Para mamá, con todo mi amor,  

por ser una mujer excepcional. 

Mayo 2020

Se llevó las manos a la cara, y como en actitud de pudor o vergüenza se puso a llorar.

Lloraba con emoción. Taparse la cara con sus manos, y no con el delantal  de cocina, fue un acto de contención a toda su humanidad de mujer que  durante sesenta años trabajó sin descanso. 

– ¡No! Si dejé de trabajar cuando nacieron ustedes.  

Nos hizo la salvedad, aunque en realidad, y creo que ella nunca lo sintió  así, no dejó de trabajar ni siquiera cuando nacimos nosotras: a su  consagrado rol de esposa dedicada y hacendosa, a su trabajo como  vendedora brillante en la perfumería Kartum, se le sumaba el oficio de  ser madre. 

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Ella trabaja desde los catorce años. Terminó la escuela primaria, y  para la sociedad de los cincuenta, las mujeres que elegían no seguir  estudiando, pero sí en cambio hacer algún curso de corte y confección, o  de mecanografía, cumplían con las expectativas de lo que la sociedad  esperaba de ellas. Luego, vendría el novio, casarse virgen, y conformar  una familia funcional. Mamá se casó virgen. Mi papá respetó su deseo.  Ella, a cambio, aceptó que él buscase en otros cuerpos satisfacer sus  masculinas necesidades ¿Lo habría aceptado en realidad, o era la única opción que tenía una joven mujer decente de los sesenta que sólo quería ser fiel a sus convicciones? Mamá se casó virgen con un trajecito color  celeste y bajo la providencia divina de la iglesia católica juró ser fiel y  amarse para toda la vida

– ¿Por qué no te casaste con un vestido blanco de novia? Le pregunté  alguna vez. 

– No sé. 

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Llevo dos meses sin ir a su casa. Llevo dos meses sin poder  abrazarla. Ella lleva dos meses sin ir a trabajar. Con sus 74 años de vida  espléndidos, ya la habíamos puesto en aislamiento, una semana antes  de que se decretara la cuarentena. Le pedimos, que no fuese más a su  negocio – el cual la mantiene saludablemente viva-. Y así lo hizo, no sin  antes recorrer todas las farmacias de Ballester buscando dónde aplicarse  la vacuna antigripal.  

– Voy a esperar que PAMI la entregue- nos dijo con tranquilidad. – ¡No! Hoy mismo te aplicás la vacuna. No vas a esperar que PAMI  entregue nada. 

Y así salió a la búsqueda. Esa mañana recorrió cada farmacia, hasta que  finalmente la encontró.  

– La vacuna cuesta dos mil pesos. PAMI la entrega gratis -nos dijo con un  tono de voz sumiso, como esperando que nosotras aceptemos esperar a  PAMI. Se vacunó esa misma mañana.  

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A sus treinta y cinco años, con dos niñas pequeñas, y un marido  amoroso, en la plenitud de su femineidad, superaba los cánones del  mandato social de lo que se esperaba para una mujer en la Argentina de  los ochenta: hermosa, sensual, inteligente, deseada por varios, acosada  por algunos, esposa fiel y compañera, madre abnegada, empleada de  oficina responsable y cumplidora, ama de casa, una mujer fuerte y con  carácter, y con independencia económica. Sí, vivía la vida que había  soñado. Hasta que su mundo se vino abajo la noche que descubrió que  su marido amoroso le era infiel. Y con la misma fortaleza con la que creó  todo ese mundo soñado, esa noche puso sobre la cama –su lecho  conyugal- una valija para que mi papá se fuera de casa. Y su mundo se  derrumbó. 

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La cuarentena es la nueva rutina. En esta rutina de aislamiento  casero está más activa que cuando iba a trabajar a su negocio todos los  días. Cocinar siempre le gustó. Tal vez lo heredó de la abuela Dora, tal  vez aprendió a cocinar porque las mujeres de su época tenían que ser  buenas cocineras para ser buenas esposas. El punto es que cocina  excepcional y ahora parece disfrutarlo más que nunca. 

– Me estoy haciendo un pecetito de cerdo mechado al horno. 

Nos cuenta por WhatsApp con foto mediante. Y para quien no desarrolló  el gusto por la cocina ni la habilidad culinaria el mensaje podría resultar  hasta provocador, no tanto por lo que es capaz de cocinar, sino por lo que  va a gozar comiendo ese pecetito. A las recetas de cocina, se le suman las  clases de yoga por tutorial, los ejercicios para la artrosis desde alguna  página web, las caminatas por el patio, los arreglos en el jardín. 

Levantarse más tarde y desayunar con la tranquilidad de saber que no  hay horario, y esperar que la manteca desaparezca con el calor de la  tostada, ahora es un permitido. 

-Me enganché con La casa de papel. Anoche me quedé viendo tres  capítulos seguidos. Me dormí pasadas las doce- nos cuenta orgullosa no  solo por haber aprendido a usar Netflix sino por atreverse a desvelarse.  

Así es un día de aislamiento para mamá. Donde su antigua rutina, la que  estaba ocupada desde la mañana temprano hasta entrada la tarde por el  trabajo en su negocio, ahora estaba siendo reemplazada grata y  extrañamente, por otra, doméstica, que no creíamos que iba a poder  disfrutar. “¡Que Dios me dé salud para trabajar hasta los ochenta!”, nos  dice cada vez que le planteamos la posibilidad de no seguir con el negocio. 

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Ese verano de 1981, mamá nos mandó de vacaciones a la casa de  los abuelos en San Martín. Todavía no lo sabíamos, mi hermana y yo,  pero nunca más volveríamos a nuestra casa. Así buscó la mejor forma, la  menos dolorosa tal vez para ella, tal vez por nosotras, de tener que  resolver lo urgente: mi papá no pagaba el alquiler de nuestro  departamento hacía meses – parecía ser que con el hecho de haberse ido  de casa también se iban sus responsabilidades como padre-. Mamá ya  no podía esconderse más del dueño del departamento que le reclamaba  el pago del alquiler para pagar la facultad de su hija. Había agotado todas  las excusas. Su integridad ya no podía soportar el peso de esa deuda. Había llegado a un punto en donde la infidelidad y la deuda, pesaban lo  mismo en su alma. Con su sueldo cubría todo, pero no podía con el  alquiler. Una noche de ese verano, con la ayuda de unos amigos, se fue:  empacaron todo lo que pudieron, cargaron una camioneta con nuestras  cosas, nuestras vidas vividas, nuestros recuerdos, nuestras historias  familiares, nuestra infancia en Bernal, como si todo eso se pudiese guardar y llevar en un flete. Con la oscuridad de la noche como protectora, mamá huyó de ese mundo, el mundo que ella había creado con la férrea convicción del hasta que la muerte nos separe. Nunca más  volvimos a Bernal. 

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Llegué a su casa pasado el mediodía. Me recibió mi hermana con  un rociador en la mano. “¡Es un potente desinfectante!”, dijo con tono  acusador. Hicimos la ceremonia que hacemos todos cuando volvemos de  la calle, con esa inquietante sensación de no saber si lo que hacemos es  suficiente para que el corona no entre en casa. Nosotras con barbijo,  condición inevitable para poder estar en casa de mamá. Llegué justo para  almorzar. Ya sentadas a la mesa, el olor al alcohol en gel de nuestras  manos se mezclaba con el aroma del filet de merluza al roquefort y las  batatas fritas. Comer con barbijo es toda una experiencia. Sin embargo,  a pesar de lo extraño que resultaba esta escena, a pesar del olor a  desinfección y de los tapabocas censurando nuestras expresiones, a  mamá la alegría de tenernos en su casa la desbordaba. 

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Nos quedamos en San Martín viviendo unos meses en la casa de  los abuelos. Hasta que mamá alquiló un PH al fondo, muy cerca de los  abuelos. Teníamos que vivir cerca de ellos. San Martín nos volvía a  recibir: casa nueva, escuela nueva, nuevos amigos, nuevos vecinos. Por  fortuna para mamá, algunas cosas se mantenían estables, como su  trabajo en Pompeya. Día tras día ella emprendía la travesía desde los  pagos de José Hernández hasta el barrio de Homero Manzi. Con  estoicismo silencioso hacía malabares para que su sueldo llegara hasta  fin de mes. Un día nos trajo la noticia: la trasladaban a una oficina de  seguros ahí mismo en San Martín. Íbamos a poder estar más tiempo  juntas. Terminamos la secundaria y empezamos a trabajar nosotras. 

Finalmente, podíamos alivianar la carga que mamá llevó tanto tiempo   

sola. Un día, otra vez, nos trajo la noticia: la habían despedido. En la  oficina tuvieron que hacer recorte de personal y al momento de elegir sopesó más quedarse con la empleada más joven que los veinticinco años  de experiencia que mamá ofrecía. El desempleo la sorprendió siendo una  joven mujer madura que apenas pasaba los cincuenta años. De pronto  se encontró abrumada por una paradoja social: veinticinco años de  trabajo no eran dignos de ningún trabajo. Joven para jubilarse, mayor  para el mercado laboral. La Argentina post crisis 2001 tenía muy poco  para ofrecerle. Buscó trabajo y encontró: cuidó enfermos y cuidó  ancianos. Fue dama de compañía de Ruth, una longeva alemana. Fue  cuidadora nocturna de Felipe, un tano pequeño pero fornido, que le hacía  sentir el peso de su cuerpo decadente y senil cada vez que se le iba encima  a mamá pidiéndole “Ñiqui ñiqui, fuqui fuqui”. Ella lograba mantenerlo a  raya con su bastón. Y los fines de semana alquilaba un puesto en la feria:  ahí estaba, entre perchas y vestidores en ese enorme galpón vendiendo  ropa para mujeres, “Su moda, talles para todas”, hasta mandamos a  imprimir unos volantes con su nombre. El tío Eduardo era su socio  capitalista. Mamá la vendedora. El tío Eduardo, hermano menor y  consentido de mamá, siempre está junto a ella. Así estuvo por un tiempo,  alternando entre la avaricia y sordidez de Ruth, la lujuria ancianidad de  Felipe, y la mundana trivialidad de la “Mega”. Hasta que la tía Anahí le  ofreció trabajo en su negocio. La tía Anahí, cuñada de mamá, hermana  de papá, siempre tuvo un aprecio incondicional por ella. Una vez más,  emprendía la travesía, esta vez desde los pagos de José Hernández hasta  Berazategui. Este sería el camino que la llevaría a tener su propio negocio. 

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Sentadas a la mesa, mientras entendíamos que comer con barbijos  podría llegar a ser algo a lo que tendríamos que acostumbrarnos, le  preguntamos: 

  

– Ma, ¿cómo te ves no volviendo a trabajar? Se te ve mejor ahora que 

cuando trabajabas. Estás más activa ahora que cuando ibas al negocio. – ¡No! ¡Yo tengo que volver al negocio! ¡Tengo que seguir trabajando! 

Una respuesta contundente, segura, como quien la tiene ensayada y  aprendida. No era la primera vez que hablábamos de este tema. Y la  respuesta siempre era la misma. Aunque esta vez había algo diferente. 

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Siempre quiso tener su negocio y ser la vendedora. Sergio le dice  que es una Vendedora de Lafayette. La tía Anahí, ávida comerciante,  eligió Ballester como destino para su nuevo local. Y quien mejor para  atenderlo que Susana –su cuñada, mi mamá-. Así fue, que mediando el  2006, el local de Berazategui abría otra sucursal ahí, en el barrio de  Susana. Empezó siendo la empleada. Su carisma atrajo una diversidad 

de clientela. Su personalidad y energía le dieron al negocio una impronta  que fue más allá de la venta de carteras y regalos: las nenas de camino a  la escuela pasaban a saludarla; para las chicas del secundario era el  punto de encuentro; las abuelas hacían allí sus paradas técnicas, un  descanso entre el camino que iba desde la farmacia hasta el almacén; los  jóvenes confiaban en ella a la hora de elegir un regalo para sus  enamoradas; billeteras para mozos, si hasta los de La Perla venían a  comprarle; había desarrollado un sentido casi mágico que le permitía  saber qué querían comprar las personas. Y qué decir de las largas charlas  que sostenía con sus clientas, si muchas veces pasaban por el negocio  solo para compartir con ella sus historias. Además de vendedora fue  consejera, confidente, amiga. La tía Anahí siempre tuvo un aprecio  incondicional por ella. Al año de haber inaugurado le ofreció a mamá  comprar el fondo de comercio. Y finalmente, cumplió su anhelo: fue  dueña de su propio negocio. 

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La cuarentena pega fuertemente a los comerciantes. Mamá y su  negocio lo saben. “Hay que pagar el alquiler de abril, y los impuestos.  Anoche no pude dormir pensando en eso”, me decía con voz serena, pero  sabiendo que atrás de eso se le agolpaban mil inquietudes que no quería  dejar salir para no preocuparnos. Siempre nos dice lo mismo: “no quiero  preocuparlas”. En marzo de este año renovamos el contrato del negocio,  por tres años más. Ella y su negocio ya llevan juntos catorce años, casi  una quinceañera.  

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Insistimos en preguntarle, mientras nos servía la comida. ¿Y má,  te ves como jubilada? – nuestros argumentos persuasivos, se escapaban  con fluidez a través de los barbijos, a lo que ella respondía “no puedo  dejar de trabajar”. Pero esta vez, algo extraño se percibía. Esa firmeza con  la cual sostenía que tenía que seguir trabajando de a poco fue cediendo:  su cuerpo parecía aflojarse, la tensión en su cara iba desapareciendo.  Hasta que por fin lo dijo: “¡Siempre trabajé! ¡Siempre tuve mi plata! ¡No  quiero ser una carga!” Y su cuerpo pareció desplomarse. Le dijimos que  ahora nosotras queríamos cuidar de ella. Que ese era nuestro deseo,  nuestra necesidad. Que ya era tiempo. Entonces, se llevó las manos a la  cara, y como en actitud de pudor o vergüenza se puso a llorar. Lloraba con emoción. Taparse la cara con sus manos fue un acto de contención  a toda su humanidad de mujer que durante sesenta años había trabajado  sin descanso.  

– ¡Ahora voy a disfrutar de mi familia! -decía, mientras lloraba y se reía.  Nosotras la abrazábamos, con las manos oliendo a alcohol en gel, con  nuestros barbijos sabiendo a comida casera.  

– ¡Me jubilé! ¡Ahora voy a disfrutar de mi familia! -repetía una y otra vez.

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A la decisión de jubilarse le siguió el cierre del negocio por  liquidación. La cuarentena y la pandemia pasaron a formar parte de la  vida de cada uno, se fueron infiltrando con malestar, y allí se enquistaron para incomodar. Cumplir con el distanciamiento social, es algo que se  puede hacer. Pero el distanciamiento afectivo es más angustiante. En  cuarentena las mudanzas no están permitidas, los negocios no están  habilitados para vender, los permisos de circulación solo para las  actividades esenciales, las restricciones para los mayores de 60 años. A  pesar de todo, el cierre del negocio era inminente.  

La cuarentena emancipó a mamá, y el aislamiento obligatorio,  como efecto colateral –paradojas de la vida- le evitó el dolor de tener que  transitar el camino inverso: ella no iba a estar presente para desarmar  su negocio, llevarlo a foja cero, a la nada misma, transformar catorce  años de vida en tan solo un local vacío con un cartel de ALQUILA.  

Tal vez la cuarentena, de un modo extraordinario, le daba a mamá  lo mejor que podía ofrecerle: mantenerla aislada para no transitar otra  pérdida, aislada para no tener que desandar catorce años de gratas  vivencias, aislada para no presenciar cómo todo su esfuerzo y trabajo  irían desapareciendo en menos de un mes.  

Tal vez la vida, en esta ocasión, se estaba redimiendo con mamá. 

* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto

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