Aquel que denominamos y pensamos como migrante, atraviesa un recorrido mucho más complejo que lo que la categoría sugiere: ¿cómo se dan las partidas? ¿en qué medida se puede retornar? ¿qué elementos culturales se ponen en juego en esos vaivenes migratorios? ¿Cómo se viven la espacialidad y la temporalidad al cambiar constantemente de anclaje? Agustina, joven pero eterna migrante, se atreve a contestar estas preguntas en primera persona.
Cajones abiertos y estanterías vaciadas sobre el suelo me han hecho pensar que, acaso, también las cosas tienen alma: sobre todo las cosas escritas, como pedazos independientes del alma que las escribió. Y como creadas a su imagen y semejanza, almas pequeñitas capaces de almacenar ternuras y fidelidades, resentimientos y hasta impulsos vengativos. (Cecilia G. De Guilarte, 2012, p.83)
En cada viaje, cada mudanza, llevo conmigo una especie de museo itinerante. Busco la pared adecuada y en ella comienzo a desplegar cada amuleto en perfecta sintonía. Aprendí a hablarle a las fotos sin esperar respuestas, y a que, como dice De Gilarte, “también las cosas tienen alma”. Piedras, cajitas, una pluma y un tintero, cuadernos y amuletos hechos por mi sobrino. Pegué cartas en paredes como si así no olvidara las palabras de quienes en la distancia cercana me acompañan. Evocaciones constantes, desde la nostalgia, la dualidad cuerpo-alma, donde el cuerpo se transforma y las almas habitan, a veces, en sentidos.
Las migraciones acompañaron mi vida prácticamente desde antes de existir, siendo descendiente de españoles por parte materna y de alemanes y rusos por parte paterna. En ambos casos mis familiares terminaron en Argentina por guerras en sus respectivos países. Crecí con los relatos de las experiencias de viajes, del inmigrante y del desarraigo. Nací en Buenos Aires y me fascinaba imaginar los desplazamientos y la fortaleza de las personas que me transmitían su memoria, buscando resguardarla. Mi caso no es único ni excepcional. Son muchas las personas que por diversos motivos han tomado la decisión o no han tenido otra alternativa que emprender el viaje y convertirse, a la vista de los demás y de ellas mismas, en lo que llamamos migrantes. En cierto sentido, he vivido ambas circunstancias: la de haber tenido que migrar a causa de la coyuntura política y económica del país, y la de tomar la decisión de volver a hacerlo por motivaciones personales.
Mis abuelos se habían ido a vivir al norte de España cuando yo era muy chica y venían cada diciembre a visitarnos. Mi abuelo siempre había añorado el lugar donde había nacido, cada vez que hablaba de Asturias lo hacía con nostalgia, iluminándosele la mirada. Una oportunidad laboral lo impulsó a irse junto a mi abuela y al tiempo también se fue mi tía buscando lo que llaman calidad de vida. Las cartas que llegaban desde aquella tierra me hacían imaginar un lugar idílico por el estilo de vida que narraban, los paisajes y las oportunidades.
Era el año 2002, en plena crisis económica argentina, tenía 12 años y recuerdo a mi mamá reunirnos a todos en casa para preguntarnos a mis hermanos y a mí si estábamos dispuestos a irnos a vivir a España. La respuesta fue un sí, no pensé nada más. Simplemente éramos parte de esa novela familiar ligada a los desplazamientos geográficos, sus relatos habían calado en mí de tal forma que no consideraba sus consecuencias. Eso llegó de golpe, sentada en un avión, después de abrazar entre llantos a todos nuestros afectos que habían ido al aeropuerto a despedirnos. Veía hacerse cada vez más pequeñita la tierra y sentía que algo se rompía en mí, no entendía qué.
A partir de entonces, nada volvió a ser lo mismo. En mi mamá quedó la evaluación constante de su decisión: ante el fracaso, la culpa, y ante los logros, el orgullo. La palabra sacrificio para mi adquirió un significado especial y acompañaba cada una de mis metas. Reinventarme: nuevos códigos, nuevos tiempos verbales, nuevos acentos, nuevas palabras, otra cultura, nuevas personas, otro paisaje. De la casa con parque al departamento con balcón, del auto al colectivo, de las amistades de “toda la vida” a los nuevos vínculos, el encuentro y desencuentro constante. La nostalgia permanente en las visitas a locutorios, buscando yerba y dulce de leche como tesoros. El Messenger, los e-mails, las cartas, más tarde el Skype y el Whatsapp, las redes sociales y medios de comunicación virtuales como vehículos de mantenimiento de lazos. Viajes intermitentes de reencuentros paralizando el tiempo. El aferrarse a las costumbres y resistir al cambio en el habla como parte de seguir siendo. De pronto, llegó el crecimiento y la distancia emocional, la ruptura de amistades por el no compartir, el sentirse cada vez más lejos estando a los mismos kilómetros de distancia, la nueva vida.
Cuando terminé el secundario estaba llena de sueños. Quizás para otra persona un viaje de intercambio no sea tal cosa, pero en mi caso, el esfuerzo que implicaba lo era. Me convertí en equilibrista: debía repartir mi tiempo entre los estudios y el trabajo, rendir lo suficiente como para alcanzar los ahorros necesarios y a la vez mantener una buena calificación académica. En el año 2013, último año de la licenciatura en Antropología social y cultural en la Universidad del País Vasco, apliqué para una beca de intercambio a México. Por problemas burocráticos el destino fue otro: Salta.
Llegué primero a Buenos Aires, vivía en casas de amigas en provincia y en capital. El reencuentro con viejas amistades, transitar lugares emblemáticos que me removían emocionalmente, reafirmar mi “patriotismo” a través del mate y los bizcochitos, la casa de la infancia, los olores, la comida, el acento, la música. Ahora con unos cuantos años más. Estaba donde tenía que estar. O eso pensaba. Me descubrí otra vez en el intento de ser parte sin nunca serlo. Mi acento ambiguo, mis palabras mezcladas: una migrante. Y es que la partida no tiene retorno.
Después de casi un año volví a España. Aquello que me impulsaba a recorrer distancias geográficas era, por un lado, la persecución de objetivos personales y profesionales y, por otro lado, los afectos que se iban distribuyendo a lo largo del mapa. Era Marzo del 2016 y volví a subirme a un avión, creía estar preparada pero se me volvió a encoger el corazón. Tras la anterior experiencia decidí, una vez más, volver a Argentina.
“No sé si busco raíces, una historia, no sé si vuelvo buscando una Argentina idealizada por la niñez o el retorno a una vida que ya no existe, no sé si busco el volver a sentirme en casa a través de esa idea de ‘patria’, la verdad es que si te soy sincera no lo sé (…) vine con la idea de que acá voy a poder formarme mejor y crecer en todos los aspectos.”
Me recuerdo escribiendo en mi computadora, sentada en la cama. Buscaba en los contactos del pasado pistas para empezar a armar mi nueva vida. Daniel, amigo bonaerense de mis papás, me había pedido que le mandara un e-mail contándole de mi retorno y qué era lo que esperaba. En el intento de poner en palabras aquello que sentía, un nudo me oprimía la garganta y los ojos no podían evitar llenarse de lágrimas.
Estamos identificados bajo nacionalidades que corresponden a donde nacimos, donde nos criamos y la cultura que nos fue inculcada. Sin embargo, en estos casos la disyuntiva está sobre ese mismo punto: la mirada del otro sobre nuestro propio ser y la nuestra sobre la distancia adquirida, no solo en espacio y tiempo sino en el compartir determinados elementos. En mi caso, primero viví la ambigüedad de sentirme parte de dos geografías: una vinculada a la melancolía y recuerdos de la infancia, y otra ligada a los afectos construidos a lo largo de mi última etapa de vida y la cotidianidad en un nuevo entorno. Me volví hibrida.
Las fronteras geográficas en el imaginario del migrante se dibujan y desdibujan constantemente. Así como la propia categoría. Aquel que denominamos y pensamos como migrante, atraviesa un recorrido mucho más complejo que lo que la categoría sugiere. En el viaje, en el proceso de reconstrucción y adaptación, la persona que migra experimenta una dualidad: como emigrante lo que involucra su sentimiento de pertenencia a un lugar de origen; y como inmigrante, el sentimiento de no pertenencia hacia donde se traslada. Por lo general, el migrante no realiza tan solo un desplazamiento, de tal forma que el recorrido altera, una y otra vez, la propia subjetividad y percepción del contexto que habita.
La persona que migra vive en una ambigüedad temporal constante. Vuelve al pasado en su nostalgia evocando una realidad que ya no existe pero que constituye parte de su ser. A su vez, viaja al futuro en la proyección de metas e ideales, lo cual tiene como propósito romper con un presente que no satisface. La cronología se rompe y confluyen pasado, presente y futuro, provocando un destiempo. Los sentidos en ese trayecto cambian, la subjetividad se va moldeando a lo que uno va siendo en cada contexto, adquiriendo nuevos elementos que nacen de las experiencias.
La antropología, en mi caso, fue clave como herramienta: me habilitó la mirada para analizar y reflexionar acerca de mi lugar en cada uno de los procesos migratorios que transitaba. También me permitió ver la alteridad como una categoría experiencial que implica un tipo de relación, donde la experiencia de lo extraño nos fuerza a resolverlo, tal y como lo sugiere el antropólogo Esteban Krotz (2007). Quienes hemos migrado, hemos atravesado un cambio en múltiples aspectos de nuestras vidas, y hemos tenido que aprender a leer y transitar nuevas reglas, tanto jurídicas como sociales. Ahora somos personas de algún lado. Y a veces de ninguno. Lo que está claro es que nuestros objetos animados nos acompañan en nuestro andar.
Bibliografía
G. De Guilarte, Cecilia. (2012) Un barco cargado de … San Sebastián, España: Editorial Saturrarán, S. L.
Krotz, E. (2007) “Alteridad y pregunta antropológica”. En: Boivin M.; Rosato A. y Arrivas V. (Ed.) Constructores de otredad. Buenos Aires, Argentina: Antropolofagia.