La historia a continuación habla de una persona que, como todos, cumplió diferentes roles a lo largo de su vida: hijo, padre, esposo, compañero, estudiante, afiliado o vecino. Pero que a la hora de definirse pone el énfasis sólo en uno de ellos, en lo que él mismo llama una forma de vida: su condición obrera.La historia que aprendemos en la primaria, la secundaria e incluso en la universidad tiene la capacidad de contar y transmitir, en cientos de páginas, siglos marcados por los más diversos eventos. En contraposición, el relato de vida nos lleva a lo más ínfimo y subjetivo y así otorga un material histórico de otra naturaleza, pero de un valor incomparable. Este último es el caso de Omar, nacido hace 66 años en una localidad cercana a Necochea, provincia de Buenos Aires. Omar, como tantos otros, migró hacia La Plata en búsqueda de nuevas oportunidades. Allí se chocó con lo que él denomina la clase de su vida, la clase obrera, aquella a la cual le dedicó dos terceras partes de su propia historia.

El recorrido que realizaremos a lo largo de las décadas de vida de Omar nos lleva a anticipar tres reflexiones. La primera, retomando un entrecruzamiento con la historia mundial, tiene que ver con el rol de lo que se denomina la generación heredera de los años 60. Heredera porque retoma en su ideario, la lucha y la convicción que sostuvieron aquellos estudiantes franceses que en mayo de 1968 salieron a la calle. El ámbito de la Universidad de La Plata a comienzos de los años 70 reflejaba muy bien este contexto: los alumnos discutían sobre la transformación social, la revolución, la clase.

Pero a Omar, esa lucha le resultaba demasiado teórica. Solía considerarla limitada, cuando menos, a las cuatro paredes de una facultad. Su impulso ferviente por el activismo lo llevó a unirse al PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y a tomar la decisión de proletarizarse y luego, se convirtió en delegado sindical de una de las primeras fábricas donde consiguió trabajo. Y, entonces, llegó el golpe de Estado de 1976, en un momento de gran agitación, sospechas, persecuciones, y nuestro entrevistado no tuvo otra opción que trasladarse a Buenos Aires.

La segunda reflexión se relaciona a la participación política durante esa dictadura militar. Más allá de las proscripciones y peligros, la intención de mantener viva la discusión de la clase obrera, sus problemas, sus conquistas inalcanzables continuaba en pie. Se intentaban disimular las reuniones, se buscaban lugares cerrados, pero la ideología sobreponía y apostaba a la valentía y el compromiso de los activistas dentro y fuera de la fábrica.

La tercera reflexión nos lleva a épocas actuales: la vuelta a la democracia, la década menemista y las transformaciones ocurridas a partir del 2001 hablan de una nueva clase obrera. Durante los años 90, el MAS (Movimiento al Socialismo), el partido de izquierda al cual pertenecía Omar, se fue fragmentando y retrocediendo en la medida en que retrocedían y se fragmentaban las condiciones laborales de los trabajadores, condiciones signadas por la flexibilidad y la precarización.

Con el 2001, la crisis y las asambleas, se gestaban nuevas formas de lucha y conquistas de derechos. El partido comenzaba a entender, entonces, que el sujeto social había dejado de ser el trabajador industrial para ser uno más difuso, atravesado por otros ámbitos distintos a la fábrica. Por su parte, el obrero dejaba de considerarse a sí mismo como perteneciente a una clase obrera para llamarse a sí mismo “clase media”. Se trataba de un obrero atravesado por el barrio y por la fábrica, pero ahora también por los medios de comunicación, las nuevas formas de establecer redes sociales que no diluyen las preexistentes pero las resignifican. Los lugares de integración eran múltiples.

Si el obrero de los años 70 era el hijo del mayo francés y la lucha latinoamericana del Che Guevara, el nuevo obrero es el hijo de la precarización y del consumo, productor no solo dentro sino también fuera de la fábrica.

Dicho de otro modo, este es un texto sobre la transformación de tres figuras centrales del siglo XX: la fábrica, el partido y el obrero.

Hijo de un sirio ateo y una española católica, Omar aprendió a leer y escribir a los cinco años de la mano de su mamá, lo que le permitió ingresar a los seis años a 2º grado. A los 16, se recibió de bachiller. A los 22, se mudó a La Plata a estudiar primero Geología, cambiándose a los pocos meses a la carrera de Antropología Social. Sus padres le mandaban una pequeña cantidad de dinero para pagar la pensión, que apenas alcanzaba para cubrir la comida. “Vivía en una miseria terrible”, cuenta.

En la Universidad de La Plata tuvo su primer contacto con la militancia. Corrían los primeros años de la década del 70 y la Facultad vivía un clima de lucha: tomas, jóvenes en las calles, manifestaciones obreras con participación estudiantil. Un ambiente febril del que era difícil sustraerse porque “ibas con una idea y terminabas con otra”.

Así que a mitad del primer año en la ciudad, se unió al PRT. Estuvo primero seis meses a prueba en una tendencia universitaria antiimperialista revolucionaria y luego, entró al partido de manera más estable. Cuando su papá se enteró que militaba en un partido trotskista, se puso feliz. Omar se convirtió, además, en delegado de una fábrica por elección de sus propios compañeros. Si bien se incorporó a una lista del sindicato, solo lo aceptó bajo la condición del apoyo que sus compañeros debían darle. Y así fue.O sea que el tránsito de la universidad a la fábrica no era tan difícil de imaginar.
– No, muchos compañeros se proletarizaban. A mí no me gustaba la discusión universitaria, era muy estratosférica, cerrada al movimiento obrero, muy abstracta.

¿No era posible seguir estudiando y trabajar en una fábrica?
– No quería seguir estudiando, me parecía hablar teóricamente de la clase obrera y no hacer nada. En segundo año de antropología social, tomé sólo la decisión de no seguir estudiando. Luego entré en agosto del 71 a trabajar a la fábrica metalúrgica, con 400 obreros, una fábrica mediana, porque siderúrgica, astilleros y frigoríficos tenían mil y pico de trabajadores. Igual fue muy duro ese momento. Pasar del movimiento estudiantil a la fábrica. Se visibilizaba la clase obrera.

¿Y aprender el trabajo también fue duro?
– No fue sencillo. El primer día no me acostumbraba porque era trabajar en serie, hacer cierta cantidad de piezas, trabajar con una cinta, lijar y hacer unos cojinetes para autos. Era un trabajo monótono. Veía a mi compañero hacerlo rápido, pero a mí me costaba, él ya tenía el automatismo incorporado.

En esa fábrica, Omar se convirtió en delegado del turno noche elegido por sus compañeros. Empezaba así, una nueva práctica militante, con gestualidades y discursos propios. Pero ese camino tampoco fue fácil: cuando tuvo que hablar por primera vez en asamblea fue en contra del pacto social del 74. Las palabras se le trabaron, se quedó mudo. “Fue la peor vergüenza de mi vida”, recuerda.

A pesar del corset y del apoyo que tenía de la “burocracia” del sindicato, la lucha en la fábrica avanzaba. La resistencia era a través de distintas medidas, desde el trabajo a reglamento hasta la reducción de la producción. “Todas esas medidas las discutíamos en asamblea y llegaba un momento en que los delegados de la burocracia tenían que negociar con nosotros”, aclara Omar. Así conseguían aumentos en un año, 1975, en el que el sueldo de un obrero de fábrica seguía siendo relativamente bueno. Luego vino el “Rodrigazo”, y con él, la reducción del salario real, y poco tiempo más allá, el golpe de Estado.

– El golpe nos agarró en pleno conflicto, nos enteramos a las 3 de la mañana y decimos levantar la medida. Yo no sabía qué hacer, si estaba en alguna lista o no. En el 75 había sido la masacre de La Plata, habían matado a cinco compañeros y otros tres al día siguiente, a la salida del local del Partido. Si no vivíamos en la clandestinidad era una semiclandestinidad.

¿Qué suponían que iba a pasar?
– Todavía no teníamos claro qué tipo de dictadura era. A veces desafiábamos un poco y teníamos reuniones, incluso en 1976. Pero La Plata era el lugar más terrible del país. En el 77 volvimos al conflicto. Hasta el momento, no habían echado a activistas, pero ahí empieza el tironeo con la empresa y lanzan una cuestión novedosa: los premios a la producción. El movimiento obrero lo rechazaba, pero lo pusieron de prepo. En ese contexto echan a doce personas, incluyéndome, porque había sido delegado, gracias a la ley 21.400, la ley antisubversiva. No nos querían pagar nada, entonces fue un tire y afloje. Yo planteaba la cuestión nacional, lo que pasaba con la dictadura, pero otros decían que no importaba eso. Finalmente, la burocracia se puso a negociar prometiendo pagarnos todo y sacando de la expulsión la ley subversiva. Así que decidimos levantar el conflicto porque estaba complicada la situación para aguantar. Esa noche la burocracia festejo hasta la madrugada que nos habían echado a nosotros.

Luego del despido, Omar se fue a vivir a Capital Federal porque unos compañeros le avisaron que estaba en una lista y lo estaban buscando. Volvió a trabajar en una fábrica donde toda la actividad sindical estaba controlada y eso le resultaba “muy doloroso”, acostumbrado a sus años de delegado. Así que luego de unos trabajos temporarios, entró en Siemens con una categoría de no calificado y donde le ofrecían una carrera a supervisor que no aceptó. Trabajó allí tres años, hasta el 81, cuando lo echaron en tanda junto a otros. Eran despidos masivos y existía alrededor de ellos un operativo simbólico: iban el jefe y el ayudante a romper el candado donde los trabajadores guardaban sus cosas, como un ritual, para que todo el mundo lo viera y entendiese el mensaje.

¿Cómo se hacía presente el partido en la parte más política de la vida en la fábrica?
-El equipo de militantes de la parte sidérea era muy chico, después creció mucho, sobre todo en algunas fábricas. Pero en ese momento éramos un equipo muy chico. Después teníamos bastante influencia, y un boletín “Avanzada metalúrgica” que era muy leído. En los tiempos de la dictadura de Onganía, funcionaba aceitadamente y en la última dictadura también militamos, aunque de una forma más fragmentada. Recién en los años 79 y 80 fuimos más audaces, con reuniones más abiertas.

¿Con otras agrupaciones?
-Más o menos. En los años 70 no teníamos relación. Manteníamos un enfrentamiento con la JP (Juventud Peronista) en la parte estudiantil de La Plata. La puerta del comedor era el lugar político por excelencia, ahí estaban los oradores y el lugar de enfrentamiento.

¿Y en la fábrica con los trabajadores?
-Eran relaciones muy fraternales, los compañeros de la JP eran muy fraternales, fuimos muy compañeros, incluso había compañeros más cercanos a la Juventud Peronista y la relación era fraternal. La clase es una cuestión básica de solidaridad entre la gente. Buscábamos evitar las discusiones sin importancia, en ese caso, las discusiones políticas. A mí me conocían como el izquierdista del PRT y me respetaban. En otras fábricas el enfrentamiento era más fuerte, porque había Montoneros, del PC, etc.

¿Y de qué discutían?
-Era más bien una discusión sindical, sobre que método utilizar en el caso de tomar la fábrica, o hacer distintos tipos de métodos. La militancia fuerte volvió en el 82, con la apertura audaz de locales del PST (Partido Socialista de los Trabajadores).

¿No había discusiones internas a nivel ideológico?
-Había en otras fábricas más grandes. En la Ford la discusión era mucho más fuerte, había estudiantes que iban a trabajar a la fábrica, entonces se trasplantaba esa forma de discusión estudiantil a la fábrica. Pasaba con las organizaciones guerrilleras. En algunos lados era demasiado fuerte y había todo un trabajo de intentar captar a los trabajadores e incluso a la gente de otras organizaciones. Incluso durante la dictadura.

En el 82, se fue a San Martin, trabajó en varias fábricas. Era el fin de la dictadura y el partido se volvió a organizar, aún quizá de una forma un poco ingenua, con reuniones que se podían descubrir fácilmente. “A veces esa era una forma clandestina de hacer las reuniones que no era nada clandestina”, dice Omar entre risas.

¿Se volvieron a reunir porque se veían venir el fin de la dictadura?
-Con la cuestión de las Malvinas tuvimos una posición política a favor. Es muy discutible y aún es discutible el apoyo a la cuestión militar. Nosotros creíamos que caracterizaba una movilización de la gente, que se iba a revertir en movimiento e iba a ser positivo y que iba a ir en contra de la junta militar, que ya estaba débil. Planteábamos una revolución democrática y que había que aprovecharla, que había que salir a los barrios cada vez más abiertamente e intentar ver por dónde se podía desarrollar. Calculábamos que el peronismo ya estaba en declive y que era posible armar organizaciones socialistas. Entonces íbamos a los barrios, a las villas, empezábamos a abrir locales muy tímidamente. Hasta que se planteó el cambio de nombre, en el 83 por el MAS. En San Martin abrimos 33 locales. Llegó a confundirnos toda la cantidad de gente que se movía. Creíamos que íbamos a meter diputados y todo, y fue un bajón bárbaro porque lo de Alfonsín fue arrasador, y polarizados con los peronistas.

O sea que esta creencia de que el peronismo había desaparecido fue un error…
-Es relativo, porque el peronismo había retrocedido también. Fue un golpe muy fuerte para el partido. Entonces empezamos a retroceder, cerrar locales, tener menos en lugares más industriales, trabajar sobre la cuestión obrera. Acá en San Martín llegamos a tener una lista pero que al final no se presentó porque teníamos miedo de que fuera una masacre con los despidos, porque la burocracia sindical te hace echar a la gente. A los activistas y al personal, no los perdona.

¿Y vos nunca pensaste en abandonar el activismo para tener un poco más de estabilidad?
-No, porque fue una forma de vida. Hay gente que sienta cabeza (risas). En el ’89, el MAS caracterizaba que se venía la revolución. Zamora había salido diputado ese año y pensamos que el partido podía llegar a tener influencia de masas.Al volver, el MAS entró en crisis. La creencia en las cuestiones democráticas demostró ser un “castillo de naipes”. Siempre se habían entendido a sí mismos como un partido de combate, sin la capacidad de desarrollar una situación democrática burguesa. Perdieron fuerza en la fábrica y la crisis comenzó a dividir el partido. Así que en el 91, en plena etapa menemista, volvió a la fábrica metalúrgica pero con dificultades para adaptarse. El partido estaba plagado de rupturas internas y eso se sentía en la fábrica, en donde las luchas eran antes que nada defensivas: intentaban frenar la flexibilidad laboral y la forma en la cual la patronal se aprovechaba de la desocupación. El acostumbramiento a las fragmentaciones y la falta de activismo: dos tendencias que calaron hondo durante la última década del siglo. Sin embargo, luego llegó el 2001 y con él, un nuevo impulso de participación y organización en las asambleas, ahora sí, por fuera del partido.

Hoy, en relación a los propios obreros, ¿vos notas alguna transformación en relación a los 70?
-Hay algo que no hice en los 70 y que hice ahora, una encuesta con algunos compañeros para ver a que clase social pertenecen. Y dicen “yo soy de clase media baja” porque consideran su sueldo, sus bienes. Otros dicen “yo soy de clase media media”, porque tienen auto. Pero ninguno dice “soy de la clase obrera”. Eso no me lo pregunté en los 70, porque teníamos una concepción de que aquellos que entrábamos en la clase obrera entrabamos a una clase revolucionaria, que era la que iba a cambiar el sistema y nos insertábamos en la clase por esa cuestión, entonces ni siquiera preguntábamos eso.

Y así llegamos a una observación final que Omar nos ofrece: el sujeto social ha pasado de ser el proletariado industrial a ser un sujeto más difuso a nivel de clase. Esta afirmación, resultado de 30 años de militancia y actividad, provoca más preguntas que respuestas. Le corresponderá a nuestra generación y las venideras apostar a estas preguntas y aventurarse a responderlas.