Mi cuerpo era un mar de emociones que estaba a punto de inundar todo a su paso cuando Vanina abriera la puerta de entrada. La ansiedad y la alegría por volver a ver a mi hermana era tan grande que casi no podía disimularla, caminaba de un lado al otro como no lo hacía desde el último día de libertad y estaba más irritable de lo normal. Pero a la vez, sentía una preocupación enorme por las semanas que se venían y una tristeza culposa por lo que tenía que ceder.
– ¿Sacaste todas las cosas de tu pieza como te pedí? –me preguntó mi madre por quinta vez en el día.
– Sí, si te dije que lo iba a hacer –asentí con tono de cansancio ante las reiteradas preguntas.
– Bueno, me voy al aeropuerto, en unas horas vuelvo.
Mi hermana no volvía a casa después de pasear al perro o de ir a hacer las compras al supermercado, sino que regresaba después de un año de vivir en Europa y haber estado varada durante más de un mes en Dinamarca. Es evidente que mi preocupación nacía del miedo de que pudiera ser una portadora del virus y contagiar a nuestra madre que es parte de la llamada “población de riesgo”. Por otra parte, la causa de mi tristeza era el tener que abandonar mi habitación y cedérsela durante dos semanas para que de ese modo pudiera cumplir con el aislamiento.
El día anterior a su llegada estuve ocupado en una situación bastante atípica para mí: “la mudanza”. Me pasé toda la tarde seleccionando entre un sinfín de objetos y ropas que quería que me acompañaran en mi habitación temporal. No me costó mucho tomar la decisión de sacar mis instrumentos musicales, aparatos electrónicos y camisetas de fútbol. Lo difícil fue desprenderse de objetos que en mi día a día son intrascendentes, pero que a la hora de despedirse cobraron un valor que antes no tenían. Me costaba abandonar hasta mis cuadernos y lapiceras que rara vez uso.
Pasadas las 3 horas de la partida de mi madre escuchamos el ruido de la alarma de un auto. Fue fácil darse cuenta de que se trataba de ellas por la reacción de los animales, que siempre parecen tener un sexto sentido para estos momentos. Paco, nuestro perro, movía tan rápido la cola de felicidad que parecía que iba a salir volando al estilo de los dibujos animados. Nuestra gata Rufina, que suele ser poco expresiva y bastante perezosa, se levantó de su siesta sobresaltada como si un balde de agua se le hubiese caído encima y se paró al lado de la puerta junto a Paco con una notable curiosidad.
El tiempo pareció detenerse abruptamente, el trayecto de mi madre y mi hermana hasta la puerta pareció durar más que el viaje de ida y vuelta hasta el aeropuerto. Mis otras dos hermanas, Juliana y Martina, y yo estábamos parados frente a la puerta prestando atención; parecía que ese pedazo de madera con picaporte se había convertido en la pantalla de un cine y estaba pasando una de esas películas de suspenso que te mantiene alerta hasta el último instante. Se abrió la puerta y eso desencadenó los ladridos y maullidos más fuertes que escuche en mi vida. Sin embargo, esa felicidad y esas ganas nuestras y de los animales de fundirnos en un abrazo iban a tener que esperar dos semanas.
Fue una escena muy fría y totalmente contrastante con la emoción que sentíamos todos en ese momento. Ver a alguien después de un año y sólo hacer contacto visual acompañado de una sonrisa de complicidad es todo aquello que va en contra de nuestra identidad como argentinos. Casi sin intercambiar palabras, Vanina se dirigió a mi habitación donde iniciaría su cuarentena. Catorce días aislada en medio de nuestro aislamiento.
Los primeros días fueron difíciles para todos. Me costaba acostumbrarme a compartir habitación con mis hermanas y perder la privacidad a la que estaba acostumbrado. Mi nueva cama no parecía tan cómoda como la original y no encontraba momentos de silencio y tranquilidad aunque me lo propusiera. Así que me tuve que aventurar casi al estilo Indiana Jones a redescubrir mi propia casa y sus diversas habitaciones.
Mientras yo trataba de acostumbrarme a vivir fuera de mi espacio, Vanina pasó de recorrer la inmensidad del mundo durante un año a tener que acostumbrarse a que sus días transcurran entre cuatro paredes. Al principio la felicidad y la tranquilidad de estar en casa sumado a que, al estar encerrada, le escapaba a los quehaceres, la hacía disfrutar de sus días. Era casi como un largo y merecido descanso después de su larga travesía y ella estaba dispuesta a aprovecharlo.
Pero si ya los cuidados eran excesivos estando en cuarentena, al tener a una posible infectada en nuestra propia casa todo se volvía más tedioso y complicado. Cualquier cosa que entrara y saliera del espacio de Vanina era tratada como un objeto proveniente de Chernobyl. Entre todos nos volvimos una especie de sirvientes que le alcanzaban bebida, alimentos y cualquier cosa que necesitase para sobrellevar la situación de la manera más amena posible.
Mientras mi hermana se había acostumbrado e instalado desde los primeros días, yo, después de una semana seguía sin encontrar mi lugar en la casa.
– Ma, ¿puedo ir a tu pieza? –pregunté con una expresión de desgaste que se hacía notar con tan solo verme.
– ¿Para qué hijo?
– Tengo que cursar y es el único lugar de la casa vacío.
– Si anda, pero no me desordenes nada.
Si la cursada virtual ya era estresante para mí, esa primera semana fue un calvario. ¿Cómo hace uno para prestar atención y estudiar sin tener el lugar indicado? La clase de sociología arrancaba en la cocina, hasta que alguna de mis hermanas decidía ponerse a cocinar. Frustrado me movilizaba al comedor donde deseaba encontrar la tranquilidad que necesitaba; lo conseguía durante veinte minutos hasta que mi madre agarraba el control y prendía la televisión…
Los últimos días fue muy claro cómo se invirtieron los roles. Vanina parecía no soportar más el no poder hacer casi nada por su cuenta y estaba con un humor fatal. Yo, en cambio, había logrado apropiarme de lugares a los que antes prácticamente no recurría y había construido una relación mucho más directa y cercana con mis hermanas. Casi que me había olvidado lo mucho que extrañaba estar solo entre cuatro paredes la mayor parte del tiempo.
Al final logré entender lo importante que eran ciertos lugares. Me di cuenta que la cocina no era solo para cocinar, sino que también un gran lugar para compartir mates y charlas; que el comedor no era solo para comer, también podías disfrutar de ver películas y series en familia; y que, hasta el baño ofrece una gran acústica a la hora de tocar la guitarra y cantar.
– Menos mal que hoy es el último día porque no aguantaba más. ¿Cuánto falta para que pueda salir? –Vanina preguntó eso reiteradas veces casi como esperando que bajara el tiempo de espera, pero la respuesta era siempre la misma.
– A las 23:35 se cumplen los 14 días, vas a tener que esperar dos horas más.
Esos últimos minutos de Vanina encerrada pasaron prácticamente desapercibidos porque tuvieron la fortuna de coincidir con el cumpleaños de nuestra madre. Había llegado el momento de soplar las velitas y casi sin darnos cuenta ella estaba ahí. Se había sentado en la mesa con nosotros, tenía la cara un poco cansada, los pelos revueltos y el pijama todo arrugado. Se paró enojada porque nadie había traído los fósforos y las servilletas para empezar a festejar. Parecía que nunca se hubiese ido realmente y, ahora sí, estaba más que lista para brindar todo el cariño (y algún enojo también) a sus familiares y sobre todo a sus queridas mascotas.
Solo quedaba volver a mi querido espacio. Lo que imaginaba en los días previos como una experiencia en aguas turbulentas y muy sufrida termino siendo más parecido a navegar en un lago de la Patagonia un día de sol. Necesitaba llenar la pieza con mis cosas lo antes posible para volver a conquistar ese territorio de mi casa. Poner las guitarras en su esquina, las camisetas en su cajón y mi computadora en su rincón fue como volver a darle vida e identidad a un lugar que estaba vacío y sin mi presencia para mí no valía nada.
Realmente fue toda una aventura el desprenderme de mi hábitat natural y sobrevivir en el intento. Mi hermana, para tranquilidad de todos, confirmó no tener ninguna enfermedad, la casa resultó ser mucho más grande de lo que esperaba y mis hermanas demostraron ser bastante divertidas cuando quieren serlo. Esta experiencia me dejó conclusiones que, sin embargo, en vez de tranquilizarme, lo único que lograron fue despertar una nueva y gran incógnita: ¿mi pieza seguirá siendo el mismo lugar del que me fui?
* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto