por Gabriel Hernández

1

Una semana antes de morir, mi abuelo me hizo pasar a la habitación del hospital. Me dio tres cosas: el carnet de socio 3522 de Chacarita Juniors, dentro de un estuche color marrón; un encendedor Saffa 9 dorado, recargable; un gorro piluso tejido a mano con los colores de Argentina que usaba como cábala en los mundiales. 

Mi abuelo llegó a fumar cinco atados de cigarrillos por día. Murió de cáncer de pulmón. Yo tenía trece años. 

Trece años tenía también mi abuela cuando la casaron con mi abuelo.

2

Jueves 30 de junio de 1994. Nueve de la noche. Yo tenía ocho años. Cenábamos un guiso de arroz. El noticiero había puesto una placa roja: “Urgente. Doping positivo. Maradona afuera del Mundial”. Mi vieja se acercó a la tele y subió el volumen. Todos dejamos de comer. Dije “buen provecho” y fui a la pieza. Me largué a llorar. No iba a ver más a Maradona. No entendía por qué. Mis viejos entraron a la pieza. Me abrazaron. Mi viejo trató de explicar qué era un doping, qué era la droga, que era eso de ser drogadicto. Era la primera vez que veía llorar a mi viejo. 

Al día siguiente fui a la escuela. Mis amigos iban en silencio por la calle, arrastrando los pies. Todo el patio de la escuela desinflado, mudo. Yo también estaba triste, en el fondo no sabía desde cuándo ni por qué. ¡Qué raros que somos!

Esa vez del doping de Maradona fue la primera vez que vi llorar a mi viejo con otros alrededor. La segunda, cuando lo echaron del laburo, en el ‘97.  Pensé que iba a llorar en el funeral de mi abuelo, pero no. Esperó veintitrés años para volver a llorar frente a su hijo, por teléfono, el día que murió Diego Maradona.

3

Un día de 1993, mis viejos me inscribieron en una escuela de fútbol de Villa Ballester. Se llamaba Club Los Cedros. Yo era categoría ‘86. Era defensor. Un sábado, mi equipo perdía frente al club Sportivo Boulogne. El piso era de asfalto. El DT nos gritaba y nos pedía que pusiéramos huevo. Un delantero de Boulogne se iba solo, estaba por patear. El DT me gritó: “¡Dale!¡Poné huevos, carajo!”. Me tiré al piso con las dos piernas para adelante. El pibe levantó justo el talón, sino lo quebraba. El DT aplaudió y me felicitó. Me levanté y tenía una raspadura enorme en toda la pierna derecha. Me quemaba. Había líneas de sangre dentro de una gran mancha roja. El piso era de asfalto. El DT pidió el cambio. Salí rengueando. Padres y madres del Club Los Cedros me aplaudían. Yo quería llorar, pero el DT me cagó a pedos. Me roció con agua oxigenada en la pierna, me puso unas vendas y siguió dirigiendo el partido. Me quemaba. Perdimos. Pero fui el héroe.

4

Aprendí mucho en la escuela de fútbol. Ganamos el campeonato de Zona Norte en la temporada ‘95. Para esa época, a la categoría ‘86 de Los Cedros nos decían “las fieras”. Todos éramos de Villa Ballester y José León Suarez. Salvo Emiliano, nos dijeron que era de la villa “La Rana”. Era el único de nosotros que jugaba sin canilleras y sin botines. “La Rana” es parte de Villa Ballester, aunque lo escondan.

Emiliano entrenaba con zapatillas de lona, pero para los partidos eran reglamentarios los botines. Entonces Nahuel, que siempre estaba en el banco de suplentes, se los prestaba. Por eso Emiliano terminaba los sábados con ampollas en los pies. Pero así, roto, jugaba. ¡Y cómo! Cuando las papas quemaban, era el que se ponía el equipo al hombro. Era el capitán. Llevaba la 10. Pocas veces vi a alguien jugar así. Era un lujo. No tocaba la pelota, la dibujaba. Parecía un pincelito su pie.

