Un viaje como cualquier otro, en un día como cualquier otro. O no. Un ring improvisado entre vendedores ambulantes, dos madres, sus hijos y melodías polimorfas estimulan los pensamientos y los sentidos de un cronista espontáneo que toma el tren desde Capital a San Martín.La estación de trenes de Villa Pueyrredón, a diferencia de otros espacios de transportes urbanos, ofrece dos únicas opciones de viaje. El pasajero puede subirse al tren que va hacia Retiro o al que va hacia José León Suárez, con las opciones de sus estaciones intermedias. Direcciones perfectamente opuestas se acompañan en paralelo. La dicotomía del viajero se resuelve en sus ganas o su obligación, su trabajo o su casa, su necesidad o su placer, sus sueños o sus compromisos. Pienso en esto mientras espero el tren que me lleve a San Martín y reniego por no poder descansar mis pensamientos en la histórica simetría de la estación. Hace algunos años remodelaron radicalmente la arquitectura del andén que va hacia Retiro. Hoy es un espacio abierto con un techo, suerte de galería. Algunos asientos, una única salida con molinetes precede un pasillo con ventanillas, que es la boletería, luego uno puede optar por unas escaleras o una rampa para bajar a la calle. Cemento gris y liso, algún detalle azul en los techos, una larga línea amarilla en el piso que recorre todo el andén de punta a punta, sin necesidad de cartel, anuncia “precaución”. En cambio, del lado que va hacia J.L. Suárez sobrevive el edificio original de corte inglés. Ladrillo, tejas, vigas y columnas de madera, amplias ventanas con rejas y postigos. Los molinetes, custodios automatizados de la empresa, irrumpen en el medio del hall donde está la boletería, que es fresco en verano y cálido en invierno. Dicen que por los techos altos. La arquitectura inglesa todavía se adivina en las casas de la zona. Una calcomanía blanca con las Islas Malvinas en celeste, en letras negras “LAS MALVINAS SON ARGENTINAS” pegada en una pared me hace cuestionar esta rara nostalgia.
Me subo al tren y me apoyo en una baranda, pegado a la puerta. Hay poca gente y asientos vacíos, pero siempre me quedo parado si viajo pocas estaciones. Entre los pasajeros del vagón veo dos mujeres con bebes, ambas sentadas. Me abrazan unas melodías, la música llega de los vagones vecinos. Maravilloso sonido estéreo, solo que canciones diferentes. Más aún, sonidos diferentes: uno digital, otro analógico. Uno efímero como un suspiro, otro para guardar y reproducir cuantas veces se quiera. En el vagón de adelante, del que estoy más cerca, se presenta un número de folclore. Guitarra, charango y quena alegran a un público de circunstancia que aplaude como si hubiesen elegido el espectáculo. Algunos cantan fragmentos de la canción “Así como es rebelde y angelical, así como es…”. La música nos atraviesa a todos y se manifiesta en los pies, las manos o cabezas que se mueven al compás de “azúcar, pimienta y sal”, interpretado a modo de valsecito peruano. Miradas con sonrisas cómplices entre perfectos extraños en la parte que dice: “la quiero así, con su cara de muñeca. La quiero así, con su cabecita hueca…”. Del vagón de atrás llega apenas el ritmo de un reggaetón. El ritmo uniforme para todos los artistas de este género me impide identificar quién canta. Cuando el volumen baja queda espacio para la venta “las 100 mejores canciones de reggaetón en mp3”, “todos probados y funcionando”, “consulte por otros géneros y artistas”. Un muchacho con mochila, una gorra apenas apoyada en la cabeza y ropa deportiva, desfila entre los pasajeros con un reproductor de potentes parlantes. Desde ese mismo vagón se aproxima otro vendedor. Lleva una caja grande debajo de un brazo, un chocolate en la otra mano con una pila de billetes doblados entre los dedos. Adivino que el vendedor de chocolates y los músicos van a entrar al mismo tiempo al vagón donde me encuentro.Vuelvo a mirar a las dos madres. Están dándoles el pecho a sus respectivos hijos, presumo que deben tener edades similares. La madre de la punta del vagón, con su pecho desnudo maneja a su hijo con una sola mano y sin ningún tipo de pudor. Me impresiona su destreza para acomodar al bebé cuando éste se suelta del pecho. En la otra mano sostiene el celular, que absorbe toda su atención. Es interrumpida cada tanto por otros tres chicos más, dos nenes y una nena entre tres y seis años, que corren y juegan a su alrededor, a quienes llama al orden. Lleva, además, varias bolsas en el suelo que sostiene y acomoda con los pies, y poco abrigo en relación al clima. La otra madre, vestida con jean, campera y botas, tiene envuelto a su hijo en una manta con la que también se tapa ella. La acomoda presurosa si se resbala y deja un espacio libre por dónde solo ella puede ver la cara del bebé. Sus miradas abstraídas del entorno, se conectan en otro plano donde solo están ellos. Y hasta resulta raro decir “ellos”, ya que parecen uno. Se mecen como un solo cuerpo a un ritmo único y personal, indiferente al valsecito peruano, al reggaetón o al tumtúm tumtúm del tren sobre las vías.
Efectivamente, el vendedor de chocolates anuncia su ingreso desde una punta del vagón al instante en que los músicos, todavía tocando levemente, ingresan desde la otra. “Esto es como la televisión estimados pasajeros…”, comienza el vendedor de chocolates, “…una publicidad atrás de la otra. Pero en esta ocasión les traigo…”. Me siento en medio de un ring de boxeo. Pienso, si ahora bajara un micrófono del techo anunciaría “En esta esquina con un peso de… y en aquella esquina…con una caja de chocolates….”. Noto una conversación que se desarrolla por señas, movimientos de cabeza y de ojos entre los músicos y el vendedor. Me digo a mi mismo que se disputan el vagón, aunque el vendedor ya empezó su rutina. “Fresca, fina golosina para llevar de regalo o para consumir en el viaje. Está pagando en los kioscos no menos de cincuenta pesos la tableta. Solo por hoy la lleva en veinte pesitos, nada más”. Mientras repite estas frases una y otra vez, sostiene la conversación por señas que atraviesa todo el vagón. Si efectúa una venta una conversación nueva, simultánea y paralela se abre, y ya suman tres: una con todo el vagón, otra con los músicos y otra con un pasajero en particular. Su capacidad de efectuar muchas tareas al mismo tiempo me recuerda la primera madre que observé, con su bebé, sus maniobras para darle el pecho, el cuidado de los otros tres chicos, su celular y sus bolsas. El vendedor avanza por la mitad del vagón a paso lento y constante, repartiendo oportunidades de ser llamado, buscando contacto visual con los pasajeros. Los músicos lo esperan en la otra punta, hablan entre ellos aunque sus ojos continúan el duelo de miradas con el vendedor. Mi atención se divide entre los personajes y se estructura buscando contrastes. Quiero saber qué va a pasar entre los músicos y el vendedor de chocolates por lo que me posiciono en un lugar donde pueda ver y escuchar el desenlace de una rivalidad anunciada. Mi nueva locación preferencial me ubica entre las dos madres. Comparten el mismo medio de transporte pero las imagino con destinos muy distintos. Trato de adivinar en qué estación se bajará cada una, qué actividades las espera a la tarde. Pienso en esos dos bebés, que en este momento también comparten el vagón, sus diferentes casas, sus familias y que quizás mas adelante puedan compartir escuelas o plazas.Por fin, ambas facciones comerciales se juntan. El círculo tripartito de los músicos se abre y reciben al vendedor de chocolates, quién desafiante, dice:
– ¡Dejen laburar tranquilo, che! ¿Por qué no se van con la musiquita a otra parte?- Para mi sorpresa, inmediatamente se ríen todos. Comparto la risa. El diálogo continúa:
– ¿No estás con los pañuelitos?- pregunta el guitarrista
– No…Sigo con los chocolates papá. Todavía los consigo a buen precio, viste… Pero ahora que se viene el frío arranco con los pañuelitos como siempre.
El tren entra en la estación de San Martín y me paro frente a la puerta. Me dura la sonrisa y trato de pensar por qué. Atrás los músicos y el vendedor también se disponen a bajar y se cuentan para dónde van.
¿Hacia dónde va la música? ¿Hacia dónde van los chocolates? Ese pensamiento me retumba y va perdiendo sentido. De lejos se puede escuchar el reggaetón, y miro por última vez a las madres antes de bajar. Hoy todos los vagones se van a llenar de música, de chocolates y de madres. De muchas y diferentes madres.
Me encantó leer esta reflexión. Me conectó con mis viajes en tren y con la posibilidad de vivirlos de otra manera.
Lo bueno del viaje día a día, apagar el celular y disfrutar por un rato una parte del mundo. Todos juntos hacia un mismo lugar, con destinos y pensamientos distintos. Pero llega esa canción, ese chiste que nos hace reir a todos y sin conocernos nos miramos y sonreimos. Eso es lo lindo del viaje ..disfrutarlo!