Nuestras preguntas comienzan cuando la mirada se posa en algo o alguien que llama la atención. En esta nota, la autora dirige su mirada a sus compañeros mayores, interrogándose por la persistencia de desigualdades dentro de la Universidad. “¿Vos querés saber por qué nosotros entramos y abandonamos?”, fue la respuesta a esa escucha.
A pesar de que ya era abuela
un día quiso ir a la escuela.
La vio la maestra asustada
y dijo: “Estás equivocada”.
Y la vaca le respondió:
“¿Por qué no puedo estudiar yo?”
María Elena Walsh
Llovía a cántaros. Lo único que me animaba a atravesar el diluvio matutino era saber que después de esa clase mi fin de semana se daba por iniciado. Esquivaba charcos. Acelerada por llegar tarde, mis pensamientos oscilaban entre las lecturas para la clase de Teoría Antropológica Clásica y la crítica a la frecuencia del tren, que hace de la muchedumbre del conurbano una cacerola a punto de ebullición. Al levantar la mirada, divisé la silueta de un cuerpo encorvado entrando en la Universidad, sacándome varios pasos de ventaja. Tal vez su caminar pausado entre tanta gota densa fue lo que llamó mi atención. Pese al cabello corto y mi vista todavía algo dormida, pude reconocer que se trataba de una mujer, de una señora, para ser más precisa. Ya unos metros más cerca, entrando al edificio Tornavías, identifiqué que se trataba de mi compañera, Andrea . La antropología, mis pies mojados, el tren explotado, se suspendieron para dar lugar a otra pregunta. ¿Qué hacía Andrea, a los 71 años entrando a una clase en la Universidad?
“¿Qué hacía Andrea,
a los 71 años entrando
a una clase en la Universidad?”
En los años que cursamos juntas, nunca se lo pregunté. Mi silencio se basaba en el supuesto de la educación pública como derecho: tanto ella como yo teníamos la posibilidad de estar ahí. Pero las inquietudes perduraron más allá de ese encuentro. Y ya no sólo en relación a Andrea, sino a todo compañero o compañera cuya cabellera grisácea pusiera en cuestión ese supuesto camino “normal” de la clase media (¿intelectual?): “Salir del secundario, formarse en una carrera universitaria, para luego tener una profesión y dedicarse a ella”.. Si yo creo reconocer en esa fórmula la razón de mi tránsito por la universidad, ¿cuáles son las suyas?
De eso se tratan estas líneas; de reflexionar acerca de mi experiencia con compañeros adultos mayores en las aulas de la carrera de Antropología en la Universidad de San Martín. Si tanto la sociología como la lucha por políticas públicas educativas inclusivas históricamente pusieron el foco en la clase (por ejemplo, “Los Herederos” de Pierre Bourdieu), el género (como el ingreso de las mujeres a la universidad) y la etnia (la implementación de cuotas afirmativas para la comunidad afro en Brasil, donde la antropóloga Rita Segato se vio más que involucrada), a la hora de pensar la inclusión en la Universidad, ¿no será lo etario otra arista interesante desde donde pensar la educación y, sobre todo, sus formas de desigualdad?
Junto a las inquietudes, llegaron los recuerdos: anécdotas que hasta ahora no guardaban ningún sentido o valor. Me acordé que en el primer año de la carrera Andrea se sentaba adelante, sobre el lado izquierdo de la clase que tomábamos juntas. Me sorprendía que tratara de usted al profesor, mucho más joven que ella, mientras el resto de los alumnos no lo hacíamos. Él, por su parte, nos tuteaba. Ahora pienso: me hubiese gustado saber cómo era el trato puertas afuera. ¿Qué rasgos de la autoridad se ponían en juego en las interacciones? Dentro del aula, sin embargo, ciertas características (ser docente) parecen elevarse sobre otras (ser mayor), influenciando en los tratos y las figuras de autoridad.
También recordé que ya avanzada en la carrera, cursaba con Ana uno de los talleres para la redacción de la tesina. En la definición de los temas de investigación, una de las reflexiones de la clase giraba en torno a la distancia analítica y la accesibilidad entre los investigadores y los sujetos de nuestro “campo social”. Ana estaba interesada en estudiar las configuraciones artísticas urbanas, en particular la de los grafiteros. Se preguntaba, sin embargo, hasta dónde su distancia etaria se volvería un impedimento para abordar un grupo social conformado principalmente por jóvenes que, además, se encontraban transgrediendo normas al marcar el espacio público urbano. Pero daba la impresión de que era más un miedo a que el “campo” la rechazara que la intención de mi compañera por estudiar este grupo. Frustrada, decidió en la siguiente clase virar su tema hacia “mujeres de la cuarta edad”. Creía que su acceso al campo sería mucho más fácil, incluso natural.
