Entre tanto gris del cemento, tantos bloques, uno encima de otro, ahí están, naciendo desvergonzadas, mostrando una que otra flor. Plantas perdidas resistiendo al vapor del verano, que erosiona construcciones con historia, locales clausurados, baldosas flojas en veredas donde antes hubo milongas. En los balcones de los edificios se acumulan suculentas, como si los habitantes de la ciudad estuviesen dispuestos a crear jardines que cuelguen sólo con ellas. Es digno de reconocer su protagonismo, su autonomía, su resistencia. Con apenas un poco de agua cada tanto, crecen como los niños: rápido, inocentes, hermosas, para arriba.
Un edificio en Villa Crespo se destaca por dibujos realizados con pedacitos de cerámica color pastel sobre sus muros, pero no solo eso, también por la amplitud de sus balcones que sobresalen y colapsan de flores. Algunos tienen hasta limoneros perfumados, y cómo no hablar de las pequeñas macetas de suculentas apiladas de menor a mayor, una al lado de la otra, con la prolijidad y precisión que merece una exposición de tesoros. Se pueden notar desde lejos algunas que escapan de los límites de las rejas, con detalles fluorescentes sobre sus hojas que caen en forma de lenguas. Todo eso ahí, a la vista de quien pasa caminando y levanta la mirada.
Cuando los días se vuelven insoportables, respirar profundo e invocar al recuerdo de las flores creciendo entre las paredes, sobreviviendo a la intemperie, al viento frío de junio que auspicia la llegada del invierno que, más que abrazarte, te expulsa; puede ser de mucha ayuda.
Al pensar en cómo afecta a las plantas la cuarentena, caemos inmediatamente en la premisa de creer que sus vidas no se modifican, siguen iguales, que en realidad nuestras vidas son las que han cambiado, entonces podemos hacernos este tipo de preguntas. Pero veamos; si, donde quiera que leas, escuches o vayas vas a encontrarte con lo que no deja de mencionarse: “la vida ya no es igual”. Como dijo Grimson: “El mundo que conocimos llegó a su fin. Ahora estamos viviendo una transición durísima, por la salud, la economía y la situación social. Habrá que imaginar qué mundo vamos a construir en el futuro”. Entonces, frente a esta nueva manera de vivir lo cotidiano, al prestar atención a lo que convive con nosotros probablemente nos llevemos sorpresas. Nuestras vidas sufren modificaciones, y, por ende, nuestro entorno.
Cambian por nuestras maneras nuevas de transitar la vía pública y de habitar los espacios. La vecina de la cuadra, doña “Perla”, una mujer muy amable con voz rasposa, que asegura cada vez que puede que en sus épocas de juventud fue alta e imponente pero que ahora ha quedado bajita a causa de la escoliosis; tiene una planta de menta bastante más grande que la de otros canteros. Vive renegando porque no falta quien pasa y en un mínimo descuido, le roba un gajito. Una vez volvía del supermercado y vio a lo lejos, mientras esperaba el semáforo en rojo para cruzar, un señor de unos cuarenta años pasar por su vereda y ¡zas! arrancar un pedazo de la planta para luego meterlo en una bolsa. No pudo alcanzarlo, pero asegura que algún día va a pillar a alguien justo en el momento del robo y le va a dar un sermón, porque además “no es ninguna tonta” y se da cuenta cada vez que la menta de repente está más flaquita.
Tras semanas de encierro y distanciamiento social, la planta empezó a brillar exuberante y tupida, su verde oscuro se intensificó hasta quedar como si la hubiesen pintado con acrílicos. Quienes pasan con barbijo a su lado quizás no sienten su olor como antes, ni la necesidad de parar a verla, a ingeniar estrategias de robo discreto para luego usarla en las comidas, tampoco de rozarla con las manos. Están concentrados en ir a hacer lo que tienen que hacer sin distracciones en el camino. Hay quienes van con una mano encima del tapabocas, como una protección extra ante la amenaza invisible. Caminan apurados, no miran a su alrededor, mantienen la distancia con los otros y los objetos. Cualquier impulso que implique aproximación ahora deberá ser doblemente considerado. Pues sí, algo cambió.
