Esta nota forma parte del documento de trabajo “Producciones colectivas en tiempos de pandemia” elaborado por jóvenes investigadores de IDAES-UNSAM. Allí se discuten distintos niveles del impacto social, económico y cultural del COVID-19.
Con la pandemia se reconoce la fragilidad de la economía y del trabajo, tanto a nivel global como local. De este modo se abre una oportunidad para volver a discutir un tema que nunca gozó de centralidad y al que “los especialistas” contestan rápidamente de forma negativa. Nos referimos a la instrumentación de una renta básica universal, a partir de fuentes de recaudación permanentes de actividades que hasta el presente el Estado ha evitado controlar.
El actual contexto de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio visualizó de manera descarnada la fragilidad social y económica del llamado sector informal y la situación de los trabajadores precarizados. En efecto, el gobierno de Alberto Fernández dispuso distintas herramientas para subsanar económicamente (para profundizar, véase: https://www.argentina.gob.ar/economia/medidas-economicas-COVID19), aunque sea de manera parcial, la situación de los más afectados, aquellos cuya salud y cuidados nunca están exentos de amenazas.
En primer lugar, es bueno realizar una breve distinción de los fenómenos. La población ocupada en el sector informal es un tipo de respuesta por parte de los trabajadores a un esquema socio-productivo deficiente en términos de la capacidad de creación de empleo asalariado típico. En ese sentido, los trabajadores que quedan por fuera de las relaciones laborales formales generan estrategias de autoempleo. Es decir, las changas, el cartoneo, los laburitos, conforman las estrategias cotidianas de supervivencia de millones de trabajadores y trabajadoras para pagar la olla. En cambio, cuando nos referimos a los trabajadores precarizados debemos tener en cuenta las características del derecho laboral argentino que se encuentra asociado al modelo fordista de producción. El mismo no permite regular ni proteger a los sujetos que se encuentran enmarcados aquellas relaciones de trabajo que se desarrollan dentro de las reglas comerciales y no laborales, y por lo tanto no son ilegales, pero no se corresponden con el modelo estandarizado de trabajo asalariado dominante durante el período de industrialización entre la segunda posguerra y comienzos de la década de 1970. Esta línea de indagaciones permite realizar un aporte al debate en torno a qué sujeto de derecho somos, dado que desde los años noventa viene erosionándose la fortaleza de los regímenes de seguridad social. Por caso, los destinatarios del régimen del Monotributo son múltiples, pero suelen encontrarse entre los asalariados de micro y pequeñas empresas ubicados en los sectores de menor productividad de la economía, los trabajadores independientes con bajos ingresos, ya sean propietarios de empresas o cuentapropistas, las trabajadoras de casas particulares y los trabajadores estatales. No obstante, este sistema al estar enfocado desde la perspectiva impositiva, y al agrupar a una heterogeneidad de situaciones laborales y fiscales disímiles invisibiliza la precariedad y por tanto la dependencia económica pierde su carácter problemático. La ambigüedad de las relaciones contractuales resulta doblemente perniciosa para el trabajador porque el vínculo no es reconocido por el derecho laboral como trabajo asalariado, pero sobrevive gracias a la dependencia económica. Esto fomenta la vulnerabilidad del trabajador, por un lado, porque estaría expuesto a percibir salarios considerablemente más bajos y, por otro porque asume todos los riesgos de la relación contractual y no goza del derecho a la seguridad social.
A través del Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), el Estado argentino dispuso el financiamiento de hasta el 50% de los salarios netos de los trabajadores del sector privado de todas las actividades económicas que queden por fuera de los servicios esenciales. Como se trata de la información de registro que posee la AFIP, este subsidio directo, le corresponde exclusivamente a la nómina de aquellos que se encuentran registrados. En ese sentido, si bien se trata de una política muy favorable para las empresas, la desregulación demuestra la imposibilidad de alcanzar a los asalariados con inserciones endebles, dado que no se han diseñado controles ni políticas específicas para que a esta población se le garantice la continuidad del ingreso. Si bien se han implementado una serie de medidas indirectas, entre las que cabe mencionar el ingreso familiar de emergencia, el congelamiento de alquileres, la suspensión de los desalojos y un bono para perceptores de AUH-AUE, ninguna apunta a reconocer y por tanto visibilizar la condición de precariedad. A su vez es importante recalcar que el salario percibido por los trabajadores precarizados se ve disminuido en alrededor de un 30% en comparación con sus pares protegidos, por efecto de las precarias condiciones de contratación.
¿Qué significa construir una subjetividad basada en la empleabilidad? ¿Qué formas subjetivas reemplaza?
A partir de los años setenta del siglo XX, las representaciones del trabajo experimentaron una mutación. Dejaron de sostenerse paulatinamente en las instituciones laborales, para hacerlo en base a nociones como self-entrepreneur o empresario de sí mismo. Recobró importancia la categoría de meritocracia, apelando a la potencia de nuestras capacidades individuales, las cuales conllevan la posibilidad de desarrollarse ya no a expensas de otras voluntades y bajo contextos de incertidumbre. Surge el concepto de empleabilidad definido por la autogestión que cada individuo debe hacer de su carrera profesional y laboral por fuera del ámbito del trabajo quedando así en completa desigualdad de fuerzas en un mercado cada vez más exigente y restrictivo. Mientras tanto, y producto de la crisis del paradigma industrialista, empezaron a instalarse distintas formas de autoempleo. Si bien el trabajo jamás gozó de autonomía, hasta hace unas décadas se imponía la intervención del Estado como un hecho necesario para el funcionamiento de la gran maquinaria social. Pero precisamente, la referencia a dicha regulación es lo que el Estado ya no puede garantizar porque es un fundamento propio del esquema de industrialización sustitutiva. El sujeto trabajador mutó su relación como “usuario de la burocracia del Estado”. Por un lado, porque no todos los asalariados son compensados con el sistema de seguridad social, y por el otro, porque surgió con mayor fuerza el trabajador informal castigado por esta normalidad en la que convive la regulación con la desregulación. Desde hace varias décadas nos encontramos atravesando un momento de mucha crudeza respecto del antagonismo de clases mencionado previamente, donde la neutralización de la conflictividad ya no descansa tanto en las estructuras del Estado, sino que pasa por la subjetivación del esfuerzo individual.
El siglo XX fue, al menos hasta los años ochenta, el siglo del empleo. Su reverso se encuentra en un Estado que poco a poco ha ido resignando sus competencias estatales, al punto de que la precariedad alcanzó a las garantías. Esto no quiere decir que exista una población “por fuera del sistema” sino que la estructura social le tiene preparado otro destino en términos de derechos, posición económica y capacidad adquisitiva. Así es como en los noventa nacen y hasta el día de hoy perduran los ingresos focalizados. Esto no pretende ser una crítica a la transferencia de ingresos sin embargo es importante comprender cómo las políticas económicas de apertura y liberalización reubicaron a los distintos tipos de trabajadores, en términos de ciudadanía receptiva o compensada por la pobreza estructural.
En los años noventa, en Argentina, empezaron a promoverse experiencias de autogestión del trabajo en un contexto de significativa descolectivización social y política, que maduraron entrado el siglo XXI, conformándose un nuevo sujeto político basado en relaciones laborales de autogestión. Lo que en un primer momento fue una respuesta concreta a la desintegración, producto del desplazamiento y la exclusión de los espacios laborales y sociales que habitaban y habían trazado sus trayectorias laborales, comenzó a consolidarse en lo que algunos autores definen campo de la economía popular.
Desafíos del presente: cómo morigerar los efectos e implicancias de la desprotección
En ese sentido y sin que nadie pudiera preverlo -ni prevenirlo-, la cuarentena se estableció para contener la propagación del virus, pero eso implicó un necesario y riguroso aislamiento social que tiene efectos directos sobre la producción y los servicios. La necesidad de controlar la pandemia no puede contradecirse con garantizar los ingresos de la población, sobre todo la más vulnerable, y en ese sentido el Estado nacional se encuentra realizando grandes esfuerzos. Sin embargo, como telón de fondo, se encuentra en curso una transformación social que viene operando hace 30 años y que se trata del derecho al trabajo. El siglo XX fue el escenario de su otorgamiento, hasta las décadas de los ochenta y noventa, en donde irrumpió abruptamente la “libertad de mercado”, mediante el debilitamiento explícito de los principales resortes regulatorios del Estado, en su modalidad intervencionista-fordista. Su corolario es una dimensión cada vez más importante de trabajadores que luchan por constituir una nueva afiliación y recolectivizacion laboral pero que en definitiva se trata de trabajadores pobres, los grandes hacedores de lo cotidiano. Ya es tarde para el derecho al trabajo, porque la sociedad posfordista puso en cuestión su centralidad social. Con la pandemia se reconoce la fragilidad de la economía y del trabajo, tanto a nivel global como local. De este modo se abre una oportunidad para volver a discutir un tema que nunca gozó de gran centralidad y al que “los especialistas” contestan rápidamente de forma negativa. Nos referimos a la instrumentación de una renta básica universal, a partir de fuentes de recaudación permanentes de actividades que hasta el presente el Estado ha evitado controlar. Estas reflexiones proponen pensarlo como parte de un mecanismo más amplio de acceso a derechos. Es decir, apelar a un ingreso ciudadano porque antes que trabajadores somos individuos que desde nuestro nacimiento tenemos marcada nuestra posición de clase. Por otro lado, de acuerdo a lo expuesto previamente se volvió discutible la aceptación total de que nos ganamos el derecho a ser sujetos en la medida en que aportamos. Basta con mirar el calvario que es para las personas con discapacidad acceder a sus pensiones o la situación de incapacidad económica de los perceptores de otro tipo de pensiones y jubilaciones. Por otro parte que el trabajo haya perdido su centralidad, es decir esa capacidad de integración social, no es algo que voluntariamente podamos revertir. En el fondo la crisis no es del trabajo sino del sistema económico de concentración y volatilidad de la economía global. En una discusión que puede volverse muy apasionante, concretamente en lo que respecta a la inviabilidad de realizar generalizaciones positivas sobre los atributos del “trabajo” Se recomienda la lectura de: http://rededitorial.com.ar/revistaignorantes/por-una-renta-del-comun/. Entonces mientras peleamos por recuperar los mecanismos básicos de la relación asalariada podríamos aprovechar esta ventana de oportunidad extraordinaria llamada cuarentena para aplicar medidas más intrépidas, a tono con la excepcionalidad. Mientras tanto se comprobó que no alcanzaba con el plan original de ANSES respecto de la cantidad de personas que iban a solicitar el Ingreso Familiar de Emergencia, dando cuenta de la existencia de que una población mayor a la esperada vive en la subsistencia o condicionada por una fuerte inestabilidad laboral. Por otro lado, ya está comprobado también que con trabajar no alcanza para salir de la pobreza y eso inevitablemente impacta negativamente sobre la movilidad social; en ese aspecto, la inserción diferencial es funcional a la perpetuación de varios estratos de trabajadores, por lo que se vuelve complicado hablar de “colectivo trabajador”. Insistimos, sin abandonar las demandas del trabajo asalariado, es importante ampliar derechos y por lo tanto las capacidades de la seguridad social, porque con esta lógica de mercado de trabajo desregulado, es cada vez más grande la población pauperizada y esta evolución no se contrarresta fácilmente, siendo que además no se proyecta crecimiento sostenido en los próximos años, más bien lo contrario (en este aspecto es recomendable la siguiente lectura: https://www.cepal.org/es/comunicados/pandemia-covid-19-llevara-la-mayor-contraccion-la-actividad-economica-la-historia-la).
Como si se tratara de dos caras de una misma moneda, la revisión acerca del tipo de sujetos de derechos lleva necesariamente a discutir críticamente la concentración de la riqueza. Es decir, como señalábamos, la crisis la producen los actores de peso que operan sobre inéditos niveles de volatilidad financiera, concentración y centralización de la riqueza, que fue y es colectivamente generada. Las transformaciones del esquema productivo que permitieron estos niveles de apropiación privada son los que dejan como corolario nuevos actores sociales: un sujeto-trabajador depositario de la responsabilidad de asumir él mismo los avatares de su trayectoria, sin que a esto se le contrapongan garantías existentes. Si se acepta esta radiografía de clases como posible, bien puede discutirse el problema de orden conceptual detrás del llamado “impuesto a la riqueza/impuesto a los ricos”. Si el problema es la concentración económica asociada a la evasión impositiva, a la regresividad del sistema tributario o a la fuga de divisas, sería la concentración como lógica de funcionamiento el problema, antes que un puñado de personas con altísimos ingresos. Si bien es cierto que, dada la restricción actual, las propuestas se dirigen a conseguir recursos excepcionales de manera urgente, sería inteligente -y, de paso, una demostración de desarrollo- encarar una revisión crítica del sistema tributario del país en el capitalismo actual, que tienda a gravar en función de los recursos que se explotan, no por única vez. Aparece así una suerte de significante vacío sobre “los ricos”, que colabora negativamente en profundizar la grieta al personalizar algo que en realidad es de carácter sistemático y responde a una lógica de funcionamiento. Pero si hay algo que enseña la historia social es que las lógicas cambian, muchas veces por efecto de aprovechar las ventanas de oportunidad que se presentan. Lo que suena descarado, como una renta básica universal, en realidad no es más que la aceptación de una estructura de derechos que vaya más allá de cualquier lógica contributiva. La sola mención sobre la renta básica genera cierto rechazo e incomodidad porque detrás está la aceptación total de que nos ganamos el derecho a ser sujetos, en la medida en que aportamos.
Es necesario encontrar una manera comunicacional que tácticamente sea provechosa parar generar la legitimidad social suficiente y así poder desarrollar los dos aspectos mencionados: un derecho social con forma de beneficio básico y universal y una reforma del sistema tributario del país que opere como regulador de la concentración económica. Tal vez la pandemia sea el empujón necesario hacia una nueva etapa de las políticas sociales.