*Esta nota forma parte del documento de trabajo “Producciones colectivas en tiempos de pandemia” elaborado por jóvenes investigadores de IDAES-UNSAM. En donde se discuten impactos sociales, económicos y culturales del COVID-19.
Del mismo modo en que la humedad va tomando una pared, la normalidad se va apoderando de nuestra percepción de la desigualdad en términos cualitativos y cuantitativos. Sin tener garantizado el acceso a “lo propio”, se sigue sosteniendo el aislamiento a partir de una transformación permanente de las casas o departamentos aún para quienes su vivienda es un lugar transitorio y ajeno, habitando también los grises que deja el Código Civil.
La incertidumbre respecto a cómo habitar tal o cual espacio, sobre cómo hacer para pagar el alquiler este mes o cómo sostener una dinámica de trabajo y cuidado en 40 m² nos explotaron en la cara. La reclusión obligatoria no vino con la garantía de un espacio en donde recluirse, en donde confinarse. Pero sí vino con supuestos, sobre los pisos, los techos e incluso sobre los accesos a servicios de muchas personas. Al mismo tiempo, expuso las vidas desigualmente opulentas ancladas en countries y barrios privados.
¿Hasta qué punto las casas en las que vivimos alcanzan para sostener una vida que se repliega? ¿Quiénes quedan afuera del “abrigo” del Estado si no concebimos el acceso a la vivienda como parte de un acceso a la salud pública? ¿Cómo apropiarnos de un espacio ajeno? ¿De qué manera se garantiza el acceso a derechos mutuamente condicionados cuando la distribución de oportunidades queda en manos del mercado?
Recuperando interrogantes explorados en nuestras investigaciones doctorales, abordamos la significación de la casa como espacio de tensiones y las desigualdades que la reclusión puso de manifiesto.
Vidas alquiladas, vidas endeudadas: apropiar lo ajeno
La pandemia nos obliga a una reflexión sobre el mercado como dispositivo político: el bienestar individual presente y futuro, no alcanza a garantizarse privatizadamente sino que depende de la universalidad del sistema público. La prevención y contención de los contagios y la posibilidad de restablecer la vida tal como la llevábamos hasta hace unas semanas depende de la coordinación de los esfuerzos de todxs. Pero las desiguales experiencias habitacionales desafían los resultados, tal como lo puso de manifiesto el informe elaborado por lxs expertxs en Ciencias Sociales del Comité de Crisis del CONICET. Resulta que a diferencia del sistema de salud e incluso de la educación, que a pesar de sus recortes y desguace en los últimos años se sigue garantizando desde el Estado, el acceso a la vivienda está íntegramente organizado por el mercado, permanece en una agenda separada y no se la considera dentro de la integralidad que supone el acceso a la salud pública. Por esto, hay un interrogante que sobrevuela esta reflexión ¿hasta qué punto son compatibles la salud pública y la vivienda mercantilizada? Relatos de endeudamiento se anudan a la constantes incertidumbres en la que viven las personas. “Lo propio” se vive como una peripecia en loop que, en el contexto pandémico, pone de relieve la fragilidad de lo que se tiene y lo volátil de lo que se alquila. ¿De qué manera conciliamos la producción del espacio propio con la propiedad ajena?
Carla tiene 25 años, alquila junto a su hermana un departamento de CABA y trabaja como diseñadora freelance para dos agencias de publicidad, aun compartiendo el inmueble, llega justa a pagar el alquiler y, con esta pandemia, su laburo está con más “altibajos” que nunca. Marta de 55 años, vive con su hija de 20 años en un PH en Ciudadela y trabaja como cuidadora de gerontes en Ciudad Evita, hace dos años sacó un crédito hipotecario para comprar el PH en donde vive y ahora está ahorcada con la cuota del crédito, su hija Julia, está cursando una carrera universitaria y cuida a dos niñxs los fines de semana, ahora con el aislamiento ya no tiene ese ingreso para ayudar a su madre. Martín de 46 años, vive en una casita con su pareja en Godoy Cruz y trabaja como repositor en el supermercado Átomo de la Ciudad de Mendoza, aunque ya terminó de pagar su casa, quedó adeudando dinero a su padre y madre.
Las historias son tan complejas como los malabares que despliegan las personas para zanjar los pagos. El informe del primer semestre del año 2019 de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH, INDEC) reveló que, según el régimen de tenencia de la vivienda para los conglomerados urbanos, el 15, 6% (4.400.000 personas) de personas son inquilinxs del lugar en que residen, problemática que se exacerba en las metrópolis. Cierto es que estas experiencias son muy disímiles. En parte, el aislamiento puso sobre la mesa la recurrente pregunta sobre el acceso a la vivienda en nuestro país y, expuso tanto la fragilidad de quienes alquilan y compaginan sus vidas con trabajos precarizados como de quienes lograron el acceso a la casa propia a partir de una infraestructura de préstamos familiares.
Entre 1976 y 1979, la última dictadura militar desmanteló el complejo congelamiento de precios y protección de inquilnxs que regía desde 1943, cuando otro gobierno militar decreta la emergencia en el sector. Después de algunos intentos fallidos tras la vuelta de la democracia y en contextos de alta inflación, en los ’90 el Estado renuncia tácitamente a la intervención en este tipo de contratos. Así, de acuerdo con la legislación vigente, los contratos de alquiler de viviendas son contratos entre privados que negocian libremente las condiciones en que se realiza, con algunas indicaciones menores, como tiempos mínimo (dos años) y máximo (veinte años) de duración de los contratos, la periodicidad de los pagos (mensual) o la multas en caso de recesión anticipada por parte de lx locatarix. Nada establece sobre la diferencia de poder entre ambas partes, los requisitos de accesos que pueden solicitarse o las reglas de actualización de los precios –siendo que la indexación de los contratos entre privados está prohibida desde 1991-. Este desmantelamiento de las regulaciones en los alquileres fue casi simultáneo a la descentralización de los organismos que financiaban y construían viviendas desde el Estado. Este corrimiento del Estado tanto en la producción como en la distribución y protección de los inquilinos representó de hecho la creación del mercado inmobiliario como un espacio “libre” de encuentro entre la oferta y la demanda.
A su vez, con el fin de la convertibilidad (2002) y con ella del mercado de créditos hipotecarios, los hogares no propietarios con ingresos en pesos vieron cada vez más lejana la compra de un inmueble valuado y transado en dólares. Esto se tradujo en la entrada del siglo XXI, en una reversión del aumento de lxs propietarixs que había caracterizado al país durante a la segunda mitad del s.XX. En la actualidad, los hogares inquilinos representan aproximadamente el 40% en las grandes ciudades. Paradójicamente, este aumento de los hogares inquilinos no supuso una revisión de los artículos del Código Civil que regulan la locación de viviendas.
Sin embargo, las medidas de distanciamiento social pusieron en cuestión la precariedad del mercado como dispositivo distributivo. La prohibición del desplazamiento y las restricciones a las actividades no esenciales pausó de hecho las mudanzas y la operación del mercado inmobiliario. No sólo en la Argentina se dispusieron medidas para que lxs inquilinxs pudieran hacer frente a sus compromisos la primera semana de abril: España, Alemania, Francia, Australia, Canadá y Marruecos entre otros, declararon algún tipo de ayuda para el pago de alquileres o directamente su suspensión. En un contexto de creciente fragilidad, permanecer en casa tuvo dos temporalidades, la del día a día y la del desalojo. Garantizar el abrigo es una precondición tanto de la cuarentena social como de la supervivencia individual.
En nuestro país, la medida llegó el 29 de marzo, casi 10 días después de haber comenzado la cuarentena preventiva y obligatoria y en el medio de fuertes rumores de su extensión, para aclarar sobre la hora lo qué acontecería con los 15 mil contratos que se vencerían sólo en la Ciudad de Buenos Aires, con los aumentos programados, con las deudas que se generarían por el freno en la actividad económica. Los principales puntos del decreto 320/2020 son la suspensión por 180 días de desalojos y aumentos programados e intereses por mora -a ser pagados en a partir de octubre hasta en 6 cuotas-, la renovación automática de los contratos hasta el 30/09 y la obligatoriedad de poner a disposición cuentas bancarias donde realizarse las transferencias. Sin embargo, incluso esta solución general puso de manifiesto la opacidad del mercado y sus mecanismos. De acuerdo con los sondeos de la Federación de Inquilinos Nacionales, más del 50% de lxs propietarixs e inmobiliarias no facilitaron el CBU e incluso pasaron a cobrar puerta a puerta – “como el señor Barriga”, según una inquilina- los alquileres. Otrxs, intentaron posponer el pago o desincentivar la transferencia cobrando “impuestos” indebidos. Algunas lecturas asociaron esta reticencia a la voluntad de mantener los alquileres en negro, dado que según datos de la AFIP 8 de cada 10 contratos de alquiler no son declarados ni tributan por esa renta.
Pero también es cierto que, a pesar de la falta de información sobre el patrimonio, según un informe del Banco Interamericado de Desarrollo, la mayor parte de lxs propietarixs que tienen viviendas en alquiler sean parte de la población de riesgo antes que “nativxs digitales”, jubiladxs y cuentapropistas que buscan complementar ingresos, que también se verán afectados por la cuarentena. En los casos en que se había acordado una renovación, el decreto dejó un gris: con “actualizaciones” de los alquileres cercanas al 50% tras la inflación de 2019, extender el precio de marzo hasta septiembre representa una transferencia de hecho hacia lxs inquilinxs. Pero propietarixs e intermediarixs dejaron en claro que volverían a hacer valer su posición al final del periodo de gracia: las renovaciones no se pautarían en los mismos términos en octubre o directamente no se harían; la insubordinación inquilina se va a cobrar. En este contexto de incertidumbre generalizada, unxs y otrxs debieron una vez más dedicarse a la sútil tarea de prever los humores futuros y las economías presentes, unxs para no perder la vivienda transcurrido los seis meses, otrxs para no perder los ingresos durante la pandemia.
