Son las 8 de la mañana y luego de la extensa ceremonia que conlleva despabilarme, termino sentado frente al televisor. Desayuno y recuerdo cómo solía leer con frecuencia: “100 días de búsqueda de X”, “encuentran un cuerpo en Y”, “desapareció Z”; a la tarde, la escena se repetía. Por la noche, buceaba en internet en busca de distracción reincidiendo en las mismas noticias espeluznantes. In aeternum. Me preguntaba si esos zócalos de los noticieros, esos títulos macabros de notas o las bajadas sensacionalistas se encontraban movilizados por algo semejante a la empatía. Intentaba convencerme de que había una preocupación detrás de aquellas coberturas amarillistas; recuerdo abrir YouTube en búsqueda -como todas las madrugadas desde que inició la cuarentena- de alguna entrevista o intervenciones de funcionarios o funcionarias en espacios mediáticos y digitales. ¡Qué sorpresa!, exclamaba, una vez más el ministro de seguridad bonaerense y sus declaraciones rimbombantes: “encontramos otro cuerpo. A esta altura es difícil saber cuántos han sido entregados. La complejidad del asunto hace imposible discernir los sacrificios de los homicidios y femicidios. Pero el pueblo bonaerense tiene que quedarse tranquilo y saber que las fuerzas de seguridad del Sol se encargaran, como lo han hecho desde la vuelta de la democracia, de este caso que nos coloca en vilo.” Y el devenir de siempre: pases de factura a gestiones anteriores, desconocimiento de la responsabilidad, frases hechas y el desmarque típico del habitus político ante las preguntas sobre los rastrillajes miopes y un largo etcétera.

Ahora, sumergido en el sillón espero lo de siempre mientras acomodo la taza de café y las dos tostadas. Pero, esta vez, las eternas búsquedas y aquellos mensajes morbosos ya no están y un silencio ensordecedor invade la atmósfera de mí departamento. De repente, un chillido, como si mis tímpanos hubieran estallado, se impone como música de fondo. Voy de un canal a otro y no encuentro las verborrágicas intervenciones del ministro -hoy gobernador y sacerdote guía de los rituales en los que se entregan los cuerpos-. La situación está blanqueada. Ese procedimiento ignoto fue naturalizado por los medios de comunicación, por un amplio sector de la sociedad y por la cúpula política que, excusándose en la complejidad del tema, no interviene. A pesar de ello, todavía existen trincheras, pequeños reductos de resistencia que se oponen al ritual. Las organizaciones de derechos humanos, como hace décadas, aguantan los embates de una sociedad que tiende a la indiferencia y así se convierte en cómplice de los sacrificios anuales.

44 años han pasado desde la caída del Gobierno de la Noche que significó el fin de aquel régimen siniestro. No obstante, el proceso careció de sencillez. Antes de abandonar el poder, el Gobierno de la Noche exigió algo a cambio: cuerpos. Todos los años, con estricta regularidad. Ellos se retiraron, se sometieron a juicios y entregaron el Sol. El precio de la paz y la tranquilidad fueron los sacrificios, año a año. Y fue imposible oponerse. Tal era la profundidad que alcanzó el Gobierno de la Noche en determinadas instituciones gubernamentales, que estas adquirieron una dinámica propia e independiente del poder de turno. Es así como todos los años, desde 1983, un cuerpo es sacrificado para cumplir con aquel pacto que sostiene al Gobierno del Sol, la democracia que hoy vivimos. Una democracia que posee resabios de la Noche: sus desaparecidos, sólo que ahora de forma institucionalizada. Cada año, todos los primeros sábados de noviembre, el espectro del homo necans sobrevuela la ceremonia. Una vez invocado por la figura sacerdotal, quien oficia de guardián litúrgico y vela por los intereses de la Noche en cada ofrenda, el espectro supervisa el éxito del sacrificio. “Gobierno del Sol”, así fue bautizada nuestra democracia en la ceremonia transicional. Pero los vicios del Gobierno de la Noche no se han esfumado y se cristalizan en cada sacrificio guiado por la pluralidad de sacerdotes que, todos los años, ofrecen los diversos espacios civiles y políticos. Son esquirlas de la Noche clavadas en los cimientos de nuestra democracia, su telón de fondo. 

Vuelvo en mí. Despierto del trance en el que caí producto del insomnio y el alboroto que padece mi reloj biológico, entendible después de un año pandémico que no parece terminar. Me incorporo y esquivo la biblioteca que sirve para separar un ambiente de otro, despierto a Luciana y comienza su rutina para despabilarse. Mientras ella se baña, las imágenes vividas de aquella digresión me inmovilizan. Una profunda angustia, que logro transitar con más o menos éxito, se adueña de mí pecho. Si algo me ha dejado la pandemia es la capacidad de convivir con la montaña rusa de emociones a la que me someto durante el transcurso del día. Respiro hondo y logro tranquilizarme. Miro el celular ya que unas notificaciones lo hacen vibrar. Facebook. Una publicación me recuerda que se cumplen 9 meses de la desaparición de Facundo Astudillo Castro. Luciana se acerca envuelta en toallas. ¿Por qué esa cara?, dice mientras apoya su mano sobre mi hombro. Miro el piso, indignado. Otro sacrificio en democracia, otra mácula en el Sol. Nada, nada. Me distraje. ¿Vamos? 

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