Lee ya no espera a sus clientes en la puerta de su negocio, apoyado contra el vidrio. Desde hace más de un mes que el barrio no es el mismo. Se apagaron las voces, los niños ya no van a la escuela, el tren no para en la estación y la banda de la esquina no se queda hasta tarde riendo a carcajadas. Figuras humanas ocupan las veredas, las sombras de esos pocos, que los faroles amarillos iluminan al pasar.
El anuncio de las nuevas medidas de aislamiento generó un estallido de compras preventivas por temor a la suba de precios y al desabastecimiento, lo cual hizo que la gente se abstenga de salir a la calle al ya haberse aprovisionado. Casi no entran clientes por la puerta del negocio.
Ahora, Lee espera dentro del local, sentado junto a la caja registradora. Encerrado en una estructura de acrílico transparente que se sostiene desde el techo y va hasta por debajo de sus hombros encorvados. Frente a él tiene la cinta mecánica. A su izquierda, la vitrina de los fiambres, con su propia caja de vidrio ya incorporada. Es usual que su esposa se siente detrás de ese cristal, entre el horno de pan y una pila de cajones de cerveza vacíos, atenta al celular que reproduce algún video que la hace reír.
Lee lleva puesto un mameluco, guantes descartables, barbijo y una máscara de plástico traslúcido sujeta de una visera en la cabeza, como si fuera un casco. Lo único sin tapar son los ojos, resguardados detrás de la careta transparente, fijos mirando el suelo, ya no levanta la cabeza para dar la bienvenida a aquellos que todavía entran.
Aunque hay mercadería en las góndolas, en algunos estantes, sólo se ven las grandes etiquetas pegadas pero sin los productos de referencia. Los más vacíos son los que contienen artículos de limpieza. Un cartel con la imagen de una lavandina es la única promesa de que el producto llegará en los próximos días.
Enfrente, en la esquina, una larga cola bordea la cuadra y llega hasta la mitad de la siguiente. La gente espera para poder ingresar a Coto. No es que haya tantas personas, sino que la distancia que marcan entre unos y otros toman el espacio que ocuparían dos o tres individuos. La fila parece tener vida propia, las personas se mueven de lado a lado, golpean el pie de forma compulsiva, miran sus celulares, se cruzan de brazos, suspiran, bostezan, pero no hablan entre ellos. El color de los barbijos contrasta con los tonos neutros de sus abrigos, resaltan las letras de colores vibrantes de la puerta, que se abre cada tanto para dejarlos entrar.
Antes de la cuarentena, Lee no tendría nada que envidiarle a Coto por su larga hilera de compradores. Sus clientes habrían formado filas hasta el final del pasillo más largo y frío, donde están las heladeras de lácteos. Ahora, una señora y una muchacha forman la fila para pagar, la chica que encabeza la cola, saluda y se acerca. La sonrisa sólo se le nota en los ojos, las mejillas se alzan por el borde de su tapaboca verde. Lee no la mira, como puede larga un “Hola” corto y seco. Mientras su primera clienta apoya los productos en la cinta, espera en silencio, toma un poco de alcohol en gel para sus manos enguantadas y una vez que ella finaliza el descargo de su bolsa, procede a pasar cada ítem frente al láser lector de códigos de barra. La muchacha juega con las puntas de su pelo negro mientras espera a que Lee termine.
El ruido repetitivo del lector, un pitido breve y agudo, hace eco. Las voces de los niños, la risa de los adolescentes cómplices y la música ya no están. Suenan los motores de las heladeras, el “pip” de la máquina lectora y el eventual ruido metálico que hace la caja registradora cuando se abre.
Lee pasa los productos de un lado de la cinta al otro. Se detiene en medio del proceso para advertirle a la mujer que espera en segundo lugar, que el espacio que está ocupando es muy cercano al de la primera chica. La forma diagonal de sus cejas delata su fastidio por tener que explicar lo obvio. “¡Atrás, atrás!”, exclama mientras hace un ademán con la mano. La señora, con ojos cansados, asiente sin decir una palabra y retrocede un metro, alejándose de la chica. No es suficiente para Lee, que sólo se remite a mirarla fijo con el ceño fruncido. La mujer toma un vistazo por encima de su hombro derecho y al darse cuenta de que no tiene a nadie detrás, vuelve a retroceder un paso más, formando un hueco en medio de la “fila”. Sus manos, marcadas por los años, se entrelazan en un nudo, espera paciente.
Lee vuelve a tomar los productos para terminar de agregarlos a la compra. Se le escapa un murmullo por la mascarilla, suena a decepción y frustración, aunque no se entienda en qué lengua. Cuando termina, deja ambas manos apoyadas sobre su regazo a la espera de que la joven guarde todo en la gran bolsa plástica que cuelga del hombro. Sus pequeñas manos nerviosas, abren la riñonera de cuero que lleva en la cintura, saca un sobre de tela que hace de billetera, apoya sobre la banda un billete de quinientos pesos y retira la mano. Lee vuelve a ponerse alcohol en gel, agarra el billete, abre la caja, prepara el vuelto y antes de entregarlo corta el ticket que sale impreso por un costado de la máquina. Imita el gesto de su clienta y apoya todo en la cinta mecánica. Antes de devolver las manos a su falda, las unta en alcohol. La muchacha acomoda su larga cabellera en un rodete improvisado, agarra el dinero y lo guarda con prisa dentro del sobrecito que luego mete en la riñonera. Se retira con paso ligero, sube el cierre de su campera y cubre la cabeza con la capucha, lo saluda por su nombre al cruzar el umbral de la puerta. Lee no le responde.
Mientras la señora que esperaba en la fila se acerca a la caja, aparece por el fondo la esposa de Lee. Mantiene el mismo estilo que su marido: mameluco celeste, guantes y barbijo blancos, todo descartable. La línea recta de sus cejas y sus ojos apagados son apenas reconocibles. Camina rápido, lleva en la mano derecha un balde rojo con agua gris-amarronada y en la izquierda un secador de piso. Saca un trapo del balde, escurre el excedente de agua y lo pone en el secador para limpiar el sector donde se había formado la fila. El olor a lavandina queda en el piso y perfora la nariz de cualquiera que pase cerca del manchón fresco. Vuelve a meter el trapo dentro del balde y se va otra vez hacia el fondo del local, entre las góndolas, desaparece.
La última señora avisa que abonará con “Mercado Pago”. Lee inspira profundamente y exhala con vehemencia, no dice nada, saca su teléfono celular, abre la aplicación y lo deja caer sobre la cinta, exhibe el código QR de la compra. Cuando implementó este medio de pago, les contó a varios de sus clientes lo difícil que era acceder al dinero que se depositaba allí. “Prefiero me paguen con plata”, había dicho. Hubiera negociado y ofrecido que le alcancen el dinero más tarde, con tal de no verse obligado a aceptar un pago virtual.
La pantalla de su Smartphone se vuelve verde, pago realizado. “Ya, Ya” dice Lee y guarda su teléfono en el bolsillo del mameluco. La señora termina de guardar sus productos en una bolsa con la leyenda “Yo te conozco”. Lee suspira y se deja caer contra el respaldo de la silla. Desde su pecera con fondo de licores caros, la observa retirarse a paso cansado, apenas desaparece por la puerta, posa sus ojos en las botellas de etiquetas coloridas del otro lado del pasillo, como si meditara. Después de unos minutos de estar quieto y mirar fijo, se levanta de la silla, se agacha para agarrar de abajo de la cinta mecánica un pulverizador blanco de una marca conocida y un rollo de servilletas descartables para cocina. Abandona su refugio pandémico, arrastra sus pies hasta atravesar el pasillo, se detiene ante las heladeras de bebidas. Pulveriza los vidrios, limpia el líquido, hace círculos con las servilletas que luego deshecha en un tacho de basura que tiene a un costado. Gira sobre sí mismo para volver a la cápsula preventiva, repite el procedimiento sobre la cinta mecánica, la caja registradora y todo aquello que esté dentro de su búnker y cerca de él.
Ahora, el hedor a lavandina es el que espera a los clientes en la puerta del mercado.
* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto