por Gustavo Baez

El fallecimiento de Diego Armando Maradona nos conmocionó a todos, futboleros y no futboleros.  A todos, al mundo entero. Aunque la generalización no sea del todo adecuada, en este caso bien vale esa licencia. Esta conmoción generalizada me llevó a preguntarme: ¿Cómo es posible que  la desaparición física de una persona, con la cual no tuve ningún trato personal, como la inmensa  mayoría de las millones de personas, nos afectara de tal  forma que nos hiciera sentir que habíamos perdido una parte de nosotros mismos? Pregunta sin pretensiones de ser analítica, sino, más bien, un intento de bucear en mi propia subjetividad y desde allí, quizá, intentar responder a esa realidad social.

Uno de mis primeros intentos por responder a ese interrogante lo encontré en las imágenes que retrataban las primeras reacciones de  los napolitanos, quienes espontáneamente salieron a las calles con bengalas y bombos. Aquellas imágenes resultaban, bajo ese desconsuelo, estremecedoras. Sin dudas, Nápoles y Maradona son casi sinónimos. Diego llevó al club de la ciudad, Napoli, a lo más alto del fútbol italiano y lo colocó como vórtice del fútbol mundial. Maradona, Diego desde la exquisitez de su juego, desde lo excelso de sus gambetas, fue la revancha de Nápoles y todo el sur de Italia, a tanta postergación, tanta desigualdad. Maradona enfrentó a los clubes de las ciudades más poderosas del Norte italiano y les  ganó. Desde ese sur postergado, los abofeteó.  A los descendientes de los mecenas y a las  ciudades del Renacimiento, les demostró que no eran dueños del monopolio del arte. Cada gambeta,  cada gol, las transformaba, como el mejor de los alquimistas en las puras y bellas obras de arte. El  fútbol, aquel deporte popular, emergía desde ese sur postergado como la más fina y acabada obra de arte. El Norte nunca se lo perdonó y se lo hizo sentir en aquel Mundial del ’90. 

Fue en ese momento que comencé a comprender que el “sur” y los “postergados” fueron una  constante en su vida. Desde aquella Villa Fiorito, donde nació y creció con muchas carencias  materiales, pero rodeado del amor de su familia, del apoyo y contención de Don Diego y Doña Tota. También desde la sureña Mar del Plata y aquel histórico Tren del ALBA, le puso el cuerpo para  sepultar el proyecto impulsado por los Estados Unidos, el ALCA (Área Libre Comercio de las  Américas). Sin dudas su presencia ayudó a darle volumen popular a todo aquél acontecimiento. Ese  compromiso político generó, a partir de ese viaje, una amistad con los más importantes líderes  nacionales y populares del Sur de América. 

Sentía que me acercaba a la respuesta de aquella pregunta inicial. Sin embargo, me encontré con una  declaración que resultaba impactante y esclarecedora. Una persona balbuceaba entre lágrimas: “él a los pobres, solo nos dió alegrías”. Entonces comprendí que esa parte que se nos fue con Diego fueron todos esos momentos de alegrías que nos regaló con su magia, con su compromiso popular.  Alegrías que todos guardamos en formas de recuerdos y que tienen que ver con nuestras historias  de vida más allá del fútbol. Existe un Maradona en cada pequeño, pero hermoso, recuerdo familiar, en cada recuerdo de esa alegría. Así, Diego entró en nuestras casas y pasó a formar parte de  nuestras familias, de nuestras alegrías.

El primero de esos recuerdos, que se hizo presente, fue  allá por finales de los ochenta. Cuando era niño, nos íbamos de vacaciones a Sapucai (un pueblo del  interior paraguayo a 90 kilómetros de Asunción). En aquellos años, cuando viajabamos con papá, la mayoría de las veces nos quedábamos en la casa de tío Tan, hermano de papá (todavía mi papá no  construía nuestra casa en el pueblo). De aquellos viajes me quedan guardados los domingos en que el tío Tan y papá esperaban la llegada de otro de sus hermanos, el tío Víctor. Los domingos el tío Victor iba desde su casa a la iglesia para luego, después de misa, ir directo a la casa de tío Tan para ver los partidos del Calcio y disfrutar del Napoli de Maradona todos juntos. Hermanos, hijos y sobrinos. Hoy ya ninguno de ellos está. Ni papá, ni el tío Victor, ni el tío Tan. Tampoco Diego. Pero sí quedan estos recuerdos. Recuerdos que Diego nos regaló… 

Así fue Diego, desde su lugar de gran figura popular enfrentó a muchos poderosos. Por ello fue, y es, un símbolo de lucha y resistencia. Maradona es todas las alegrías, recuerdos, reuniones de amigos y familias (como aquellas en Sapucai). Maradona es, también, revolución. Es la bandera de los pueblos postergados. Es Fidel, Evo, Néstor, Chavez, Lula, es el Tren del ALBA y el “NO Al ALCA”. Maradona es Villa Fiorito, Nápoles, Argentina. Es Latinoamérica. Es el Sur, todos los “sures”.  Maradona es mito y leyenda. Es mortal e inmortal. Es amado por los pueblos y odiado por las élites que nunca pudieron cooptarlo. Diego nos colmó de alegrías. 

Por eso Diego será eterno y quizá esa sea la respuesta al dolor que nos envolvió al conocer la noticia de su fallecimiento. Tuvo que ver con todos esos recuerdos, alegrías, luchas. Isabel Allende dijo: “La muerte no existe. La gente sólo muere cuando la olvidan. Si puedes recordarme, siempre  estaré contigo”. Por eso Diego no murió, ni morirá. Vivirá eternamente en todos esos recuerdos que cientos de millones guardamos de él.

¡Gracias D10S!

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