Durante el recorrido a la fábrica Alcoyana, tuve la oportunidad de escabullirme de lo que parecía una línea de montaje de visita, en donde te conducían de manera estructurada por cada uno de los pasos de fabricación y constitución del producto, y charlar junto con otros compañeros con uno de los socios, que se dedica al sellado y terminación del estampado de mantelería.

Cuenta que inicialmente, cuando recuperaron la fábrica, los socios eran aquellos viejos trabajadores de la planta y que con el paso del tiempo se fueron incorporando hijos y sobrinos de los primeros socios. La fábrica trabaja menos de lo que la capacidad por espacio y maquinarias puede producir, sin embargo, señala la necesidad imperiosa de contratar a nuevos trabajadores pero bajo una condición distinta a la de socio. Le preguntábamos de qué forma podría incorporarse un trabajador en una fábrica recuperada que no sea como socio, y no llegaba la respuesta exacta.

Hasta que de una forma u otra, vino implícita en lo que mencionó a continuación: los hijos y sobrinos de la primera generación de socios que fueron incorporados en Alcoyana no tienen la misma “cultura” del trabajo que la de sus padres y tíos. Ellos llegan tarde, faltan, trabajan a media máquina.

A través de esta breve descripción de situación me interesa llamar a la reflexión sobre este problema: qué sucede con las segundas generaciones de estas cooperativas que, como Alcoyana, se incorporan como socios. Una de las hipótesis que podría explicar estos cambios es la transformación histórica y cultural del obrero. La primera generación de socios comenzó a trabajar en las décadas del 60 y 70, en donde el modelo de obrero era el de aquel que permanecía en una misma fábrica por muchos años, hacía carrera y desarrollaba sus capacidades en un mismo espacio.

Esta segunda generación, en cambio, pertenece a una época atravesada por una década de precarización laboral y de empleo informal. En la actualidad, la permeabilidad y volatilidad del empleo, la falta de responsabilidad y compromiso con el trabajo responde a condiciones que no garantizan ingresos económicos estables. Esta precarización dejó una marca invisible pero imborrable en estos nuevos obreros. Obreros que descubrieron, al igual que el obrero social de Negri (1980), que la lucha y la transformación no ocurren solamente en la fábrica. Es decir, el compromiso no desaparece, pero se desplaza hacia otras esferas.

A modo de conclusión, quisiera dejar algunas preguntas abiertas que surgen de las anteriores afirmaciones: ¿estamos no solo ante la transformación del obrero sino también de la fábrica y, por lo tanto, de las formas de producción? ¿De qué forma se adaptan tanto el obrero como la fábrica a esta nueva lógica para poder producir de una forma más o menos provechosa y responder a las necesidades del mercado?

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