“El alma es la creación que tiene historia”, dijo alguna vez Georg Simmel. El Polaquito, con sus 90 años, entre mates y libros, hila recuerdos que construyen su vida y se entreveran con la larga historia argentina. Del barco a la calle y luego a la Plaza de Mayo; de un lugarcito en un conventillo a una pieza en Devoto; de obrero textil a dueño de una fábrica. Una entrevista sobre aprender, laburar y progresar en un camino que nunca fue fácil.
Mi abuelo es un tipo nostálgico. Le gusta tomar mates, fumar tabaco en una pipa y contar historias. Historias ligadas a la política, como la noche que el Ejército le allanó la casa buscando a mi vieja, e historias ligadas al trabajo, como su paso de obrero textil a dueño de una fábrica. Su vida era el laburo. Hoy en día se refugia en la lectura.
Su abuelo materno había comprado un título de nobleza y tenía tierras en un pueblo con un río que cruzaba la estancia. Pero como su familia era judía, para mediados de los años treinta tuvieron que huir. A los nueve, “El polaquito”, así le decían, llegó a Buenos Aires. Lo primero que vio fueron las luces desde el barco; él que venía del invernadero y no conocía la luz, ni la radio ni los coches. Los caramelos eran una fiesta.
Su mamá se puso a trabajar de planchadora y él se crió en la calle, aprendió castellano “de prepo, a las forzadas”. Vivieron en conventillos en el barrio de Devoto, hasta que “progresaron” y se mudaron a una pieza. Para ese entonces, el polaquito, mi abuelo, ya tenía su primer trabajo.
¿De qué trabajabas?
En un taller mecánico. Tenía 15 años, iba de pantalón corto, era petiso y flaquito. Me daban 10 centavos por hora. Como no había comedor, al mediodía iba a comer algo a casa y volvía con el tranvía, que era de la Corporación de Transportes, inglesa. Hacía cuatro viajes, me salía 10 centavos cada uno. Así que de los ochenta, cuarenta los gastaba en viaje. La Argentina no existía, era una miseria total.
¿Por esos años eras comunista?
Claro. Los socialistas eran todos finos, ‘chicos bien’; los anarquistas ya no existían; los conservadores eran todos matones. Los radicales, después de Yrigoyen, eran lo mismo que los conservadores. Y como era pobre… sí, era pobre, no hay vergüenza en eso. ¿Dónde podés entrar? Vos que estás laburando, que te pagan dos mangos. Pero un día pararon la fábrica y salimos todos. Era el 17 de octubre.¿Fuiste a la plaza?
Sí, yo era un pibe, tendría 17 ó 18 años. Salí a tomar el tranvía y estaba lleno, había gente hasta en el techo, colgada. Y me llevó la marea. La Plaza de Mayo se fue llenando y todos gritábamos. Como habían cortado la luz, los canillitas la iluminaron con el diario Crítica de Botana, que era antiperonista, como el Clarín de esa época o peor. La Marina estaba esperando para desembarcar cuando llegara el Ejército, eso lo cuentan ellos, los gorilas. Pero como (Eduardo) Ávalos dijo ‘no’, no hubo masacre. Perón habló y cuando habló -se emociona, entre risas- estalló la Plaza. Al terminar, tratando de evitar un encuentro, dijo “trabajadores, vayan a su casa, cuiden a su mujer y a sus hijos”. Y la gente cantaba: “mañana es San Perón, que trabaje el patrón”. Ahí terminó el 17 de octubre. Mejor dicho ahí empezó el 17 de octubre. Por suerte. Ese día metí las patas en la fuente y nunca me pude curar. Fui a la clínica Libertadora, a la clínica Proceso, y no, al contrario, peor era.
¿Y después qué pasó?
Al otro día fui a la Secretaría de Trabajo y Previsión y ahí me dieron una lista con pedidos, porque había más oferta de trabajo que demanda. Así que empecé a trabajar en Lugano en una fábrica que hacía máquinas de madera, dibujando los moldes. También trabajé en una fábrica metalúrgica en Barracas, donde dibujaba las válvulas para obras sanitarias. Era todo manual en aquel tiempo. Una vez pregunté por uno de los dueños y me contaron que estaba internado, que se había cortado una cadena y le había amputado una pierna. Venía con la pierna de palo y el bastón. Esos eran los industriales de aquel tiempo. Por ahí no era peronista pero era laburante, todo a pulmón. Eran héroes.
¿Cómo aprendiste a dibujar?
Me recibí de la escuela por correo, me mandaban los planos y practicaba. Tenía un tablero y una regla “T”. Más que saber, era muy prolijo. Cuando entré en la Standard Electric habían ido a postularse como seis del Otto Krauce, que era palabra mayor. Yo aprendí por correo y fui. Cuando me aceptaron vino un ingeniero y me preguntó cuánto quería ganar. Ya había hablado con un muchacho que trabajaba ahí hacía siete años, y ganaba 370. Yo tiré 400 y me dijo que sí. Después supe lo que pasaba ahí: el teléfono no sé cuánto salía pero el Estado daba un porcentaje de ganancia, según lo que gastabas. Entonces tomaban gente, le pagaban lo que pedían y le llamaban “gasto”. Cuánto más “gasto”, más ganaban ellos. Y yo colaboré con los señores ingleses, pero, bueno… Yo hacía el trabajo, se lo daba a mi jefe y no me traía más. Entonces me ponía a leer. En ese tiempo leía a Hegel.
¿Por qué pasastes a trabajar de obrero textil?
Mi hermano trabajaba de anudador en San Martín y el trabajo manual era mucho más remunerativo. Además, los obreros tenían los sindicatos. Me saqué el trajecito, me puse el mameluco y empecé a amarrar hilo. Al principio anudaba 800 hilos por hora. Era aprendiz y no lo podía hacer rápido, pero después llegue a 1500, 1800 hilos por hora. Trabajaba por mi cuenta y cuanto más hacía, más ganaba. Una vez me llamaron de Quilmes para que vaya a amarrar porque tenía fama de hilar finito, “hazte la fama y échate a dormir”. Eran unos 50 mil hilos de una seda natural china que habían importado. Me ofrecieron lo que ganaba un tejedor, que en aquel tiempo era un señor. Manejaban los telares y ganaban muy bien. Había un tejedor que los sábados se traía una coca de litro y medio con un sánguche de jamón crudo. A las diez paraba con el patrón y se iban para el hipódromo, ése era el standard de vida que tenían. Entonces me ofrecieron un mes de lo que ganaba un tejedor. Me pusieron una cama para que durmiese ahí y estuve 36 horas seguidas casi sin parar. Llegué a ganar más plata que ellos. Un fabricante me decía “cómo afana plata Juan”. Teníamos un sindicato, de barrio, y ponían precio. Mirá qué forma de afanar la guita, ataba mil hilos y salía un peso cada hilo. Era guita. Todo era guita pero con inflación. Donde hay trabajo y consumo, hay inflación.
¿Cómo te decidiste a poner la fábrica?
Todos eran fabricantes chicos. Si uno tenía una casa, volteaba la pared y ponía dos telares, ya estaba. Uno de mis jefes, un yugoslavo, que venía a charlar conmigo mientras hacía el trabajo, me preguntó por qué no me ponía a fabricar. Ellos estaban locos con los cheques. Vendían la tela por cheques a 60 ó 90 días. Yo en cambio terminaba el trabajo y cobraba. Pero el brazo… todo tiene su límite. Fue intuitivo, no lo pensé ni fui al psicólogo. Después de años el trabajo era más pesado y bajaba la producción. Así que me hice burgués y nunca gané tanta guita. ¿Cómo empezaste a fabricar?
Cuando me puse a trabajar no lo hice con tres telares, como algunos. Arranqué a fabricar con treinta máquinas. Tenía dos telares propios. El resto por asociación con otros que tenían máquinas y vendían a terceros. En menos de una semana yo tenía la tela que otros hacían en un mes. Mandaba a la tintorería en cantidades y lo hacían enseguida. Entonces compraba hilado y no guardaba guita. Nunca fui un vago, un patrón. Me había acostumbrado a trabajar y me gustaba el trabajo.
Durante el Proceso, ¿cómo fue que les allanaron la casa?
Nos avisaron que habían agarrado a una amiga de tu vieja. Por eso vinieron. En vez de agarrar la camioneta Chevrolet azul que usaba para trabajar, la subí al Fairlane, casualidad. Tenía un Fairlane verde. Antes tenía un Rambler pero se le había roto el chasis. Un amigo me recomendó un conocido con siete coches que los quería vender y me preguntó si prefería un Falcon o un Fairlane. Elegí el Fairlane. Eran de un general y eran todos verdes. El general habría hecho algún servicio a la Ford, porque los delegados de la Ford desaparecieron, los mataron a todos. Entonces, a tu vieja la llevé a lo de la abuela y más tarde los estábamos esperando. Golpearon a las 3 de la mañana, abrí la puerta y ¡pum! Me tiraron al suelo y me pusieron la ithaca en la cabeza. Lo que más pena me dio fue tirar toda la biblioteca que tenía del fondo económico de México. Tiré todo, ni un libro quedó. Entraron en los cuartos y no encontraron nada. Hasta revisaron el tabaco para ver que tenía adentro. Me preguntaron por tu vieja, les dije que se había ido con un novio por Rosario, que no sabía. El asunto es que zafamos. Al otro día fui a hacer la denuncia, tenía un ex compañero de trabajo, subcomisario de Villa Lynch. Menos mal que salí con el Fairlane, porque me dice “estábamos vigilando tu camioneta”. La policía tenía que colaborar sí o sí, sino los mataban a ellos. Abandonamos la casa y a veces pasaba por la puerta pero no volví a entrar.
Con todos los cambios económicos ¿cómo te iba con la fábrica?
Aguanté algo y seguí trabajando, iba tirando. Una vez un distribuidor me quería comprar toda la tela. Imaginate que había hiperinflación. Me decía que no le querían vender. Yo le vendí y con esos cheques compré el hilado. En vez de tener la tela tenía el hilado. No con el margen de ganancia sino con el trabajo, el valor agregado. Al tiempo volvió. Como después de la inflación vino la recesión, me quería devolver la tela, que le devolviera los cheques, decía. Porque la inflación bajó de golpe y porrazo. Y yo no me había quedado con la tela que otros tenían que rematar por especuladores. Yo tenía el hilado y podía seguir trabajando. Pero en el ‘89…
¿Qué pasó?
Valía más un kilo de algodón nacional que una sábana hecha afuera. Vendí la camioneta y el Fairlane para darle a la gente. Pagué a todo el mundo y chau. Eran amigos. Cuando había aumentado el 20% en negro, porque estaba prohibido aumentar los precios y los salarios, un tejedor me dijo que no iba a poder competir así. Y le contesté que no se dejara llevar por los cuentos, que la mano de obra me salía el diez por ciento y si aumentaba un veinte me iba a salir un doce. Y si no podía competir tenía que cerrar. Cuando cerré una empleada lloraba. Les dije que les dejaba la fábrica, me respondieron que ellos no sabían qué hacer y, la verdad, yo tampoco sabía. Mi vieja era (e insiste con seguir siendo) militante peronista. Tras el Golpe de 1976 comienza su exilio dentro del país. Hoy la contamos, entre otras cosas, gracias a la rapidez de mi abuelo en ese día.
Fondo de Cultura Económica.