba para saber, no para trabajar de. Pero, ¿para qué sirve saber ciencias sociales? Nuestras identidades, pensamientos, modos de ser, pensar, decidir e involucrarnos tienen causas y razones que surgen, cambian y se establecen al vivir en sociedad junto a otros y relacionarnos. Buscando respuestas a preguntas históricas, tratando de entender cómo y por qué ocurren todos los días acciones que parecen no tener explicación alguna, intenté encontrar en el estudio una forma de entenderme y entendernos. Las ciencias sociales, además de ocuparse de analizar estos fenómenos, tratan de exponerlos y crear herramientas para solucionarlos. Sin embargo, muchas veces nos detenemos en el diagnóstico y olvidamos el elemento creativo, inventivo, impulsivo, de cambio que germina en las aulas universitarias. Tal fue la enseñanza de los centenarios reformistas y los imaginadores parisinos.

En la universidad aprendí algunas de esas cosas, aunque no todas las que hubiese querido, del mismo modo que descubrí muchas (más) que nunca hubiese imaginado. Porque también, hay que decirlo, la universidad se autoconstruye como el ámbito del conocimiento privilegiado, del Saber académico, de la Cultura y el Arte (así, con mayúsculas). El lugar donde conviven la libertad de pensamiento, de expresión y el pluralismo, ¿se conecta con lo que le pasa a la sociedad que rodea las calles del edificio universitario, o la puerta que las separa es un abismo de distopías abstractas? Si los problemas sociales llegan a los pasillos y las aulas de la universidad, las ideas y discusiones que se generan en ese espacio, ¿no deberían poder llegar del mismo modo a los distintos ámbitos en los que se discute el pensamiento social? Y no sólo a quienes asistimos a la universidad, sino también a quienes están a nuestro alrededor más cercano y, fundamentalmente, a aquellos que tienen el poder de gobernar e influenciar la opinión pública.

En los últimos años me sorprende la proliferación de la figura del panelista como opinador experto en los programas de TV. Periodistas, economistas, ensayistas hablando sobre temas de actualidad, entre griteríos y exabruptos. El prime time no da lugar a debates analíticos, cautos, sino a opiniones en base a informes sobre lo que la gente quiere saber. Puede gustarnos o no, pero los sentidos que circulan en esos programas componen gran parte de la opinión que se termina socializando. Ante esta modalidad de discutir los asuntos públicos ¿cuál es el ideal al que pretenden llegar las ciencias sociales? Si están orientadas a la democratización del acceso al conocimiento y la difusión de los debates coyunturales orientados en un lenguaje comprensible y efectivo hacia la sociedad toda, el panelista le cede lugar al cientista social. Si, por el contrario, forman académicos que sólo debaten entre y para ellos mismos, produciendo y autorreproduciendo conocimiento pero no así ideas o una mirada crítica hacia lo que nos rodea, ¿para qué sirve ese conocimiento? 

En 2016, a través de las redes sociales asistimos a una discusión pública sobre el financiamiento de ciertas investigaciones del CONICET, entre las que figuraban estudios sobre la célebre revista infantil Anteojito, las canciones de Sandro o la saga fílmica Star Wars. Vale aclarar, aquel cuestionamiento coincidió con las protestas ante el recorte en el ingreso a la carrera de investigador del organismo. Si bien, según los mismos números del CONICET, las investigaciones sociales representan una mínima parte del total de las que se realizan en el país y son aquellas que reciben la menor parte de los incentivos, fueron también las que más críticas recibieron. Aunque la campaña difamatoria provino en su mayoría de trolls y no requirió mucho más análisis, no viene mal recordar la pregunta que lo fomentó: ¿para quiénes investigan las ciencias sociales? 

El historiador Ezequiel Adamovsky argumentó en ese debate que las investigaciones en ciencias sociales y humanidades sirven para muchas cosas bien concretas, aportando conceptos que luego usamos en nuestras conversaciones cotidianas. Diversidad, igualdad de oportunidades, inflación o pobreza son sólo algunos de ellos. Hay conceptos que se construyen teóricamente, pero eso no quiere decir que en algún momento no tengan un uso práctico. Aunque claro, que sean conocidos no implica que sean fácilmente definibles. Una diferencia fundamental entre las ciencias sociales y las naturales es la polisemia de los conceptos: la pobreza, según quién la defina, no tiene un solo significado, así como tampoco una sola causa y mucho menos una única solución. 

¿No tenemos acaso un deber ético que nos obliga a dar respuestas fundamentadas a preguntas sociales? Si el incorrecto o inapropiado uso de los conceptos cotidianamente utilizados merece una mejor argumentación, quizás haga falta agregar una cuota de sensibilidad al conocimiento. Dicho en otros términos: ¿no hay también que tratar de encontrar y acercar a otros al conocimiento que producimos? Motivar el interés por las ciencias sociales implica movernos, corrernos de los lugares tradicionales, salir a buscar nuevos modos de comunicar y dialogar con las personas que necesitan escucharnos. Y que no ven que estemos cerca. La audiencia masiva que escucha al panelista nos interpela acerca del modo de escribir papers, asistir a ponencias y encuentros entre grupos de investigación. Pero deconstruir estas prácticas académicas no implica que nos situemos en el lugar del panelista. Sugiere ser inventivos, generar formas dinámicas de producir y difundir modos de pensar y discutir lo social, replantearnos y reubicarnos. 

El debate sobre los grandes fenómenos sociales es intenso en las aulas y pasillos de las universidades, pero no logra repercutir en los gobiernos y en todos los rincones de la sociedad, quizá por considerarse demasiado teórico o tal vez por ser poco práctico en sus propuestas de cambio. ¿Existe un exceso de imaginación o una falta de poder? Si el conocimiento es poder, la clave está en cómo logramos que ese conocimiento pueda llegar y empoderar a toda la sociedad. El desafío consiste en enfocarnos en la socialización de la ciencia sin dejar de hacer (más y mejor) ciencia de lo social. 

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