Las plantas que crecen bajo las baldosas flojas de las veredas, tímidas y pequeñas, algunas con flores amarillas como salidas de un dibujo, ínfimas, pero ahí, firmes en ese momento breve de existencia; ante el más mínimo viento salen volando livianas, mueren en el aire, pero ya no por pisotones arrebatados y apurados de quienes caminan veloces. Tampoco por quienes corren.
Las horas dentro del hogar obligan a mirar por las ventanas, a salir a los balcones. Quienes descubren a sus suculentas con colores nuevos, creciendo imparables, pueden pensar por un momento en todo lo que se encuentra en un jardín: imperios de hormigas, colores despampanantes. Pueden creer también que solo era cosa de nuestras abuelas, pero seguro hay más de uno ahora, deseando más vida, más movimiento, más espacio.
La vida de las plantas cambió porque hay quienes les dan más atención que antes debido al tiempo de permanencia en el hogar. Las riegan, las miran de cerca, tocan sus texturas frías y suaves, otras rugosas y toscas. Ante el viento arrasador de Buenos Aires, varias veces son salvadas de salir volando hacia otros destinos: patios de planta baja de algún vecino, el techo de otro. Si quienes las rescatan no hubiesen estado en ese momento, en ese espacio; habitándolo, si no hubiesen observado que afuera en el balcón había algo que quizás antes no notaban, ni tenía relevancia, probablemente no hubiesen salvado a ninguna. La experiencia no es igual en todos, pero si el detenimiento y la pausa ha obligado a más de uno a permanecer, a entregarse a la posibilidad de observar y reflexionar sobre lo que tiene delante, ¿por qué no hablar de eso también?
A partir de investigaciones de lo que para algunas personas significan las plantas, se puede decir que sus colores, su significado de vida distinto al nuestro, pero sin embargo ahí presente coexistiendo, abriendo la posibilidad de una simbiosis, es compañía para muchos en este contexto.
Cuando la ciudad duerme, se puede escuchar al viento soplar frenético y entrar por los mínimos espacios que hay bajo las puertas, silbando y silbando como si fuera a entonar una canción. La vecina del cuarto piso, una jubilada con cabellera hasta los hombros, de pocas palabras, con su olor a naftalina impregnado como perfume eterno; tiene un perro que solo parece existir de noche. Respira fuerte de a ratos, se escuchan sus patitas, va de un lugar a otro, no ladra nunca. Es el único en todo el edificio. Ellos están en cuarentena desde siempre, parecen felices al agitar sus colas de un lado a otro cuando sus dueños les acercan los platos con comida, y cuando abren sus bocas dejando a la lengua caer para un costado, pareciese que nada les preocupa, que el mundo es para ellos bonito y simpático.
Por las calles más de uno pasea con un ritmo alegre, brincando al lado de sus dueños que los sostienen con correas, otros caminando pausado, olfateando las ruedas de los autos estacionados, los rincones inhóspitos e invisibles. Jamás pensamos en compararnos con perros criados en departamentos de Capital Federal, pero ahora permanecemos encerrados la misma cantidad de horas, salimos un momento y volvemos al hogar. Nuestro día de repente tiene una estructura que gira en torno a esa salida única y necesaria del día: comprar mercadería, comida, ver la luz un rato. Los perros esperan ansiosos el momento en el que las correas se agitan frente a sus ojos y son colocadas en sus cuellos para luego bajar por el ascensor, rasguñar la puerta de vidrio de entrada y salida del edificio, salir por fin al barrio. Ellos pasean, nosotros los miramos directo a los ojos mientras esperamos nuestro turno en la fila del supermercado, el viento nos paspa la cara, y pensamos que quizás sería bueno a veces no tener noción de todo esto. Gozar del no saber al menos durante unos minutos. Ser un perro y no pensar teorías sobre lo justo y lo injusto, las consecuencias de los actos humanos, el amor y el desamor. Pero después volvemos a la realidad de un chasquido, mientras la señora que está atrás nuestro nos avisa con un tono histérico, mirando a los costados, que ya es nuestro turno, que pasemos nomás.
* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto