El viaje funciona como un privilegiado mecanismo de deconstrucción, una forma de resignificar lo propio a partir de lo ajeno. Estas dos experiencias de intercambio académico revelan el conocimiento de nuevas formas de cultura política en países tan parecidos, y a la vez, tan distintos: México y Argentina. Historias de lucha social, flujos migratorios y reivindicaciones de derechos humanos convergen en los dos relatos, al tiempo que la universidad pública se vuelve horizonte de posibilidad. Terminó la clase de antropología audiovisual y el maestro empezó a pasar lista.

 

¿Abel García Hernández?

¿Alexander Mora Venancio?

¿Antonio Santana Maestro?

¿Benjamín Ascencio Bautista?

¿Carlos Iván Ramírez Villarreal?

¿César Manuel González Hernández?

Corría el año 2014 y hacía poco más de un mes que había empezado mi estadía de intercambio en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), en México. La verdad, no estaba segura de conocer los nombres de todos mis compañeros, pero la situación empezó a extrañarme porque el docente no encontraba rostros coincidentes con los nombres que decía. A pesar de nuestras respuestas negativas, nombre tras nombre, él seguía buscando.

¿Christian Alfonso Rodríguez Telumbre?

¿Emiliano Alen Gaspar de la Cruz?

¿Felipe Arnulfo Rosas?

¿Giovanni Galindes Guerrero?

¿Israel Jacinto Lugardo?

Mientras la lista avanzaba, sumé otra dimensión a mi extrañamiento: la cantidad de estudiantes nombrados superaba a los diez que cursábamos esa materia. A una compañera, argentina como yo, le pareció que tal vez se trataba de una lista de otro salón de clases, pero la respuesta del profesor fue tan negativa como la nuestra, y continuó nombrando:

¿Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa?

¿Jorge Luis González Parral?

¿José Ángel Campos Cantor?

¿José Ángel Navarrete González?

Absorta, yo misma empecé a dudar de que el docente tuviera la lista correcta, y cuestionando su verdad, internamente me pregunté “¿nombró mujeres?”. Buscando cómplices ante mis dudas,  encontré la mirada de mi coterránea y de otra compañera que tenía los ojos llenos de lágrimas. Silenciosas, ellas me llevaron a la búsqueda de otros extrañados, y fuimos multiplicando miradas.

¿José Eduardo Bartolo Tlatempa?

¿José Luis Luna Torres?

¿Leonel Castro Abarca?

¿Luis Ángel Abarca Carrillo?

¿Marcial Pablo Baranda?

¿Marco Antonio Gómez Molina?

¿José Luis Luna Torres? Entre la marea de nombres, ese quedó resonando en mí, mientras la voz del profesor se volvía un monótono sonido de fondo. El nombre de José Luis ya lo había visto escrito. Los desconciertos, el silencio, los llantos y la escucha colectiva de estos nombres, que cada vez sonaban más conocidos, contribuyeron a exacerbar el latido de mi corazón y, poco a poco comenzaron a flotar en el ambiente las imágenes de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa unas semanas atrás.Había viajado a 8.000 kilómetros de distancia desde Argentina, gracias a una beca de movilidad otorgada por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Mi dedicación en la UAM se componía de cinco hermosas materias, que hoy -a una tesina de terminar mi Licenciatura- recuerdo como fundamentales en mi proceso de aprendizaje, además de tenerles mucho cariño. El campus que me recibió está ubicado en Iztapalapa, periferia urbana del Distrito Federal. Desde aquella posición en el mundo, participé del fenómeno con epicentro en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa (casa de estudios de los desaparecidos en el Estado de Guerrero). Dicho acontecimiento había aparecido aquel día en la clase de antropología audiovisual, gracias a un docente comprometido con la responsabilidad social que su paso por la universidad pública le otorgaba.Cuando se completó el conteo de los 43 estudiantes -que no tenían nuestros nombres, no compartían nuestra clase y no podían estudiar como nosotros-, por unos segundos, el silencio y ellos fueron los protagonistas de la atmósfera. Esos nombres podrían haber sido tildes en la lista del profesor o voces dispersas en la clase, pero la maquinaria desaparecedora del “Narco-Estado” -como llaman algunos mexicanos al sistema de alianzas entre el conjunto de instituciones formalmente democráticas y el narcotráfico-, no había ingresado a la fuerza en nuestra universidad. Una vez superada la conmoción colectiva de la verdad revelada, fuimos invitados a debatir. Distintas voces hablaron de “injusticia”, de “violencia naturalizada” y de la “responsabilidad del Gobierno de Peña Nieto”. Como argentinas, mi coterránea y yo fuimos preguntadas por los 30.000 detenidos-desaparecidos del distante Sur. En respuesta, hablamos de las complicidades civiles que había tenido nuestra dictadura, de las políticas de derechos humanos que se habían llevado a cabo desde el regreso a la democracia, de cómo las escuelas a las que fuimos nos habían enseñado aquel hecho bajo el concepto de “Nunca más”, de la reinvención del compromiso político en la generación de la que éramos parte en nuestro país.“Esos nombres podrían haber sido tildes en la lista del profesor o voces dispersas en la clase, pero la maquinaria desaparecedora del “Narco-Estado” no había ingresado a la fuerza en nuestra universidad.”La compañera que había estado llorando, nos detuvo diciendo que eso era “imposible en México”, que cualquiera que tuviera algo que ver con la política, aunque hubiera accedido con intereses de cambio, terminaba “corrompiéndose por un puesto” porque “la política es basura”. A partir de esta intervención, pensé en las posibles conexiones entre Argentina y México, derivadas de la desaparición forzada de personas, en los múltiples efectos que estos fenómenos producían en cada país y en aquellos exiliados argentinos de la dictadura que se habían instalado justo donde yo estaba realizando mi intercambio. La reflexión quedó latente aún cuando salimos del aula.Al día siguiente hubo paro en la Universidad y múltiples marchas, desde diferentes puntos de la ciudad, hacia El Ángel, monumento dedicado a la Independencia mexicana (ubicado en Avenida Reforma, 3 km al suroeste del centro histórico del D.F.). Desde las seis de la mañana hasta las trece del día, junto a mis compañeros mexicanos, un español y otros argentinos, fuimos parte de las actividades estudiantiles de resistencia en la UAM Iztapalapa.Durante aquella jornada, inesperadamente aprendí algunos detalles de la física cuántica, gracias a un estudiante de la carrera de Biología: “El gato en la caja puede estar vivo o muerto, depende de tu observación”, me explicaba mientras pintábamos una bandera con la insignia universitaria. “¿Éramos los observadores de las cajas de Ayotzinapa?”, pensé. “Y tú, allá en Argentina, ¿participas también de los paros y las movilizaciones?” me preguntó luego un estudiante de Ciencias Políticas que también se encontraba presente. “Sí, pero es que ahora no estamos haciendo paros, porque mi universidad es muy nueva y además estamos viviendo un momento bastante estable en mi país”, le contesté. Sentí el anacronismo.A las trece salimos hacia El Ángel y cruzamos toda la ciudad en metro. En la entrada del transporte alguien gritó “¡Metro popular! ¡Metro popular!”. El canto se hizo colectivo y todos pasamos sin pagar el pasaje, que desde hacía unas semanas había aumentado considerablemente su precio. Tanto en la línea verde como en la rosa del metro, a la que nos tuvimos que cambiar para llegar a destino, viajamos apretados hasta los huesos.Cuando llegamos a Insurgentes, estación ubicada cerca del acontecimiento, nos encontramos con muchísimas personas a las que nos unimos para empezar a caminar hasta Avenida Reforma. Sobre el gentío pude ver mayormente jóvenes y adultos, agrupados por universidad, centros culturales, gremios sindicales y por familiares y amigos de las víctimas, pero a diferencia del protagonismo que tienen en Argentina, las agrupaciones políticas no eran aglutinantes de este reclamo.“Pensé en las posibles conexiones entre Argentina y México, derivadas de la desaparición forzada de personas, en los múltiples efectos que estos fenómenos producían en cada país y en aquellos exiliados argentinos de la dictadura que se habían instalado justo donde yo estaba realizando mi intercambio”.En el recorrido de las cuatro horas que transcurrieron hasta llegar al Zócalo (plaza central de la capital), la mirada fue abriéndose cada vez más. Vi algunas parejas, pocas familias, muy pocos niños y no recuerdo haber visto personas de más de 70 años de edad. Las últimas dos franjas etáreas que habían sido protagonistas de las últimas manifestaciones anuales del 24 de marzo en Argentina, no cabían en un contexto de marcha en la que, cada dos o tres cuadras, todos avanzábamos corriendo como recreando escenas de persecución. La mayoría cargaba carteles con imagen y nombre de alguno de los 43 desaparecidos, similares a los que cargamos los argentinos en las marchas contra la dictadura. Otros tenían palabras de dolor, resistencia o repudio en sus mensajes. Dos de ellos me llamaron la atención por contener los conceptos de “Nunca más” y “Memoria, verdad y Justicia” que usamos en Argentina. También había grupos que hacían performances teatrales y ciertos vozarrones, cada tanto, empezaban a contar “1, 2, 3, 4, 5 (…)”. Poco a poco nos íbamos sumando “6, 7, 8, 9, 10 (…)”, hasta llegar a los 43. Entonces, quien había comenzado arengaba ¡Vivos se los llevaron…! A lo que todos contestábamos con fervor, ¡…vivos los queremos!“Dos carteles me llamaron la atención por contener los conceptos de <<Nunca más>> y <<Memoria, verdad y Justicia>>, reivindicaciones que usamos en Argentina.”Este evento se inscribió en mi historia de vida. En los casi cinco meses que viví en México, fui parte de seis marchas, reclamando justicia tal como lo había aprendido en mi país de origen. Sin embargo, en este otro país, que hoy también siento propio, mi repertorio de formas de reclamo se vio enriquecido. La oportunidad que el Estado argentino me dio para viajar por el mundo buscando ampliar las fronteras del conocimiento, se hizo carne en esas marchas. La casa de estudios que me albergó, hizo lo suyo y cumplió la función contenedora y disciplinante de un modo admirable, pero el sentido más profundo lo encontré en haberme comprometido con el dolor social que venía de esos otros, en vivir con ellos en un mundo construido a partir del intercambio. El hogar se volvió más grande a partir de esta experiencia.Hoy, a dos años de haber comenzado aquel viaje, lo continúo con el compañero de vida que allí conocí. Con estudios de por medio y militancia activa, vivimos una historia de amor que dio sus primeros pasos entre esas marchas, la UAM y algún que otro pulque. Ahora, él vive en Buenos Aires y nuestros deseos de volver a aquel México se fundamentan, entre otras cosas, en una necesidad compartida de transformar el país que vio nacer nuestra vida juntos. Si bien, los márgenes de ese hogar se amplificaron, los habitantes del mismo perdimos otras 43 personas, a causa de la incomprensión y el terrorismo de Estados que temen a los que no tenemos miedo. Ya no se trata de los desaparecidos de otros, ahora son nuestros desaparecidos.

Julieta Concilio

Dos meses antes de llegar a Buenos Aires, Guadalajara, la ciudad donde nací y me crié, amanecía bloqueada en 39 puntos de sus vialidades más importantes por fuerzas del crimen organizado. Al son que tocan los autos y buses cuando se achicharran, un helicóptero de la marina era derribado en el sur del Estado de Jalisco por un lanzagranadas del Cartel de narcotraficantes.

Tres horas después de haber tomado el primer mate desde mi llegada a la ciudad del tango, me enteré, revisando mis redes sociales, que cinco personas, entre ellos un periodista y una activista política críticos de la administración de Javier Duarte en Veracruz, habían aparecido asesinados en un departamento de la colonia Narvarte en la Ciudad de México. Aquel incidente sucedió a tan sólo tres cuadras de la casa donde me suelen hospedar mis amigos capitalinos cuando visito la ciudad.En aquel verano boreal del 2015, México ya era lo que es hoy: un país en llamas. Argentina, por su parte, vivía el último invierno de un proyecto político surgido de la más profunda crisis económica y social que el siglo XXI ha visto en Latinoamérica. Para entonces, las principales avenidas porteñas presentaban ante mis ojos un sin fin de afiches con rostros en su mayoría desconocidos. Las elecciones primarias colocaban a Daniel Scioli y Mauricio Macri como los candidatos más factibles para relevar a Cristina Kirchner en la presidencia de la nación.“En el verano boreal del 2015, México ya era lo que es hoy: un país en llamas. Argentina, por su parte, vivía el último invierno de un proyecto político surgido de la más profunda crisis económica y social”Eran tiempos electorales en la Argentina y conforme fui integrándome a la ciudad que me albergaría por un año durante mi estancia académica en la Universidad Nacional de San Martin, viví acaloradas discusiones entre empanadas y vino. Mientras algunos de mis primeros amigos locales enumeraban las virtudes del gobierno de Cristina, los detractores evocaban un cambio en la dirección de la política económica.

***

Hay quienes dicen que basta entrar a una librería en la avenida Corrientes y una en la Ciudad de México para darse cuenta del gran desconocimiento que hay entre una y otra cultura. Pienso en esa frase e inmediatamente mi mente evoca la imagen de una chica entrerriana corriéndose sutilmente las lágrimas de sus ojos en la plaza de El Bolsón, al contarle mi versión sobre los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, en septiembre de 2014. “Es realmente triste que en México estén pasando cosas que aquí ya pasaron”, sentenció ella con un ceño profundamente conmovido.

Ahora también recuerdo que durante los meses anteriores a octubre de 2015, miraba con extrañeza la utilización de términos como ‘’neoliberalismo’’, “fondos buitre” y “retenciones a los exportadores” en escenas de la vida cotidiana. Si bien los tiempos electorales agitan la discusión política en las sociedades, la manera en que ésta se llevaba a cabo en Buenos Aires se contraponía con la de México. Allí, hasta estudiantes de ciencia política suelen rematar cualquier discusión con aquella frase aprendida de los abuelos: ”el PRI roba pero deja robar”.Los 12 años de gobierno kirchnerista me dejaban una reflexión precoz en la mente: las consecuencias en la cultura política argentina después de la crisis llevaron a una mayor politización de la vida pública. La ‘’heterogeneidad’’ discursiva que se había alcanzado en los medios de comunicación me generó una falsa impresión: creí que la proliferación de un clima intelectual crítico del neoliberalismo impulsado desde el gobierno, y su reflexión sobre las consecuencias del modelo que la sociedad argentina vivió en carne viva, impedirían, por puro sentido común, la llegada de Mauricio Macri.***

Al irme de Guadalajara, hace casi un año, arrastré conmigo una imagen terrorífica sobre el futuro de México y las consecuencias de las reformas estructurales que la administración de Enrique Peña Nieto había logrado hacer en la Constitución. Tampoco pude despojarme de la manera grosera en que los medios de comunicación habían tejido aquella estrategia electoral en el 2012.

Ahora, me voy de Argentina con la experiencia de haber visto cómo los medios de este país desgastaron con todo su poder al adversario de turno, fabricando una cara plástica, ridícula y absurda, y encubriendo así los intereses de aquellos que pretenden fortalecer su hegemonía cultural y económica en América Latina.

De México traje aquella idea que el escritor Carlos Fuentes planteaba sobre la identidad latinoamericana como una continuidad histórica indo-afro-iberoamericana. Nuestra región, y particularmente la Buenos Aires a la que llegué, es una ciudad que gime mezcolanza: el vaivén eterno de los que emigran y emigraron, la orgía lingüística y las costumbres paraguayas, senegalesas, francesas, colombianas, y chinas yuxtapuestas al proceso acabado de colonos europeos que arribaron a esta tierra a principios del siglo XX, cimientan una identidad Latinoamericana particular.

Me llevo de Argentina y los países limítrofes que visité en este año, la certeza de que así es. La profusa cantidad de almas con diferentes pasaportes con las que tuve la fortuna de encontrarme y compartir algún atardecer, las estrellas nocturnas, o alguna charla amena, así me lo demostraron.***

Como región nos encontramos transitando tiempos álgidos, en términos de política y economía internacional. Una cierta inconsciencia sobre la existencia de una hermandad entre nuestras culturas, dificulta aún más el camino por recorrer. No importa que las maletas que traje cargadas de esperanza, se vayan de Argentina con una cifra de casi 150 mil despidos tras seis meses del gobierno de Mauricio Macri, y lleguen a Guadalajara en medio de una lucha popular que va más allá del conflicto magisterial y que afecta a los estados más pobres del sur del país.La importancia de una estancia académica en el extranjero aparte de lo que sucede en las aulas, permite deconstruir la propia codificación cultural para entender cómo vive y siente el otro. El hecho que se lleve a cabo a través de la educación pública universitaria es simplemente maravilloso. Las maletas, así, se vuelven un poco más livianas.“La importancia de una estancia académica en el extranjero, permite deconstruir la propia codificación cultural para entender cómo vive y siente el otro”

Luis Manuel Luna Angulo

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *