Autores: Mauro Vázquez y Diego Tejerina
Lo que la cárcel cercena es la libertad de movimiento. Instituye un espacio de clausura y reclusión que separa a un grupo de personas diversas respecto del resto de la sociedad. Así, en principio, produce aislamiento. Para ello establece, en un acto permanente, un adentro y un afuera. Un límite tajante, construido en piedra y hormigón, que contiene ese adentro pero también ese afuera, y cuyas relaciones administra. La vocación deíctica del muro se corresponde con una regulación entre esos lugares: la cárcel es un gran dispositivo que reglamenta y controla las relaciones entre un adentro y un afuera. En ese acto también semiótico instituye diferentes lugares de enunciación.
Pero esa separación tan tajante no sólo aísla sino también une. Es desbordada por una serie de flujos de personas, objetos y lenguajes que entran y salen; que le dan ciertos sentidos al encierro y a la libertad. El CUSAM es un proyecto que está en ese límite: al borde del panóptico pero dentro del muro; afuera del régimen penitenciario y de las lógicas de los berretines, aunque atravesado por ellos; donde el adentro y el afuera más que borrarse coquetean, se funden. Aquí nos proponemos acercarnos a las experiencias de un egresado y un docente del CUSAM que viven y experimentan cotidianamente esos límites.
Sensaciones olvidadas
Era un amanecer distinto en el pabellón Nº 6, diferente a todos los que venía viviendo en la cárcel. Luego de más de 204 meses, había llegado la hora de cruzar los muros, y encontrarme con mi ansiada semilibertad. Me dirigí hacia el portón, la puerta más grande que he visto en mi vida: unos nueve metros de hierro que se unen en dos hojas grandes, muy similar a las puertas de los grandes castillos del medioevo. Me sentía yendo hacia un nuevo mundo que muchas veces había imaginado.
Tras la puerta me encontré con una jaula de hierro del otro lado del muro, un espacio intermedio entre el adentro y el afuera. Allí, la teoría de Weber se representa en su máxima expresión: la burocracia no solamente gobierna sobre los papeles que cada quien debe cumplir en la sociedad, sino que también los cuerpos están gobernados por papeles que determinan la propia vida, y ya nadie puede salir de esta gran jaula que encierra a toda la humanidad. Más allá de las rejas y los hierros, para mí significaba la manga de una cancha de fútbol y la hora de jugar el gran partido. Por algo me venía entrenado en el CUSAM para este gran momento. Con pasos firmes, pero llenos de tensión, mi cuerpo sentía que iba a dejar ese lugar por unos momentos. Mi mente pensaba en qué hay de cierto en las fantasías de todo preso que sueña con el afuera. Una ambivalencia entre lo real de la cárcel y la fantasía de ser libre, o viceversa.
Al salir de la jaula mis ojos por fin veían y empezaban a incorporar cosas de la llamada libertad. Mi primera imagen en el horizonte: una gran montaña de basura. Caminé costeando los muros de la cárcel hasta llegar a la primera barrera, un lugar de control muy similar a un puesto de aduana, donde me preguntaron dónde iba. Sin contestarles, les mostré mi identificación: un salvoconducto, es decir, un precario papel administrativo con mis datos personales y un sello inmenso del Servicio Penitenciario Bonaerense. El penitenciario, cuyo deber es estar inmóvil ahí por muchas horas corroborando quién entra y sale de la unidad, observó el papel y me lo devolvió diciéndome: “siga, que le vaya bien”. Al pasar la última barrera, empecé a experimentar lo que significa caminar solo, sin nadie a mi lado preguntándome dónde voy. Ese acompañamiento como de “sombra” es un ejemplo de la tensión plena que emplea la prisión a través de cada uno de sus agentes, constituyendo un dispositivo de seguridad en los cuerpos de la cárcel. Y eso no está solo en la presencia explícita de un candado, las puertas con rejas o los agentes uniformados y sus armas. Está también un poco más allá de lo objetivo, en los rastros que los dispositivos dejan en la atmósfera de la penitenciaría, en un canal perceptivo que se codifica de forma intersubjetiva.
Fuera de las fronteras de la prisión, me permití sentir que esos dispositivos no estaban tan presentes por donde mi cuerpo caminaba. Circular fuera de la prisión me permitía ver y sentir que tanto los árboles que acompañaban mi caminar, sus sonidos y su espesura, armonizaban mi semilibertad. El afuera que costea las alturas de los grandes muros del penal se volvía un eco subjetivo, que me preguntaba “¿cómo están los otros que caminan por este camino?” Observé los ojos de los penitenciarios que conocía y conozco de la cárcel y que mientras yo salía, ellos entraban a trabajar. Me llamó la atención su forma de saludar. Ya no era una mirada desafiante y un tono de imposición o de diferenciación con lógicas de seguridad. Ya no era un acatamiento de la norma, sino una forma más humana, de diálogo y no de imposición, sin miradas agudas de vigilancia y autoridad, ni cejas fruncidas.
Finalizado el camino vigilado por el control, retomé mi viaje libre en un automóvil hacia mi lugar de trabajo en el campus de la UNSAM. El sol que asomaba al mediodía me encontraba acompañado de mi compañera de vida. El viaje por José León Suárez comenzó por la parte de atrás de San Martín, desde la cárcel, que acompaña el aroma y la vista de toda la basura de las periferias del conurbano. En ese escenario de vulnerabilidad están las villas, los barrios. Son los vecinos del área Reconquista quienes viven cotidianamente esa realidad.
La calle DeBenedetti me mostró los diferentes contrastes del lugar que habité por muchos años: la cárcel y sus periferias. El barro, la basura, los colores opacos, el agua sucia que ingresa por las veredas, casas y calles de la villa, de pronto cambiaron. Aparecieron las veredas secas, sin niños y con árboles pequeños perfectamente podados. Mi cuerpo estaba viajando en un automóvil, pero mis ojos observaban todo eso nuevo de la libertad que mi percepción había olvidado. Mientras mi compañera me hablaba todas esas emociones se conjugaron en un cóctel más fuerte que un vodka. Traté de salir de todas esas percepciones que enmarcan un tiempo de interpretación pero lo único que pude lograr fue darme cuenta que no podía oír a mi compañera. Mis ojos solo observaban el mundo nuevo y trataban de incorporar los sonidos que empezaban a armonizar el afuera. Estaba en un estado de alerta donde todo parecía irreal, misterioso, como un sueño. Me costaba creer que fuera verdad. Cuántas veces había soñado con mi libertad: caminar a mi casa, abrazar a mis amigos y besar interminablemente a mi esposa. Frente a las fantasías de mi ansiada libertad había aparecido algo que mi mente nunca había pensado o imaginado.
Lo único que sé, es que en este cuerpo conviven el encierro y la libertad. Es una alquimia de emociones a la que no hay concepto ni ente que puedan hacerla tangible. Mis sentidos se rehúsan a ser encerrados y jamás se adaptarán al encierro. La emancipación muchas veces es amorfa y nace en lo impensado, como esto que emerge en todo mi ser y nace cada día como la flor del loto.
Punto de fuga
En la Unidad Nº 48 de José León Suárez doy clases desde el 2011. El proyecto apenas tenía dos o tres años. Recuerdo que la primera vez que estuve en una clase anotaba todo, con febril paciencia antropológica. El Mosquito, uno de los primeros estudiantes y propulsores del proyecto, del lado de afuera del aula y asomado a través de la ventana enrejada, ante un comentario de un estudiante me tocó la espalda y sonriente me dijo: “anotá eso que es muy importante”. Sobre todo en esa época, el estudiante del CUSAM se movía, entraba y salía del aula, y hasta permanecía en ella pero desde afuera, porque ese espacio fuera del Pabellón parecía ser un lugar más para el movimiento o el desplazamiento que para la detención de los cuerpos. Por suerte, y sin amagues, Mosquito rápidamente me había hecho entender que ellos no eran objetos, ni de estudio ni de educación. Quizás ese sea uno de los primeros efectos de sentido que produce el muro y el aislamiento en quien lo atraviesa: convertir en objeto a quienes padecen el encierro. Tanta piedra y concreto te embriaga con el sueño de ser una Medusa.
“Fantasmas no”, decía un cartel en la entrada del CUSAM. La cárcel no es sólo aquello que encierra, “un adentro”, sino que existe también para “un afuera”: es un sueño romántico a veces, paranoico las más de las veces. Para el afuera, el adentro es una incógnita difícil de sostener. La paranoia no es un trastorno muy paciente. La cárcel es allí un sueño de peligrosidad, de (in)seguridad, de violencia y muerte. “¿Te tratan bien?”, me siguen preguntando cuando digo que doy clases allí. “¿Es peligroso?”, insisten. La fantasía de la violencia se replica en series (Tumberos, El marginal), noticieros, periódicos, blogs, crónicas, libros, charlas, comentarios de usuarios en Internet. Con cuánta carga llena nuestra sociedad la entrada a lo previamente alterizado.
Y la cárcel, por lo menos el Complejo Penitenciario de San Martín, no es un lugar muy confortable para el relativismo romántico: el CEAMSE y el río Reconquista la rodean contaminando el aire, la tierra y el agua; el encierro y la superpoblación definen la convivencia; y la violencia penitenciaria y tumbera configuran el campo de interlocución.
Sin embargo, cruzar un muro durante siete años ininterrumpidos me creó un hábito, cierta indolencia. Te vas acostumbrando al mal olor del CEAMSE, a los puestos de paso de la cárcel, a la larga distancia entre la terminal del 237, en Lanzone, y a la UNIDAD Nº 48, al sentir la puerta de hierro cerrarse detrás de tu espalda. Pero también a que cuando te despedís de alguien con un abrazo, esa persona se queda, te mira irte detrás del golpe seco de esa misma puerta de hierro. No es frialdad; es una manera de sobrellevar las sensaciones que promueve el convivir con el tránsito, el pasaje y el aislamiento. De hecho, es todo lo contrario: en el CUSAM juego al fútbol, doy clases, he tocado la batería, participé en asambleas, paros activos, y diversas actividades y reuniones. Vi partidos del mundial, almorcé, estuve en programas de radio, escuché las más terribles historias pero también las más bellas, soy canal de chismes, y dirijo tesis. Participo activamente de una red de prácticas cotidianas donde la cárcel está tan presente que se camufla.
Yo creo que les docentes del CUSAM vivimos a la vez conscientes e inconscientes de la cárcel. Por un lado, somos parte de un espacio donde el salir de la cárcel organiza la paciencia, la esperanza, el pensamiento, el cuerpo, la sensibilidad. El CUSAM es la universidad pero también es un espacio de movimiento, sin vigilancia, lleno de voces que no son gritos. Los gritos de la cárcel aparecen ahí como un eco, quizás un coro, pero como fondo sonoro. Pero, por otro lado, también es un lugar que agota mucho. La cárcel no te pega de frente sino que te desgasta, silenciosamente, aunque sólo entres y salgas. En el CUSAM la cárcel está presente, ingresa, a pesar de los carteles que piden que los berretines, los fantasmas y las tumbeadas se queden afuera.
Los límites y fronteras son instituciones fundamentales a la hora de organizar la vida en común. Y en una cárcel uno puede experimentar de una manera, brutal, artificial, explícita y concreta, la existencia de un límite. Hace siete años que doy clases en el CUSAM. Es difícil concebirlo, desde mi punto de vista, como parte de una cárcel. Existe una regla no dicha, una norma implícita, que casi todes les docentes del CUSAM con quienes alguna vez conversé repiten: no se pregunta acerca del delito cometido por les estudiantes. Es una máxima difícil de llevar a cabo: en el CUSAM uno es parte de una comunidad de hablantes donde la información circula, en palabras o gestos, por lo que tarde o temprano se sabe, conjetura o intuye. Por más que no se quiera saber. Esa militancia por el desconocimiento (dentro de una institución que, como insiste Foucault, coloca al conocimiento como un punto nodal de organización de las relaciones de poder que la cimentan) permite gambetear estas operaciones de marcación y alterización que instituye el Estado. No soy un ente abstracto que transmite información o saberes. Soy un cuerpo lleno de prejuicios que tranquilamente puede reproducir las líneas de separación tejidas por la institución. Es muy común encontrarse con esa fuerza social que pretende clonar la condena, duplicar la pena impuesta por el poder judicial. No saber, en ese sentido, establece un punto de partida que liga: se trata de estudiantes, de cuarto año, del CUSAM. Y aunque algo tan simple como ver la sombra de la ventana enrejada en el piso me abstraiga de la clase, llenándome el cuerpo de gritos, relatos de violencia, traslados, buzones, y la lucha incansable contra la intrincada red penitenciaria y judicial, siempre vuelvo.
El pasoducto
La cárcel es un espacio que exagera los significantes de la separación: lo lejano, el basural, el muro, la vigilancia. Todo pareciera decir y sostener una convicción estatal clasificatoria e higienista. Sin embargo, también es necesario pensar el entre (algo así como el “entremedio” de Homi Bahbha pero sin posmodernismos). Para el semiólogo soviético Juri Lotman, todo límite es un espacio bilingüe, que participa de uno y otro lado. El límite no clausura: al contrario, une, comunica y regula el tránsito, por eso necesita del conocimiento de ambos lenguajes.
Todos los carteles en la entrada del CUSAM (“Sin berretines, amig@s”, “respete el espacio universitario”, “la única arma es el saber”) parecen interpelar a una única persona plural: el/la estudiante que viene y trae algo del pabellón. También intentan regular y contener lo que atraviesa un pasaje (llamado pasoducto) entre los pabellones y la universidad. Es el lugar en que ese afuera y ese adentro establecen una continuidad y se confunden; donde la lógica carcelaria (penitenciaria o tumbera) pierde sentido momentáneamente al ser desplazada por la lógica educativa y colectiva de la comunidad universitaria: paradójicamente, esa lógica carcelaria se instrumentaliza, se objetiva (se vuelve objeto de estudio), se autoregula. Y se convierte, como dice Lotman, en un espacio de tensión pero además de renovación, de generación de novedades, de nuevos sentidos. Un lugar de enunciación que es a la vez encierro y libertad, detención y movimiento, cárcel y universidad.