En el plano internacional, los efectos sanitarios y económicos de la expansión del virus en un mundo fragmentado y descoordinado, con países compitiendo entre sí por insumos y recursos, funcionan como espejo de la anarquía de las finanzas, mostrando la necesidad imperiosa de consensuar medidas comunes si no se quiere que esta crisis vuelva (nuevamente) a aumentar el poder de los actores financieros nacionales y globales y refuerce su lógica de funcionamiento.
El mundo globalizado se enfrenta nuevamente a desafíos de envergadura. El Covid ha sacudido al conjunto de países y a los más diversos sectores sociales y económicos. El campo de las finanzas no ha estado exceptuado de las repercusiones de la pandemia.
Los especialistas vaticinan una fuerte contracción global, quiebras masivas e incumplimientos de obligaciones generalizados por parte de Estados, empresas e individuos que impactarán sobre el valor de los activos financieros y pondrán a prueba la arquitectura de las finanzas internacionales. Sin embargo, este panorama general se reflejará con mayor o menor profundidad en cada país en función del lugar ocupado en la economía mundial y de ninguna manera implica su automático reflujo.
El relanzamiento vigoroso de las transacciones en un contexto de alta liquidez luego de la crisis de 2008 puso en evidencia la enorme plasticidad y poder del sector financiero para sostenerse como uno de los principales actores que dan forma e impulsan la economía mundial. Al igual que entonces, cuando la magnitud y profundidad del estallido de la burbuja de las subprime había generado vaticinios sobre un potencial “fin de las finanzas”, la nueva crisis internacional, ahora resultante de la expansión entre las fronteras del virus, pone en cuestión las capacidades de esta mundialización hipertrofiada para adaptarse al nuevo contexto y de qué manera esto impactará diferencialmente sobre los Estados nacionales. En el caso de nuestro país, entendemos que su inserción periférica puede ser tanto una oportunidad para avanzar en una agenda de recuperación de las capacidades estatales sobre estos agentes económicos como un reforzamiento de su posición estructural.
La globalización financiera
El peso de la lógica de las finanzas sobre la economía mundial ha marcado el pulso del capitalismo durante las últimas cuatro décadas. Este proceso, conocido como financiarización, designa los cambios sucedidos luego de la liberalización y desregulación de los mercados financieros nacionales. Estas transformaciones tuvieron su génesis a partir de la liquidación del sistema de Bretton-Woods, que había fijado la arquitectura financiera global tras la Segunda Guerra Mundial. A partir de la década de 1970 asistimos a una creciente internacionalización financiera de los sistemas nacionales, al auge de los mercados cambiarios y la aparición de instrumentos financieros cada vez más sofisticados como los derivados y las opciones. Durante las décadas siguientes, principalmente las de 1980 y 1990, este nuevo régimen terminó de tomar forma.
Primero en Estados Unidos y el Reino Unido, pero luego en el resto de los países, se adoptaron medidas tendientes a liberalizar y desregular los movimientos de capitales, de tasas de interés y de los mercados de acciones. Durante estos años también tomaron creciente protagonismo los procesos de titularización de deudas, crecimiento de los mercados de materias primas y la aparición de nuevos actores como los fondos de pensión y los “mutual funds”.
Un último, pero no por ello menos importante aspecto de estas transformaciones, fue la consolidación del dólar como dinero cuasimundial. Esta jerarquía a nivel de monedas soberanas otorga importantes privilegios y libertad de acción a Estados Unidos que le posibilitan, por ejemplo, el sostenimiento de desequilibrios externos que otros países no podrían (Kaltenbrunner y Painceira, 2018).
Los efectos de la financiarización alcanzan de esta manera a un conjunto múltiple de actores como son los bancos, los hogares, las empresas y los Estados soberanos. A los fines de este trabajo nos centraremos en estos dos últimos.
Empresas y mercados
Las empresas están financiarizadas en el sentido de que las transacciones financieras ocupan un lugar central en su dinámica y en los beneficios realizados. Estas empresas han adquirido funciones que anteriormente les pertenecían a las instituciones financieras y se han autonomizado de las mismas. De esta manera, pasaron de una estrategia centrada en retener sus beneficios para reinvertirlos en ampliar capacidades productivas, a recortarlos y distribuirlos entre sus accionistas. Las empresas pasaron a ser evaluadas como un activo financiero más, produciendo una tendencia marcada en la retracción de la inversión, un favoritismo por opciones cortoplacistas y un impacto negativo en los salarios y el empleo, aumentando la concentración del ingreso y la propiedad.
La creciente participación de las empresas en los mercados financieros le ha otorgado un lugar central a los accionistas, principalmente a los fondos de inversión, en las decisiones de gestión, operando por detrás el concepto de crear valor para el accionista (Lazonick y O’Sullivan, 2000). Para esto se han valido de dos recursos: la recompra de acciones y la distribución de dividendos. Un ejemplo de esto es Apple: en su salida a la bolsa en diciembre de 1980, el gigante tecnológico obtuvo financiamiento por 97 millones de dólares, mientras sólo en los años 2011-2012 entre pago de dividendos y recompra de acciones, la empresa asignó casi 75 mil millones de dólares.
La centralidad de los mercados bursátiles para las empresas viene dada porque impacta en la capacidad para financiarse (si el valor bursátil aumenta, tiene mayores posibilidades de tomar crédito), condiciona los ingresos de los ejecutivos, muchas veces ligados al desempeño de las acciones, y habilita o niega compras agresivas por parte de competidores.
La presencia de los fondos institucionales es tal que, si tomamos cualquier gran empresa de Estados Unidos, aproximadamente el 70% de su capital flotante, aquel que cotiza en bolsa, es propiedad de estos actores, entre los que se encuentran nombres como Vanguard Group, Blackrock o Fidelity.
Si miramos América Latina, y en particular Argentina, el panorama trazado anteriormente encuentra algunas diferencias marcadas por el carácter periférico de la región y su integración financiera subordinada. Esto puede verse por ejemplo en el impacto que producen los flujos de capitales globales en el tipo de cambio y de tasa de interés, o a nivel empresarial en el rol de la fuga de capitales en las estrategias corporativas.
Estados y deuda pública
Los Estados tampoco quedaron exceptuados de ser introducidos en la dinámica de la financiarización, una de cuyas manifestaciones fue el endeudamiento. La participación en los mercados privados de crédito por parte de soberanos aumentó de manera creciente desde los ‘70, convirtiendo a los títulos públicos en una importante clase de activos transables altamente demandados y, consecuentemente, a los Estados en actores centrales de la dinámica financiera global.
La inserción financiera, sin embargo, dista de ser homogénea entre países desarrollados y en desarrollo. Para éstos últimos, caracterizados por estructuras económicas con escasa capacidad de producir divisas, sometidas a fluctuaciones de los precios de sus exportaciones y a los vaivenes de los mercados monetarios y financieros, el crédito externo se convierte en recurso obligado y recurrente para afrontar sus necesidades y sus periódicas crisis externas, pero asociado a desventajas derivadas de su carácter dependiente. Mientras en los primeros se establecen las tasas de referencia mundial, se asientan las principales plazas financieras y los más importantes fondos e inversores, además de que fijan las normas y disponen de las cortes en las que las discrepancias entre deudores y acreedores son saldadas, los segundos aparecen como subordinados, pues son tomadores de tasa y receptores de flujos, por lo que se ven sometidos a la volatilidad y desestabilización financiera y monetaria asociadas al comportamiento de los capitales de corto plazo, traspasan riqueza y excedente al centro bajo la forma de transferencias de distinto tipo y fuga de capitales; y además ven limitados los medios para la defensa soberana de sus actos y decisiones.
Así, la apertura financiera (que es exigida a todo país que quiera mostrarse “confiable” para los inversores) ha aumentado los grados de vulnerabilidad externa de las economías periféricas, al dejarlas indefensas ante los shocks resultantes de salidas masivas de capitales que ingresaron anteriormente para valorizarse a través de mecanismos como el carry trade, y que presionan sobre la posición de reservas y los tipos de cambio.
Estos desarrollos tuvieron repercusiones a nivel político, al menos en dos sentidos: primero, porque sometió a las finanzas estatales a la lógica y la disciplina de mercado, al atar la posibilidad de obtener crédito adicional a la permanente evaluación de acreedores, bancos y calificadoras, limitando las opciones de política económica y fiscal para evitar sanciones, pérdida de valor de sus bonos o costos reputacionales; y segundo, porque se ven constreñidos por las recomendaciones de política y la condicionalidad del FMI, que se constituyó en garante de los intereses de los acreedores tanto al operar como prestamista de última instancia (fomentando el riesgo moral) como al imponer reformas y medidas de ajuste que buscan asegurar el repago de las obligaciones soberanas.
De esta manera, con el despliegue de las relaciones de crédito soberano con privados se fue configurando una arquitectura internacional de la deuda que favorece estructuralmente a los acreedores, no sólo a través de mecanismos de mercado y políticos, sino también a partir de decisiones judiciales tomadas en los tribunales de los principales centros financieros en los que estos operan, especialmente Nueva York. Desde la crisis de deuda de los 80, frente a dificultades o episodios de impago, los acreedores han demandado a los países para lograr el cobro de las acreencias. A través de numerosos juicios que avalaron las posturas de los demandantes incitando al cumplimiento a rajatabla de los contratos suscriptos, se configuró un nuevo reparto de poder en las relaciones deudores-acreedores, en favor de los segundos, que limitó las posibilidades de defensa soberana de las decisiones ligadas a la deuda.
De la crisis financiera de 2008 al Coronavirus
El 15 de septiembre de 2008 quebró el banco estadounidense Lehman Brothers, en una escena que marcó a fuego la crisis desatada durante el periodo 2007-2009. Mientras el índice accionario S&P perdía aproximadamente el 50% de su valor y el petróleo pasaba de los 147 a los 32 dólares por barril, en la Argentina se acrecentaba la formación de activos externos, también conocida como fuga de capitales, hasta valores propios de la crisis del año 2001.
La salida de la crisis en el plano internacional encontró a los bancos centrales en un activo y continuo rol inyectando ingentes cantidades de dinero. Pese al tibio crecimiento registrado durante los años posteriores, las empresas profundizaron su endeudamiento aprovechando la baja en las tasas de interés y los mercados bursátiles dieron lugar al bull market más largo de la historia. Todo parecía ir encaminado hasta que llegó el Coronavirus, ¿o, no?
Como señala Adam Tooze, el trayecto hasta la crisis actual estuvo jalonado por diversos episodios -el taper tantrum de 2013, la caída de los precios del petróleo en 2014 o el crash chino de 2015-2016-, que daban cuenta de las débiles bases sobre las que se asentaba el crecimiento global de los últimos años.
El impacto del Coronavirus, no obstante, dista de afectar de igual manera a países centrales o periféricos. La financiarización subordinada de estos últimos, produjo a partir del mes de febrero la disparada de los seguros contra default (CDS, por sus siglas en inglés), devaluaciones que en algunos casos como México, Brasil, Rusia o Sudáfrica superaron el 20% y una salida masiva de capitales que por intensidad y velocidad superó con creces cualquier otro shock desde la crisis del 2008.
En esta situación, mientras alguna empresas cortaron con sus programas de recompra de acciones, se estima una caída del 50% en las empresas del S&P500, otras reforzaron dicha política en vías de atenuar la caída en la cotización bursátil y retener a los accionistas. Sobresalen en el ámbito internacional Apple y a nivel local Pampa Energía y sus empresas controladas como Transportadora de Gas del Sur.
Para graficar ambas cuestiones podemos mirar lo que ocurre en Argentina. Los años de mayores distribuciones de dividendos por parte de las empresas locales ocurrieron durante las crisis de 2001 y 2008. Los controles impuestos los años posteriores limitaron dicha práctica, que creció nuevamente durante la gestión de Cambiemos en el periodo 2015-2019, cuando las regulaciones fueron levantadas. De hecho, en los dos últimos años, marcados por crecientes dificultades financieras, las empresas distribuyeron mayor cantidad de dividendos que en los dos años anteriores. Por otra parte, es significativo como empresas que funcionan bajo una gestión corporativa financiarizada, como Pampa Energía, han lanzado masivos programas de recompra de acciones desde que la pandemia comenzó a golpear a los mercados bursátiles.
