Transitar en subte es habitar el sonido de una gran cantidad de músicos que transforman el espacio en escenarios pasajeros. Sin embargo, el proyecto de Ley presentado en julio de 2018, que pretendió homologar la música callejera como ruido, despertó la reacción de los académicos y la lucha de los artistas. En esta nota Facundo y Nahuel narran desde adentro del conflicto qué es lo que verdaderamente está en juego.
“Vamos a disfrutar la Ciudad”, nos sugería una serie de publicidades de la Ciudad de Buenos Aires. Ese era el mandato general, acompañado de otros verbos en infinitivo: “enamorar”, “terracear”, “morfar”, “gambetear”, “pasear”. “Vamos a desconectar” sucedía en el subte. ¿La recuerdan? Un hombre, joven, tatuado en el antebrazo, de gorra azul (para atrás), remera negra, collar plateado, pantalón gris achupinado con cadenas, barba negra, profusa pero prolija. Se muerde el labio, está compenetrado en lo que toca. Bajo sus dedos, un teclado rojo. Por encima, otro, negro. A su derecha, una guitarra en su soporte conectada a un amplificador. Más allá de la invitación a desconectar, todo está conectado. Otras cinco personas completan el panorama: tres caminan de frente a nosotros; otras dos nos dan su perfil derecho. Uno mira y escucha con sus manos en los bolsillos. El otro está agarrado a su celular.
El subte es un medio de transporte preferido para muchos de los que transitan determinadas zonas de la ciudad. Es rápido, permite conectar fácilmente varias vías y multiplicar las posibilidades. La imagen que acabamos de describir no pasa desapercibida para nadie que use este medio de movilidad urbana. Claramente es el subte, y claramente es Buenos Aires. Nos lo dice el techo gris ondeado, la iluminación, el reflejo en el piso, la pared decorada con una malla de pequeños azulejos negros, naranjas, grises, amarillos.
La imagen no nos sorprende. Transitar en subte es habitar el sonido de una gran cantidad de músicos que transforman estos espacios en escenarios pasajeros. Quizás es por eso que la campaña publicitaria haya elegido, entre una inmensa variedad de posibilidades, esta referencia para visibilizar la identidad de la Ciudad de Buenos Aires. Se asume, así, que los músicos y el subte son parte de la identidad de la ciudad, y que esta relación, cristalizada en la imagen, es digna de ser mostrada. De ser vivida. Vamos.
Vamos a romper la ilusión. En julio del 2018, dos años después de que esta imagen fuera ineludible para el ojo urbano, se propone un proyecto de reforma en la Legislatura porteña. El debate comenzó en medio de nuestro trabajo de campo etnográfico. Nos habíamos propuesto investigar el rol de los músicos del subte en relación con el medio sensible, social y político en que desarrollan sus actividades. De esta manera, buscamos contemplar cómo el hecho físico del sonido, la acústica, se carga de elementos sociales, y cómo lo social se encuentra interpelado, regulado y cuestionado por la dimensión física del sonido.
Se proponía una ley que modificara el Código Contravencional vigente. Siguiendo a Esteban Krotz*, las leyes y los procesos sociales no pueden entenderse en forma aislada, sino en su interrelación. Por eso, nos enfocamos en aquello que prendió la alarma entre los músicos del subte y artistas de otros ámbitos, que constituyó un quiebre en su práctica, los invitó a reunirse y reflexionar sobre el lugar que ocupan en el entramado urbano. El artículo 85 de este proyecto sancionaba la existencia de ruidos molestos en la vía pública, admitiendo la intervención de autoridades estatales sin denuncia mediante.
Esto no pasó desapercibido. Las noticias y el ámbito académico reaccionaron ante este primer intento, sujeto a debate legislativo, para que la música callejera pase a ser considerada ruido. Invitamos, por ejemplo, a complementar esta lectura con la nota publicada por Emmanuel Lorenzo en esta misma revista**. Una primera consecuencia fue que este conocimiento se difundiera entre quienes practican la música y otras ramas artísticas en el ámbito público, para lo que fue muy importante la organización en una serie de agrupaciones: Músicos Organizados, T.C.A. (Trabajadores de la Cultura Ambulante) o el F.A.A.O. (Frente de Artistas Ambulantes Organizados)***. Así, se comenzaron a congregar cada vez más músicos y músicas en reuniones semanales, que dieron lugar a la organización de diferentes eventos para manifestar públicamente, y a través de la intervención artística frente a la Legislatura porteña, descontento y preocupación ante este mundo posible. Un mundo en el que el joven “desconectado” no estuviera rodeado de oyentes, sino de fuerzas estatales de control.
Durante la segunda mitad del 2018, Perú al 160 dejó de ser la dirección de la Legislatura porteña y se transformó en un escenario de protesta, un punto de reunión para quienes estuvieran en contra de la reforma del Código Contravencional. La mayoría de los martes y jueves de julio a diciembre fueron días de militancia. A los músicos y artistas se les sumaban otros trabajadores de la calle: vendedores ambulantes, trabajadoras sexuales, los “cuida-coches” o “trapitos”. Los vagones de los subtes se volvieron puntos de difusión, entre gorra y gorra, donde los músicos invitaban a los pasajeros a participar de estas reuniones, explicando los riesgos que corría su forma de arte y de trabajo con la reforma. El gobierno no perdió el tiempo y en distintos lugares de la ciudad decidió aplicar la misma fórmula que trataba de reprimir, armando shows en espacios del subte (con escolta policial). De vez en cuando, también aparecía la banda de la Policía Federal para tocar frente a la Legislatura, encontrándose por pura casualidad con los escenarios armados por las diversas agrupaciones de músicos y artistas organizados. En este aspecto, la Ciudad (con mayúscula) competía sonoramente con las manifestaciones de los artistas, tanto en el punto central de la Legislatura, como en lugares claves, por ejemplo, en el entrepiso de la estación “Corrientes” de la línea H. Advertimos, así, una contradicción en la utilización oficial de la música en el espacio público para competir contra las organizaciones que reclamaban sus derechos como trabajadores y artistas de la cultura callejera. A igual “sonido”, uno era definido como “música”, con el apoyo de las autoridades, mientras que el otro, el arte callejero, era definido como “ruido”. En este proceso opera una clara etno-física, que atribuye al mismo estímulo valores culturales totalmente disímiles. Se disputa el espacio sonoro, el espacio público, y la consideración de si tocar música en la calle constituye o no una contravención.
“El arte callejero no es delito”, fórmula que sintetiza el objeto de lucha de estas manifestaciones. ¿Qué implica, entonces, el ruido como forma de control de las expresiones musicales en el ámbito público urbano? En una de las entrevistas realizadas, un músico nos dijo: “ofrecemos arte, y creo que eso es zona peligrosa, de alguna forma es zona peligrosa para ellos”. El control, la necesidad de controlar, siempre deviene de algo o alguien que es considerado peligroso, dañino, desajustado. Anómalo. Lo que está en disputa aquí es el espacio sonoro, sí, pero, según entendemos, también es mucho más. Como dice Jacques Attali****: “el cambio se inscribe en el ruido más rápidamente de lo que tarda en transformar la sociedad” (1995:14). Este economista propone un concepto de ruido muy diferente al acostumbrado. El ruido contiene en sí la potencia del cambio, de la subversión, del futuro. Es aquí donde subyace el carácter peligroso de la música callejera. No es tanto en su contenido musical, sino en el rol social de los músicos y el sonido en la sociedad. El ruido tiene, en sí, una dimensión cosmológica que desafía los límites del cosmos, del todo ordenado. Si el control es efectivo por parte del Estado, entonces, estaríamos ante una reducción del ruido para una institucionalización del silencio. Vamos a silenciar.
No es la primera vez que el Estado argentino hace uso del silencio y del ruido, de la higiene sonora, para enmascarar su intención de control, su función de hacer callar. Un mensaje recorre el Obelisco en 1974: “El silencio es salud”. La campaña se llamó “Acción contra el ruido”, desarrollada por el Intendente José Embrioni junto con la “Comisión de Coordinación Permanente contra el Ruido Ambiental y la Contaminación”. Es durante el “tercer peronismo” que funcionan la Triple A y el ERP, cuando asume Isabelita por la muerte de Perón y dos años después sería derrocada por la dictadura militar que funcionó hasta 1983. Un convulso clima social y político. En este sentido, la campaña y la sugestiva frase pueden ser interpretadas como un mensaje directo del gobierno a estas organizaciones y a la sociedad en general. Esta frase quedará impregnada en el imaginario, no por su dimensión ecológica, sino por el momento político y la ciudad y los sujetos que a partir de su mensaje demandaba. Situada históricamente, es otra forma de pensar las diferentes construcciones conceptuales del ruido y el silencio, más allá de sus manifestaciones acústicas. Los contextos son diferentes, pero el mensaje es claro: quien controla el ruido, maneja el discurso.
Al categorizar la música callejera como ruido, el arte pasa a ser otro sonido no deseado que debe ser controlado. El ruido como una cuestión de higiene sobre la que el Estado tiene potestad de acción. Sin embargo, a la vez, se está asumiendo el miedo, el temor ante lo que escapa del control, la potencia de un cambio que debe ser rápidamente reprimido. Porque lo que está en disputa no es solo el espacio sonoro, no es solo el carácter artístico de la música callejera. Es, ante todo, una negación del arte como trabajo. Esto ya estaba implícito en la imagen del “vamos a desconectar”: ¿o en algún momento mencionamos algún tipo de retribución económica o la aparición de dinero en ella? Ese músico no toca para subsistir económicamente en el mercado, sino que nos ayuda a disfrutar desconectando. Es un momento en el movimiento urbano, momento de escuchar.
¿Quién decide qué se escucha? En nuestro trabajo de campo entrevistamos a varios músicos de varias líneas del subte, transitamos con ellos, los escuchamos, les compramos discos y los aplaudimos. Todos y todas, sin excepción, se prestaron a la charla. A través de nuestro análisis, identificamos dos maneras en las que se organiza la sonoridad del subte. Una, la oficial, formal, organizada por el Estado, que entrega los permisos para tocar en este espacio. Una serie de problemas: son difíciles (si no imposibles) de conseguir y contienen una gran restricción de horarios y lugares para tocar. Si para generar un ingreso más o menos decente los músicos actúan entre 6 y 8 horas diarias, los permisos permiten un despliegue de 6 a 8 horas semanales. Si los mejores lugares para tocar son los vagones y las estaciones que combinan con otras líneas, los permisos permiten, generalmente, instalarse en estaciones periféricas. Se niega el carácter laboral de la práctica artística, se precarizan las condiciones de trabajo, se desconocen la experiencia y el conocimiento de quienes producen musicalmente estos espacios.
La segunda manera de organización, informal, eclipsa a la formal. Los permisos no se tienen o no se utilizan para ganarle el espacio a otro músico. Lo que opera es una superposición de un sistema sobre otro, donde priman reglas implícitas y explícitas cuya preponderancia es dada por la eficacia. Una eficacia promovida por la autogestión que confluye de un diálogo entre músicos, vendedores, empleados de Metrovías y otros agentes estatales. Así, se le da respuesta a una dinámica vertiginosa que la estructura burocrática no permite afrontar. Da entidad a la lógica del “derecho de piso”, es decir, aquellos músicos que ya se han hecho un lugar a fuerza de tiempo, persistencia y permanencia. Fortalece las lógicas de ordenamiento: hay una estación “clave” que funciona como lugar de reunión y se sale a tocar a medida que se llega. Si hay otros músicos, se espera. Esto refuerza la comunión y los vuelve partes de un todo que se reactualiza ante los embates del Estado y del sector privado. Sin embargo, no implica la ausencia de conflictos, o negar que cada línea tenga mayor o menor empatía para el ingreso de nuevos músicos al sistema. La informalidad se rige por códigos. No hay azar en los horarios ni los lugares donde conviene empezar a insertarse en este sistema. Ir contra estos códigos, incluso desde la ignorancia, puede generar un rechazo por parte de la comunidad, e incluso un riesgo físico.
Se trata, también, de un sistema donde se juegan distintas competencias: económicas, materiales, simbólicas y sonoras. La línea E, una de las más ruidosas de acuerdo con la experiencia viajera y las mediciones, es una línea en la que se trabaja bien. Pero, al ser la más ruidosa, no recibe tantos entusiastas que deciden insertarse en este mercado artístico/laboral. Así, también, es estructuralmente la más cerrada: “El que vienen así, los que son nuevitos, les decimos bien que ya somos seis. Ya no queremos más. Así que andá a ver dónde querés ir. Somos seis”. La línea H, por otro lado, es conocida por su nivel de apertura: “Es jodido eso de la E, esas cuestiones cerradas son las que a nosotros nos rompen las pelotas. La H es la más abierta de todas, somos más socialistas, acá entra el que quiere laburar, hay lugar, siempre, porque es así, hay rotación”. Esas dinámicas se construyen en base a la historia de cada línea. Están las más nuevas, que no cargan con tanta saturación, y pueden generar un ruido, o un cambio en la estructura.
No todo lo que está en juego es dinero. Si bien el deseo de un músico a otro es que tenga una “buena gorra”, y se va aprendiendo de la experiencia propia y ajena el modo de empatizar con el público para obtener una mayor ganancia, existe un aspecto simbólico, sonoro, que dirige el plano hacia lo artístico. El aplauso: “Cuando no hay plata pero hay aplauso, hay onda, me gusta. A veces no hay aplauso, no hay onda, y sale dar plata, y nada. A veces pasa que hasta sale plata, que la gente prestó atención, que le gustó pero no aplaude. Me quedo pensando, hice mal”. Se trata de otro mecanismo de retribución, en el que el público (no olvidemos tampoco, un público obligado a la territorialidad sonora) devuelve la empatía en un sonido de reconocimiento y gratitud.
Tocar en el subte es una actividad que está a medio camino entre lo artístico y lo laboral. Que el Estado niegue este último aspecto, para situarlo como una actividad artística, es precarizar tanto el trabajo como el arte. Es negar la posibilidad de un trabajo fuera de su control —algo muy presente hoy por hoy, no solo en lo musical, sino en la venta callejera—y de presentar al arte como una práctica ociosa. Cuando presentamos un primer artículo en el que desplegamos el análisis etnográfico de la sonoridad subterránea, el debate por el Código Contravencional seguía vigente. Al día de hoy, la ley ya ha sido sancionada, y la lucha de los músicos ha sido atendida. En diciembre del 2018 se aprobó la ley de reforma del Código Contravencional, con un artículo 87 que expresa: “cuando el origen de los ruidos provenga de la vía pública con excepción de las manifestaciones artístico-culturales a la gorra”. Sin embargo, el espacio público sigue en disputa, al igual que el concepto de ruido y la resistencia al silencio. Institucionalizar el silencio es la forma de control estatal que se impulsa por todos los medios posibles. Lo que está en juego, en definitiva, es todo lo que se escapa del control, las fugas que se inscriben en ese ruido. La potencia del cambio y el futuro.
* Krotz, Esteban (ed.). 2002. Antropología jurídica. México: UAM-Anthropos.
** Lorenzo, Emmanuel. 2018. “Arte callejero: defensa de un territorio en escena”. Revista Márgenes. Disponible en: http://www.unsam.edu.ar/margenes/arte-callejero/.
*** F.A.A.O. surge en 2014 en un contexto de violencia creciente hacia los artistas por medidas del gobierno municipal. Con la llegada de la Policía Metropolitana para asumir la seguridad en el subte, se produjeron diferentes abusos hacia los artistas obligándolos a bajar de las formaciones, salir de los andenes, confiscar sus instrumentos. El F.A.A.O., entonces, surge como respuesta a estas medidas y generó manuales y espacios de denuncias para quienes sufrieron hechos de represión y violencia. T.C.A surge en el año 2018 a causa de la reforma del Código Contravencional. Está conformada principalmente por músicos y artistas de los subtes H y A, aunque es abierta a recibir artistas de toda la ciudad. Se define como un “espacio transversal en el cual poder compartir experiencias, información y cuidarse en el espacio público”.
**** Attali, Jacques. 1995. Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música . México D.F.: Siglo XXI.