La desigualdad del habitar: trabajadorxs, countries y privilegios
La pandemia puso de relieve hasta las desigualdades de los materiales de las viviendas, del acceso a servicios básicos y los modos de aprovisionamiento. La propuesta del aislamiento primero preventivo y luego obligatorio de #QuedateEnCasa se amplió y entendió por el mismo gobierno, organizado a partir de la figura del Presidente Alberto Fernandez, a la consigna #QuedateEnTuBarrio tras advertir que las condiciones de vida en diversos puntos de las provincias se organizaban en terminos comunales. Como consecuencia, el repliegue estrictamente ceñido a la casa se tornó inaplicable.
Fuente: EPH, Primer Semestre 2019
Si bien para muchxs esto era esperable, teniendo en cuenta el limitado acceso a servicios públicos como ser al agua corriente, al gas en red o cloacas (Cuadro 1); otrxs, se “desayunaron” con esto una vez comenzado el aislamiento. Residentes de estos barrios también vieron complicadas sus posibilidades de supervivencia al interrumpirse su laburo o la changa y, tampoco, tener garantizado un salario porque, mayoritariamente, están empleadxs de manera informal. Laburantes que a diario se toman hasta tres transportes públicos, por ejemplo, para trabajar en casas ajenas y proveerles servicios de cuidado, mantención o limpieza de sus casas.
Toda crisis tiene sus ganadorxs aun cuando el sostenimiento de esa “buena vida” se ve hackeado por la pandemia. En sectores medios y medios-altos, que tienen garantizada la propiedad, construir un hábitat seguro y “bien” es una empresa que se edifica y mantiene día a día y para la cual colaboran una diversidad de trabajadorxs. Esta pandemia puso tal empresa en suspenso. La falta de servicios que “resolvían” sus vidas ya no está al alcance de sus manos o sí lo está, lo está de manera esporádica y por un período corto. Parte de eso se expresó en los countries y barrios cerrados. Por el mes de marzo, diversas notas periodísticas se hacían eco de esto: mujeres que se recluyen con sus empleadas, famosas -como Catherine Fulop- que hacen video en Instagram con frases tipo: “Juanita se quedó acá, encerrada en la casa jajaja”; un hombre que mete a una trabajadora en el baúl del auto para ingresarla al country y patronas que no las dejan salir a la calle porque “es peligroso”. O cuando se “toma conciencia de que vivirá en una casa de 400 metros cuadrados sin personal doméstico durante, por lo menos, 15 días”. Estas escenas, relatan la desprotección a la que se ven arrojadas muchas de las personas que se desempeñan como trabajadorxs (trabajadoras de casas particulares, pileterxs, jardinerxs). Asimismo, encontramos la organización, la colectivización y el reclamo ante tales acciones: la Unión Personal Auxiliar de Casas Particulares (UPACP) señaló que las empleadas registradas deben seguir cobrando su salario aunque no vayan a las casas particulares. Sin embargo, la formalización de esta relación laboral no alcanza ni siquiera a un tercio del total de trabajadoras que conforman este sector.
El doctor en urbanismo y coordinador de la licenciatura en Urbanismo de la UNGS, Guillermo Tella en 2016 manifestó que sólo en la provincia de Buenos Aires había 593 barrios cerrados y, por ese entonces, unos 300 en trámite. Este especialista, desde entonces puso de relieve que estas construcciones atentaban contra los espacios naturales a partir de acciones como una pavimentación indiscriminada o por la polderización de viejos humedales en la zona. Porque, como sintetizaba una serie argentina, inspirada en un dicho de Mirtha Legrand, “los ricos no piden permiso”. En esa línea, encontramos las vivadas de quiénes más tienen al ver el barrio privado como un refugio “hasta que pase el invierno” y los falsos dilemas que exponen las inmobiliarias. En este panorama, el confinamiento expone desigualdades que, aunque estructurales, permanecen invisibilizadas por la creciente neoliberalización de la vida cotidiana. En parte, la viñeta de Catherine Fulop sobre la trabajadora que había quedado en cuarentena da cuenta, de esa relación de poder. No hay estética visual ni dulcificación de tal naturaleza de estilo de vida que corte una inequidad encarnada en las casas y en los cuerpos y en los cuerpos feminizados más que en el resto.
Reflexiones finales
La vuelta a casa nos llevó a reorganizar nuestros quehaceres y nuestros espacios. Algunxs, privilegiadxs, volvimos a los balcones, a ese pulmoncito que, ahora, se volvió vital para sostener la distancia física. En medio de esta pandemia, el balcón se vuelve una dimensión simbólica y material muy significativa, vinculada al aire libre, a la luz, al espacio, al sentirse “libre” que el mercado inmobiliario ya busca cómo capitalizar. Tras más de 12 meses muy malos para ese sector, el mercado está más atento que nunca. Cierto es que la crisis a causa de la pandemia puso en evidencia la precariedad con las personas acceden a derechos básicos, entre ellos la vivienda.
Esta situación puede leerse como el producto de años de desinversión estatal y falta de voluntad política. Desde hace algunas décadas, las interpretaciones foucaultianas del neoliberalismo habilitan una lectura posible de esa “retracción” del Estado desde los ‘70 como despliegue político afirmativo: produciendo las condiciones y liberando el espacio para la autonomía individual y la emergencia del mercado. Desembarazados los contratos de locación entre privados del control público, oferentes y demandantes podrían definir en sus propios términos el negocio. Porque la vivienda y la necesidad se convierte en eso, un negocio, donde diferentes partes hacen apuestas, corren riesgos y toman decisiones basadas en la maximización de los beneficios; poco a poco, propietarixs e inquilinxs, “empresarixs de sí mismxs”, se hacen responsables de su suerte en materia habitacional -como parte de un autodisciplinamiento individual en distintos órdenes de la vida- y la casas se vuelven una inversión de capital. Los ciclos económicos de locura del mercado -la bicicleta financiera, la hiperinflación, la convertibilidad, la salida a la convertibilidad- contrastan con la racionalidad que explica que ganadorxs y perdedorxs algo habrán hecho para estar donde (no) están. Llegar a la casa propia siempre es narrado por lxs propietarixs como producto de una recurrente tríada: el esfuerzo, el sacrificio y el ahorro; sostenida a partir de una disciplina cuasi monacal y de una claridad en los objetivos de largo plazo (“no me compraba ni un par de medias”): sólo el/lx que compra “sabe lo que valen las cosas”. En ese universo de distribución fatal de las propiedades, donde se tiene o no se tiene, lxs inquilinxs son ciudadanxs de segunda categoría.
Sin embargo, el contagio del covid-19 y su profilaxis aislamiento mediante, pusieron de manifiesto los límites de esta transformación en los dispositivos distributivos. El acceso a la vivienda no es sólo un derecho de todxs lxs individuxs e incluso un negocio para algunxs, sino una prerrogativa para el bienestar social. No sirve que sólo un puñado tenga asegurado un abrigo digno y por eso, también es dudoso, que en su afán por maximizar la inversión en este mercado tan desregulado, “la oferta” descubra la importancia del espacio, la luz o el aire. Del mismo modo en que la humedad va tomando una pared, la normalidad se va apoderando de nuestra percepción de la desigualdad en términos cualitativos y cuantitativos. Sin tener garantizado el acceso a “lo propio”, se sigue sosteniendo el aislamiento a partir de una transformación permanente de las casas o departamentos aún para quienes su vivienda es un lugar transitorio y ajeno, habitando también los grises que deja el Código Civil.
Muchxs, seguimos imaginando el mundo pospandemia, la Argentina tras este embate sanitario, el saldo de desigualdad que dejarán estas semanas de repliegue sobre el hogar. Algunos actores del sector inmobiliario ya están previendo el aumento de la concentración y con ella de lxs inquilinxs, así como la valorización -es decir, el encarecimiento- de aquellas características edilicias, como los balcones o las terrazas, que vuelven a la cotidianidad enclaustrada más soportable. Se nos presenta, entonces, la imperiosa necesidad de (re)pensar la función social de la vivienda y su diálogo con la preeminencia del mercado, tanto desde una necesaria ley de alquileres (para proteger a la demanda), como desde los códigos de ordenamiento urbano (para orientar la oferta de lo que se construye). Pero no alcanza con un Estado que intervenga el mercado poniendo “las reglas de juego”, sino que deben generarse infraestructuras habitacionales y urbanas accesibles para todxs: un Estado que produzca y construya, que no delegue la supervivencia ni la construcción de ciudadanía a la participación del mercado. Para lo cual, “mantener a raya” nuestros sentidos comunes más naturalizados y arraigados, problematizar las convenciones y leyes de antaño que hoy siguen operando y regulando el acceso a la vivienda puede ser, al menos, alguna de las tantas maneras de reflexionar y aprovechar este momento excepcional que estamos viviendo para no retornar a esa “normalidad” que nos enferma. La comprensión política del derecho a la vivienda como parte del acceso a una salud pública integral es central para imaginar y concretar estrategias vitales para todxs.