En el caso de los Estados, la aparición del Coronavirus presentó desafíos inéditos que ponen en aprietos al sector público, especialmente en países emergentes, dejando en evidencia las asimetrías internacionales. Mientras las economías centrales cuentan con mayores márgenes para implementar medidas para paliar la pandemia, en las naciones emergentes la combinación de la baja de la recaudación producto del parate económico interno, la reducción del comercio exterior y la caída del precio de las materias primas avizoran un horizonte poco auspicioso para las finanzas estatales impulsadas a aumentar los gastos sociales y sanitarios. La situación de debt distress de muchos países ya existente se agravó con el Coronavirus y se hizo patente en casos como Ecuador (que presenta serias dificultades para pagar sus obligaciones por la caída del precio del petróleo), Líbano (que declaró el default por primera vez en su historia en marzo, en medio de una crisis política y económica de magnitud) y Argentina (que se encuentra en medio de una reestructuración de resultado incierto). Muchos otros se vieron afectados frente a la desconfianza generalizada en el nuevo contexto, que llevó a que los inversores retiraran (sólo en marzo) 48.000 millones de dólares invertidos en fondos especializados en mercados emergentes, lo que produjo la caída estrepitosa de las cotizaciones de los títulos e índices asociados.
En nuestro país, la situación es particular. Luego de ser el epicentro de una disputa sin precedentes con los fondos buitre y de 4 años de endeudamiento masivo apalancado por la liquidez internacional y el apetito por el riesgo de los inversores, en 2020 el nuevo gobierno decidió avanzar en un proceso de reestructuración de su deuda bajo legislación extranjera. Con 66 mil millones de dólares para canjear, una propuesta más generosa que la inicialmente esperada ya presentada en la Security and Exchange Commission (SEC), un nuevo default selectivo luego del fracaso de una primera ronda de tratativas y una configuración del universo acreedor altamente concentrada en grandes actores, el gobierno asumido hace 6 meses se enfrenta a una nueva ronda de duras negociaciones con resultados inciertos.
La multiplicidad de apoyos logrados por Argentina, entre los que se cuenta el FMI que declaró a la deuda insostenible, el notorio deterioro de la economía doméstica desde 2018 que limita considerablemente las capacidades reales de repago y el consenso internacional en torno a la necesidad de atender los efectos devastadores del Covid-19 sobre la población y el sistema de salud, parecerían jugar a favor del país. Sin embargo, los acreedores con poder de veto por el volumen de acreencias que manejan desean lograr los menores recortes posibles y exigen negociaciones de “buena fe”. Recordando la reputación de defaulteador serial y deudor recalcitrante que tiene nuestro país, los tenedores agitan el fantasma buitre y amenazan con acudir a los tribunales neoyorquinos siempre dispuestos a ayudar a sus inversores y resguardar la plaza de cualquier disrupción originada en deudores díscolos.
El despliegue de las estrategias y relaciones de fuerza entre los actores pondrá a prueba la actual arquitectura de las reestructuraciones y los resultados tendrán seguramente repercusiones a futuro. De hecho excluida de los mercados voluntarios por varios años más y con escasas perspectivas de llegada de inversiones extranjeras (en parte por la incertidumbre ligada al Coronavirus), en el corto plazo un incumplimiento no tendría mayores repercusiones sobre Argentina, pero de persistir en el tiempo podría dificultar la posibilidades de recuperación y disparar decisiones negativas en sede judicial. La Argentina aparece así, nuevamente, como el escenario en donde se juegan aspectos clave de las relaciones deudores-acreedores que marcarán los próximos procesos de reestructuración, para bien o para mal.
Los desafíos de la política ante la nueva coyuntura
En el escenario hasta aquí descripto dimos cuenta de las complejidades que enfrentan los países periféricos en las condiciones actuales impuestas por la pandemia y sus efectos. Las preguntas que rondan son: ¿hay posibilidad entonces de llevar adelante una política que mitigue los efectos que ha producido la financiarización? ¿Es aquí y es ahora el tiempo para recuperar las capacidades estatales en materia financiera? ¿O por el contrario la salida de la actual coyuntura nos encontrará con mayores retos y dificultades para implementar decisiones de política económica que reviertan este legado?
Planteamos en primer lugar que la financiarización subordinada impone límites para la implementación de políticas que hagan de contrapeso. Dichos límites vienen dados por el rol ocupado por el dólar como dinero cuasimundial, así como la menor jerarquía de las monedas emergentes, el peso de los fondos de inversión, pero también la dinámica de las empresas locales. En este aspecto, los casos de Brasil y Argentina son ilustrativos. El primero desarrolló un mercado de capitales fuerte, 49% del producto versus 10% en el caso argentino, pero eso no impidió que las inversiones extranjeras en moneda local se concentren en activos de corto plazo, alto rendimiento y gran volatilidad (Kaltenbrunner y Painceira, 2018). Argentina, por su parte, aplicó durante el periodo 2011-2015 restricciones a los giros de dividendos y utilidades, junto a controles de cambio, pero eso no se tradujo automáticamente en la transformación de ese capital disponible en mayores niveles de inversión, por el contrario, en muchos casos sirvió para alentar una mayor colocación de inversiones financieras en la plaza local (Schorr y Wainer, 2018).
En segundo lugar, creemos que las medidas nacionales tienen un alcance y efectividad limitados si no se avanza en una agenda de cooperación global que, en base a acuerdos amplios, ordene a las finanzas y las ponga al servicio del desarrollo. La arquitectura de Bretton Woods (con sus fallos) cimentó los 30 años de la dorada economía capitalista de posguerra, que funcionó sobre la base de arreglos internacionales que restringían la especulación y se orientaban al apuntalamiento de la producción, el comercio y el empleo. Las discusiones en el seno del G20 posteriores al estallido de la crisis subprime, la validación de principios para el ordenamiento de procesos de reestructuración de deudas en la ONU y las iniciativas recientes para la moratoria para los países más pobres en el seno del mencionado foro y en el Club de París por los efectos del coronavirus tuvieron y tienen consecuencias limitadas, pero son hitos que ponen en evidencia la inviabilidad del actual esquema de funcionamiento de las finanzas globales.
La Argentina aparece nuevamente como ejemplo de prácticas insostenibles en el tiempo si no cuentan con regulaciones. Luego de una década de disputa judicial con acreedores y dudas recurrentes sobre la sostenibilidad macro de la deuda, bastó un cambio de gobierno para que los mercados se mostraran nuevamente interesados en títulos argentinos. La velocidad y magnitud del endeudamiento generado agotó la posibilidad de financiamiento voluntario en poco menos de dos años, dejando a las cuentas públicas nuevamente imposibilitadas de atender sus compromisos y a los tenedores con importantes tenencias cuyo valor procurar mantener. Disposiciones globales sobre las prácticas crediticias, que involucren no sólo a los Estados, sino también a reguladores y actores de mercado, dificultarían que situaciones de sobreendeudamiento ocurran de manera recurrente.
En este sentido, creemos que es perentorio profundizar estos debates para comenzar a avanzar en acciones tendientes a la construcción de un orden económico y financiero diferente, puertas adentro y a escala internacional. En el nivel de cada nación, las capacidades estatales de intervención sobre este sector deben recuperarse para poder aminorar las derivaciones negativas de la inestabilidad financiera, en vistas de reforzar la acción estatal frente a la pandemia. En el plano internacional, los efectos sanitarios y económicos de la expansión del virus en un mundo fragmentado y descoordinado, con países compitiendo entre sí por insumos y recursos, funcionan como espejo de la anarquía de las finanzas, mostrando la necesidad imperiosa de consensuar medidas comunes si no se quiere que esta crisis vuelva (nuevamente) a aumentar el poder de los actores financieros nacionales y globales y refuerce su lógica de funcionamiento. La regulación no se generará de manera espontánea ni necesaria, de allí que sea ineludible que la política (en sus diferentes niveles) intervenga allí donde el mercado exige desregulación y evita todo tipo de supervisión, aprovechando las oportunidades que brinda la inédita coyuntura. Al parecer, el coronavirus llegó para quedarse y sus efectos no desaparecerán en lo inmediato, sino que estará entre nosotros durante un tiempo, tal vez el suficiente para comenzar a dar (realmente) esta discusión.