A nosotros, sus compañeros, nos resultaba un tanto llamativo el cambio abrupto de tema, dedicándole algunas conversaciones (con un tinte hasta burlón) fuera del aula. Como si la búsqueda casi esquizofrénica de tema de tesina no fuese un asunto que nos atormenta hasta en sueños a casi todos los alumnos, sin discriminar en el abanico etario. Tras idas y venidas, Ana dejó el taller, reprochando que tal vez no estaba preparada para decidir su tema de investigación.
Tiempo después quise conocer de cerca alguna de estas experiencias relatadas en primera persona, Luis accedió a juntarse a conversar conmigo. No recuerdo muy bien la primera vez que lo había visto. Creo que su presencia empezó a llamarme la atención en el primer semestre de la carrera. Siempre sentado en primera fila. Si yo me consideraba puntual, él directamente se caía de la cama. En las clases, nunca faltaban comentarios suyos. Se daba el permiso de salirse de los textos, de destruirlos retóricamente, de tomarlos como punto de partida hacia un viaje indagatorio que terminaba sólo porque finalizaba la clase.
Pero los viajes mentales no son los únicos que Luis se permitía hacer. Ahora, en este encuentro, me contó que hace unos pocos años atrás viajó de mochilero con una amiga suya a Bolivia. Primero llegaron hasta Tucumán y fueron subiendo hasta llegar a la frontera. “Yo sigo”, le dijo firme este septuagenario a su compañera de aventuras. “Pensé que bromeabas cuando decías que ibas a cruzar a Bolivia”, le contestó ella. El mismo tono de broma percibió su familia cuando Luis les dijo que iba a estudiar Sociología en la UNSAM. Pero en ambos casos hablaba más que en serio.
“Se daba el permiso de salirse de los textos, de destruirlos retóricamente, de tomarlos como punto de partida hacia un viaje indagatorio que terminaba sólo porque finalizaba la clase.”“¿Hasta qué punto aquello que tranquilamente calificaba como deserción por “asuntos personales” no es en realidad parte de una maquinaria universitaria que, aunque bien intencionada, plantea ciertos obstáculos para quienes entrados en otra etapa de la vida (post laboral) deciden aventurarse en el camino del aprendizaje académico?”
En el inicio de nuestra charla marcó la problemática: “Vos querés saber por qué nosotros entramos y abandonamos la Universidad, ¿no?”, me preguntó casi desafiante. Si mi interés inicial estaba regido por conocer las motivaciones que lo llevaban a estudiar Sociología en la universidad, aquella pregunta se configuraba a partir de su propia interrogación.
En ese momento, recordé que no volví a ver más a Andrea por los pasillos de Sociales. Tampoco a Ana, ni a varios de mis compañeros mayores.
Ahora me pregunto: ¿Hasta qué punto aquello que tranquilamente calificaba como deserción por “asuntos personales” no era en realidad parte de una maquinaria universitaria que, aunque bien intencionada, muestra ciertos obstáculos para quienes entrados en otra etapa de la vida (post laboral) deciden aventurarse en el camino del aprendizaje académico? ¿En qué medida la universidad como institución social, replica formas excluyentes que encontramos en otros ámbitos societales? Y más aún, ¿qué responsabilidad o desafío tenemos, alumnos y docentes formados en Ciencias Humanas y Sociales frente a estas presencias dislocantes?
Los adultos mayores además de tener derecho a la asistencia social, a una vivienda digna y seguridad jurídica, tienen derecho a la educación. Algunas universidades nacionales como las de Rosario, Lanús, San Juan y Buenos Aires, ofrecen programas universitarios específicos para estas personas. Sin negar la importancia de dichas iniciativas, considero que el desafío consiste en pensar una inclusión más fructífera en las aulas de todo el país. Aulas que celebren la diversidad en todas sus facetas, y esto incluye el abanico etario. Si la discriminación (como una de las formas de la exclusión) hacia los adultos mayores se expresa de distintas formas en la sociedad, cabría luchar para hacer valer un derecho que en la práctica no es negado pero tampoco está garantizado.
Aficionados de Castaneda abstenerse: esto nada tiene que ver con el shamanismo, y mucho menos con el peyote.
Los nombres son ficticios para resguardar la identidad de las personas de las que hablo en este intento de reflexión.Las edades tampoco son exactas. Las situaciones que despliego son anecdóticas, recuerdos (algunos más difusos que otros) que me permiten, años más tarde, construir preguntas “sociológicas”.
Se preguntará usted: ¿a qué edad se circunscribe la categoría de “adulto mayor”? En varios organismos de nuestro país se toma a partir de los 60/65 años, pero desde las Ciencias Sociales, por lo menos, sabemos que trabajar con categorías tan estrictas a veces nos limita posibles preguntas e interpretaciones. Particularmente, me inclino más por el lado de la autoadscripción categorial. Pero toda esta discusión nos llevaría a otro tipo de interrogantes (válidos también) que exceden esta publicación.