Después de los partidos de los sábados, siempre nos daban un alfajor Vimar triple y un jugo de naranja en polvo, diluido en un bidón con agua de la canilla del vestuario. Emiliano siempre robaba siete alfajores y los escondía en una bolsa de mandados. No tenía bolso deportivo. Le habrán faltado muchas cosas en su casa. Pero nunca, nunca, alfajores.

Dejé de jugar al fútbol en 1998. Le perdí el rastro a mis compañeros de equipo. Hace poco me enteré de que Emiliano llegó a jugar en las inferiores de Chacarita, pero en un partido le rompieron los ligamentos de la rodilla izquierda. Nunca pudo recuperarse de la lesión. 

En el 2014, mató a un tipo en un intento de robo, en José León Suárez. Emiliano está preso en la Unidad Penal 48 de San Martín.

5

Los napolitanos cantan “Ho visto Maradona.” Yo solo vi a Maradona en la selección, en vivo, cuatro veces: en los dos partidos del repechaje contra Australia en el ‘93 y en los dos partidos de Estados Unidos ‘94. La mano de Dios y el gol del siglo me los contó mi viejo. Pero me gustaba más cómo los narraba mi abuelo, con lujo de detalles. Sigo extrañando a mi abuelo. Mis mejores tardes de domingo fueron con él, sus tortas fritas y sus historias de Maradona, aunque siempre remarcaba que Maradona era “un negrito de mierda”.

Una vez me engripé y tuve que faltar al colegio tres días. Me acuerdo de que mis viejos me preguntaron qué película me gustaría ver. Dije “La Sirenita”. Mi viejo agarró la bici y pedaleó hasta el videoclub. La película estaba alquilada. Yo estaba encaprichado con ver La Sirenita. Llamaron a mis abuelos para ver si se conseguía en algún videoclub de Billinghurst. Dos horas después, vinieron. Mi abuelo sacó una bolsita amarilla y me mostró un VHS. No estaba “La Sirenita”, pero había traído algo mejor: el documental “Héroes”, de México ‘86. Lo vi cuatro veces en dos días. Me fascinó. Me sigue fascinando. Así vi el mejor gol de la historia de los mundiales: engripado, enmarcado en un relato heroico de 67 minutos. Al mes siguiente de esa gripe del ‘93, le dije a mis viejos que quería jugar en algún equipo. Mis viejos me anotaron en una escuelita de fútbol “Los Cedros”.

6

En la escuela de fútbol de “Los Cedros”, cada dos meses salía una revista de muy bajo presupuesto llamada “Los Cedros, tu revista”. Tenía información institucional, tablas de posiciones, goleadores históricos, comentarios de partidos y una columna de padres opinando sobre el rendimiento de los equipos de las diferentes categorías. La vez que me raspé jugando contra Sportivo Boulogne aparecí en la página 4. El título decía “Huevo de colores”.

En todos los números de la revista, en la página 9 había una columna llamada “Corazoncitos”. Ahí aparecían fotos de carnets de algunos chicos y chicas que frecuentaban el club; un padre de un pibe de la categoría ‘84 armaba historias de amoríos infantiles y “el quién gusta de quien” dentro del club. En todos los números siempre aparecía Valeria, la hermana de un pibe de la categoría ‘85. El apodo que le ponían a Valeria era: “la rompecorazones”. Era la más linda de Los Cedros. 

Siempre le pedía a mi mamá que comprara la revista. Abría la página 9 con la esperanza de que alguna chica me nombrara. Pero los chicos que aparecían eran siempre los goleadores y los habilidosos. Nunca me olvido la alegría que tenía Emiliano cuando su foto carnet apareció en la página 9 del tercer semestre de 1996, al lado de la foto carnet de Valeria. Debajo de las fotos, decía: “Se rumorea por Los Cedros que el goleador de la ‘86 se ganó el corazón de la rompecorazones. ¿Será cierto?”. 

Teníamos 10 años.

7

En el 2005 entré a la Universidad de Buenos Aires para estudiar Antropología. Ahí conocí a una de mis mejores amigas: Sofía. Desde que nos conocemos, tenemos la estúpida habilidad de mantener un repertorio casi ilimitado de frases maradonianas en cada conversación. 

Una tarde del 2008, salimos de una clase en el segundo piso de la facultad, pero no funcionaba el ascensor. Dimos vueltas varios minutos. Fuimos al Departamento de No Docentes para reclamar. Sofía está en silla de ruedas desde los nueve años. Los administrativos se cruzaron de brazos. Hicieron algunos llamados telefónicos pero no había solución. La discusión se puso cada vez más pesada. Un viejo de camisa a rayas azules nos dijo que le daba lástima, pero que no podían hacer nada, porque el técnico no estaba en la facultad. Sofía explotó. “¡Lastima no se le tiene a nadie, maestro! ¡Lástima a nadie!”. Yo casi me voy a las trompadas con el viejo. Nos fuimos a los gritos. Ella lloraba de la bronca. Resolvimos que la única forma de bajar los dos pisos era cargándola en mi espalda, y pedirle a alguien que bajara la silla. Así fue.

Hace poco, en junio, Facebook me recordó una foto del 2014 con ella. Estamos en el Obelisco, festejando que llegábamos a la final de la Copa del Mundo. Ella tiene una remera argentina percudida, hecha mierda. Yo tengo el gorro piluso de Argentina que me regaló mi abuelo.

El año pasado, Sofía tuvo una operación jodida en la columna. Le mandé un whatsapp para ver cómo estaba. Ella respondió: “Estoy como el Toti Pasman. La tengo adentro”. Sofía tiene una varilla de titanio en la columna vertebral. Y un corcho en su habitación con un montón de fotos sostenidas con chinches. Entre ellas, una foto vieja con Maradona en una sala del Garrahan. Ella sonríe. Y sostiene una remera firmada por el Diego.

8

Un sábado del 2013, fui a visitar a mi abuela y tomamos unos mates. Mi abuela está perdiendo la memoria para cosas muy cotidianas, pero de forma increíble recuerda cosas lejanas. Y las dice sin filtro. Me contó que, durante muchos años, mi abuelo salía de trabajar los viernes y volvía a la casa los domingos por la tarde. Y que se “ponía malo” si ella no tenía lista la pava con los mates para recibirlo. También me contó que lo que más le dolía a ella no eran los hebillazos en la espalda. Le dolía no saber a dónde se iba su marido.

Hace años que no sé muy bien todavía dónde reubicar a mi abuelo en mi historia familiar. Lo sigo extrañando. Mis mejores tardes de domingo fueron con él. Y se me llena el alma de preguntas. ¿Se puede amar a alguien que no sea un ideal? ¿Qué me pasa si puedo amar a alguien que no es ejemplo de nada? ¿Sentir todo eso lindo disculpa el daño que mi abuelo causó? 

9

Una noche del 2006 salí de la facultad. Me tomé el 44 hasta Chacarita. Me quedé esperando el 78 para ir a San Martín. Pasó media hora y seguía esperándolo. Estaba aburrido. Crucé la calle. Compré un Phillip de 10. Me puse un pucho en la boca. Nunca antes había fumado. Fui a la parada. Me sentí un tarado. Me había olvidado de comprar un encendedor. Cuando iba a cruzar la calle de vuelta, vino el 78. Antes de subir, no sé por qué, tiré la caja de puchos a la basura.

Desde que vivo solo, siempre compré fósforos. Tengo el Saffa 9 dorado y recargable, pero nunca sé dónde está.

10

Cuando murió Diego Maradona, mi whatsapp era un quilombo de mensajes que no paraban de llegar. Yo también era un quilombo. No sabía qué me pasaba. Me dieron ganas de llorar. Lloré frente a la pantalla de la notebook.

En ese momento, mi viejo me llamó por teléfono. Mi viejo solo me llama para cosas urgentes o para decirme que prenda la tele y ponga tal o cual programa, aunque sabe que desde hace seis años no tengo tele. Mi viejo se quebró y no podía hablar. Lloramos juntos.

Sofía me contó que quedó petrificada durante varios minutos cuando se enteró. No sabía muy bien cómo reaccionar. Martín, su pareja, rompió en llanto después de un rato de estar abrazados. 

Nicolás, un gran amigo que conozco desde el 2009, es director de una escuela. Contó que cuando se enteró, tuvo que cortar una reunión por zoom y se fue a un aula a llorar. Ahí se encontró con un alumno, que estaba en la misma que él. 

¡Qué raros que somos! Con muchos amigos, es la primera vez que nos permitimos llorar. Escucharnos llorar

11

Ayer una amiga me pidió unos apuntes de Antropología Sistemática III para rendir la materia en diciembre de este año. Busqué el disco externo. Revolví un montón de cajones. El disco estaba tirado en un cajón entre papeles y bolsas. El cable lo encontré, enmarañado con otros de una vieja impresora. Busqué los archivos, recopilé los resúmenes que tenía en Word. Hay uno que me llamó la atención. “Otto.doc”. Lo abro. No me acuerdo de haberlo preparado para ese examen final. Lo leí. 

“En 1917, Rudolph Otto un teólogo protestante publicó un ensayo llamado ‘Lo santo. Lo racional e irracional en la idea de Dios’. Decía que toda la experiencia, lo numinoso, un ‘algo que está más allá’, que trasciende pero a la vez constituye la experiencia humana. Es no-racional, no-sensorial. En Occidente se le llama fe, pero es mucho más que eso. Solo se puede percibir ese ‘algo’ que tiene dos movimientos jodidamente contradictorios: el tremendum y el fascinans. Por un lado, nos fascina, nos conmueve, nos emociona, nos despierta y remueve algo muy profundo. Al mismo tiempo, aterra, asusta, nos hace chocar con lo más oscuro.  Lo numinoso es un misterio que es a la vez terrorífico y fascinante.

Algo de lo numinoso puede expresarse mediante símbolos. Y los símbolos, para Victor Turner, tiene a la condensación como una de sus características; los símbolos son intentos humanos para reconciliar y sintetizar todas las contradicciones de la vida social, en una sola representación.”

12

Jueves 28 de noviembre de 2020. En un grupo de whatsapp de amigos y amigas de la facu se armó alto bardo. Sofía y Agustina discuten desde ayer durante horas. Me desperté y tenía 67 mensajes. Sofía mandó un audio de 6 minutos. Agustina respondió con otro de 7 minutos. 

Me pongo los auriculares. Desde que murió el Diego, me siento raro. Lloro y todavía no entiendo por qué. Me fascina y me aterra el enchastre de contradicciones a la que me somete su muerte. Me fascina la síntesis que se construye en un solo individuo. Me aterran las complejidades que siento terriblemente muy cercanas.

Tengo que hacer unas compras. Bajo a la calle con los auriculares puestos. Escucho el audio de Sofía. Camino. Una vecina me mira, extrañada. Escucho el audio de Agustina. Le subo el volumen. Entro al chino. Siento que me miran. ¡Qué raros que somos! Recorro las góndolas. Voy a la caja. La china me fulmina con la mirada. Me señala y me dice algo. Me saco los auriculares. “Barbijo, barbijo”. No tengo el barbijo puesto. Me agarra pánico. Pido disculpas como puedo. Me tapo con la remera, de forma muy torpe, agachando la cabeza. Camino rápido. Siento mucha vergüenza. Siento que estoy en calzoncillos corriendo por la calle.

Esquivo a un vecino que está por salir del edificio. El portero me mira con cara de desaprobación. Corro, subo, me desinfecto, respiro.

Guardo las cosas en la alacena. Reviso mi lista de tareas. Me acuerdo de que nunca mandé el mail con los resúmenes de Antropología Sistemática III que me pidieron. Los mando. Guardo el disco externo. Entre papeles y cajas, revuelvo el cajón. Encuentro un estuche marrón. Adentro, el carnet de socio 3522 de Chacarita Juniors. También, encuentro el gorro piluso de mi abuelo con los colores de Argentina. Sigo revolviendo. El Saffa 9 dorado no aparece. No sé dónde lo habré dejado. A veces pienso que uso fósforos para evitar quemarme con ese encendedor olvidado. 

Salgo de vuelta a la calle, con barbijo, esta vez para pasear al perro. Un tipo iba en silencio por la calle, arrastrando los pies. Toda la calle desinflada y muda. ¡Qué raros que somos! Yo también lloraba ayer, lloré ayer y no sabía desde cuándo. Ni tampoco sé bien por qué. 

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *