Ya no hay necesidad de esquivar artículos de mimbre, planterío o construcciones de fibrofácil. Ahora se pueden estirar las piernas. No hay traje y corbata, ni mujeres lactantes, ni viejos timberos. No hay guitarreo, ni dos por uno , ningún mártir ofreciendo su asiento a algún mayor o embarazada. Hay lugar de sobra.

El motorman da una última pitada. Larga una bocanada de humo y apaga el cigarrillo en un macetero de plástico roto, lleno de tierra reseca y otras cientos de colillas. Se calza  un par de guantes de látex y pega un chiflido. Se mete al tren y arranca el motor.

El chancho no cobra boleto, enfila directo a la cabina del conductor tratando de hacer equilibrio y no caerse, en una mano el termo en la otra un paquete de pepas. Saluda con la cabeza, como asintiendo, y se manda a la madriguera.

La marcha avanza, igual que el uniformado. La luz blanca de tubo que se refleja en su calva contrasta con el negro del traje. Ávido de documentación recorre el pasillo. Va uno por uno.

Un empleado de seguridad privada, caja torácica ancha y casi dos metros de altura va sentado junto a la ventanilla, al fondo del vagón. Chaleco verde flúor, celular apoyado entre  hombro y oreja, mira fijamente por la ventanilla. En la máscara de acetato que lleva puesta se refleja un retén en el paso nivel de San Fernando. 

El federal se planta en el pasillo, a un asiento de distancia. Una mano cerca del garrote la otra sosteniéndose del pasamanos.Le comenta algo inaudible. El seguridad apoya el celular en el asiento aledaño y busca en la mochila que lleva entre sus piernas. Desdobla un papel, lleva su mano al bolsillo izquierdo, abre la billetera y saca una credencial. Superpone uno encima de otro y se lo entrega. El uniformado asiente con la cabeza mientras lo inspecciona. Se lo devuelve. El seguridad lo mira fijo mientras acomoda sus piernas que chocan con el asiento que tiene enfrente. Recoge su celular y muerde su labio inferior moviendo la cabeza de lado a lado.

Icono de los noventa y símbolo de la privatización empresarial, el Tren de la Costa, que supo albergar turismo internacional siendo considerado como un “tren caro”, hoy camina con dos vagones mutilados y cuatro pasajeros, incluyendo un policía. Con poca circulación, sin tarifa y cómodo espacio, esta locomotora transporta a los excluidos , como nunca antes lo había hecho.

Una chica  de unos  veinte años se acomoda el tapaboca frente a la puerta vidriada. Frota con el pulgar la parte de atrás de su oreja derecha para aliviar la irritación del elástico. Por el reflejo de la puerta ve al policía detrás de ella. Se da vuelta, retrocede de a un paso a la vez, hasta de quedar sentada en un isquiático. Cincuenta centímetros hay de distancia entre la chica de tez trigueña y el oficial. Abrazando su cartera y presionando contra su pecho se le queda mirando fijo. Con su mano izquierda baja el barbijo.

-Ya me bajo en la próxima estación, ¿que quiere?- dice ella.

-Pedmitame su pedmiso de cidculacion y documendto- El oficial amaga bajarse el barbijo, pero solo descubre su nariz. Una mezcla entre chino y gangoso.

La joven se dirige a un asiento cercano manteniendo distancia. Apoya su cartera, se inclina, saca un folio, se acomoda el pelo , se incorpora y mantiene un papel sostenido en el aire. El policía saca su celular, apunta sobre el papel como tomando una fotografía. Se baja completamente el barbijo.

-¡No me deja escanearlo bien, sostenelo fijo! -exclama balanceándose de pierna en pierna para no perder el equilibrio.

-Micaela Bermúdez, ¿trabajas en industria alimenticia ,no? ¿Hasta dónde vas?- pregunta el oficial.

-Vivo en Victoria, vengo del laburo- cuenta la chica  mientras guarda el permiso en su bolso sin sacarle la vista de encima al uniformado.

Este le sonríe y guiña un ojo. La mirada del policía le recorre todo el cuerpo, de abajo hacia arriba mientras se coloca el tapaboca nuevamente. La marcha del tren desciende, las puertas corredizas se abren. Micaela camina con ceño fruncido por el andén mirando fijo al oficial, mientras se cierran las puertas y lentamente comienza el andar.

Afuera la noche avanza y los controles también. Sobre las costaneras del plata, en la zona norte del conurbano bonaerense, que en verano se ven atestadas de público en busqueda de aire limpio y aguas sucias refrescantes, camionetas y motos policiales rastrillan entre pastizales, ceibos y plátanos pelados. Las hamacas, toboganes y trepadores están todos encintados cual escena de un crimen. Los únicos tonos lumínicos son las gamas que varían entre el verde y el azul.  

En el vagón, el olor a cloro, se mezcla con el hedor de un ciruja que dormita dos asientos delante. De brazos cruzados cabecea con un cigarrillo que cuelga de la oreja. Su pelo largo y canoso se mezcla con mechones de barba que sobresalen de los agujeros del trapo que lleva tapando su boca. De camperon negro y suéter de colegio privado se balancea de lado a lado cuando el tren acelera.

El uniformado va hacia él. Le toca, infla un poco el pecho.

-Señod, ¿tene pedmiso de cidculacion y documento?- otra vez el gangoso. 

El ciruja inmutable continúa en  estado onírico. El oficial busca miradas cómplices.

-¡Señod pedmiso y documento! -reitera. 

Se saca el barbijo y lo vuelve a increpar, esta vez acompañado de un zarandeo.

-Señor ¿me escucha? ¡Muéstreme su permiso de circulación! -grita.

El ciruja golpea su cabeza con la ventanilla, se lleva las manos a ella y balbucea. Se cae un bolsón de consorcio que lleva sobre sus piernas desparramando una frazada sobre el piso. Mira al policía con ojos saltones y abre bien sus brazos.

-¡No tengo permiso, vivo en la calle! -grita el linyera.

-Estoy yendo hasta Vicente López. Ahí me bajo, paro ahí en el estacionamiento que hay en la terminal, te lo juro -trata de convencerlo cruzando el índice derecho sobre su boca.

Desde la otra punta se abre la puerta de la cabina.  Asoma el corta boleto con el barbijo a la altura del cuello. El uniformado mira el techo, la cámara de seguridad sobre su cabeza. 

-¡Dejalo, lo conocemos, tranqui!-grita el chancho.

Después de masticar, vuelve a cerrar la puerta.El oficial se coloca el tapaboca de nuevo y sigue de largo.Terminó su recorrido. Camina hasta el fondo del vagón. El ciruja le clava un dedo medio levantado a sus espaldas. Junta la frazada, la embolsa, se calza el tapa boca y me sonríe con los ojos, se la devuelvo.

Son las nueve de la noche y acá no se escucha ningún aplauso.

* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto

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