En alguna parte del Sudán anglo-egipcio el joven Evans-Pritchard descubre la fraudulencia de un exorcista zande al intervenir en un proceso terapéutico. En el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, los estudios acerca del carácter nacional elaborados por los antropólogos Margaret Mead, Roe Fortune, Gregory Bateson y Ruth Benedict son utilizados para planificar la victoria estadounidense sobre la alianza del eje. Un Bateson distraído publica un esquema de temperamentos culturales elaborado por Mead que los nazis utilizan para justificar su supremacía racial. Bronislaw Malinowski y Alfred Radcliffe-Brown son leídos por la administración colonial del Imperio Británico: el argumento de un peligro intrínseco asociado al contacto cultural entre Occidente y los “otros” se utiliza como parte de la base ideológica en la formulación del apartheid. Grupos de intelectuales posmodernos ponen en tela de juicio la autoridad etnográfica de la figura del antropólogo, proponiendo la polifonía como la naturaleza propia del trabajo de campo en cuanto texto. En el departamento de un edificio en las afueras de Nueva York, un estudiante de la Universidad de Columbia se siente más tranquilo consigo mismo al modificar los nombres de sus informantes en los capítulos de su tesis. En los límites artificiales de mi propio campo de estudio, una persona me dice “que quede entre nosotros” antes de contarme un hecho de una relevancia teórica fundamental para los objetivos de mi investigación.¿Qué tienen en común todos estos hechos? Se encuentran atravesados por dimensiones éticas pertenecientes a todas las etapas del proceso de investigación en ciencias sociales. Son hechos que reflejan las diferentes maneras en que el investigador interviene, de forma consciente o inconsciente, esperada e inesperada, en la vida de los sujetos a los cuales estudia. Lejos de mantener una visión estática de la ética que la propone como parte de un único momento del diseño del proyecto de investigación, o como válida de analizar sólo en los grandes hechos –en términos de controversia– de la historia de la antropología, este texto invita a reflexionar acerca del rol de la ética en todas las fases del análisis socio-cultural.
De la ética de los grandes hechos a la “ética cotidiana”
Como estudiantes de ciencias sociales, la academia nos ha enseñado a considerar la ética como un germen siempre latente que resurge en los momentos de mayor controversia en la disciplina. ¿Quién no se ha quedado perplejo al comparar Los argonautas del Pacífico Occidental con el diario de campo de Bronislaw Malinowski publicado por su esposa luego de haber fallecido? ¿Quién no ha sentido (aunque sea un leve) desprecio por la forma en que los discípulos de Boas pusieron la antropología al servicio de las políticas nacionales de los países en los cuales se habían formado? ¿Qué estudiante de antropología no sabe, ya en los primeros años de su formación, de las relaciones entre la disciplina y los procesos de conquista coloniales de las potencias del continente europeo? Y sin embargo, esta forma de pensar las implicancias éticas de lo que hacemos ha dejado por fuera gran parte de la reflexión en torno a prácticas y procesos microscópicos de la vida social, ¿o acaso no es una decisión ética modificar el nombre de un informante en el capítulo de una tesis aun sabiendo por dentro que este podrá reconocerse y reconocer a los otros de manera sencilla en el escrito?Queda un halo de neutralidad ideológica en algunos rincones de Occidente, que el hecho de pensar la ética como un proceso dinámico y cotidiano puede ayudarnos a desarticular. Desde el etnocentrismo más extremo al más volátil comentario “al pasar” de un informante, el trabajo de campo para el antropólogo se encuentra atravesado por una constancia ética: un ejercicio de reflexión permanente que le permita pensar en las implicancias presentes y futuras de sus actos.“El trabajo de campo para el antropólogo se encuentra atravesado por una constancia ética: un ejercicio de reflexión permanente que le permite pensar en las implicancias presentes y futuras de sus actos.”En otro sentido, el binomio teoría/praxis en las ciencias sociales ha sabido formatear nuestro pensamiento con el objetivo de dividir la producción de conocimiento sistemático y formal de su aplicación con finalidades prácticas. Esto sólo ha logrado que la antropología “aplicada” sea tenida en cuenta como una fuente de controversias éticas frente al desarrollo de una teoría antropológica libre de toda ideología. Una vez más, el antropólogo en particular, y el investigador social en general, deben entenderse siempre como parte constitutiva de los fenómenos que estudian, ¿o acaso Bateson esperaba que los nazis utilizaran las formulaciones de Mead para proponer a la raza aria como superior entre las demás? O ¿esperaban Malinowski y Radcliffe-Brown que sus argumentos se utilizaran como base ideológica para la segregación social de las razas negroides del África colonial?“Los investigadores sociales no generamos conceptos por fuera de la vida social de los actores con los que trabajamos.”Si bien siempre existe una cuota de incertidumbre acerca de lo que pueda o no suceder con el conocimiento que producimos, debemos ser conscientes de que, sea cual fuere el nivel de pragmatismo que podamos otorgarle a lo que estudiamos, los investigadores sociales no generamos conceptos por fuera de la vida social de los actores con los que trabajamos.Formamos parte de esa vida social bajo una determinada posición en el gran entramado de relaciones de poder. Si aceptamos que la aplicación, entendida como “gente haciendo cosas con todo aquello que producimos”, es inherente a la investigación científica misma, podremos entender que ésta, inclusive en sus niveles “teóricos” abstractos, es una práctica social con implicancias éticas.Debemos dar un paso en pos de comprender las dimensiones éticas del análisis de la vida humana, no como asociadas a una entidad con potestad jurídica o libradas a un apartado de las secciones de metodología de los escritos académicos, sino como una entidad que se encuentra allí de manera constante, invitándonos a reflexionar de forma permanente acerca del meollo de la cuestión: ¿qué es lo que hacemos cuando hacemos investigación social?* El título evoca el nombre de la famosa telenovela “¿Qué culpa tiene Fatmagul?” a través de una analogía fonética con el nombre de la tribu estudiada por Gregory Bateson en “Naven. Un ceremonial iatmul”.