Del 2001 hay una generación de “veteranos de guerra”. Muchos de nosotros recibimos una medalla por participar de esa hecatombe social. Muchos fuimos testigos de una convulsión jamás imaginada. Los actores en la calle. Desparramados. La caída y disolución de un gobierno. El vacío. Nunca pensamos ese desenlace.

El capitalismo contemporáneo -con sus críticas y padecimientos- puede convertirse en una precaria zona de confort o de resignación para muchos. Los actores poseen memorias de sucesos y trayectorias que los ubican en el “mapa” y que les ofrecen un saber para su vida presente y futura. Pero no es el futuro. Son seguridades que se imaginan en continuidad. Ese saber no es conocer lo que vendrá, ni siquiera garantiza que puedan sortear una crisis. Hacen lo que pueden con lo que tienen. No es fácil reconstruir un GPS social y político cuando el orden está caído.

Aprendimos rápidamente sobre lo contingente y sobre la fragilidad. No solo la academia, sino los ciudadanos. Nos dimos un baño rápido de posmodernidad y globalización. Las ciencias sociales y la sociología -extrañadas- saltaron a la palestra de manera renovada. Había algo que explicar más allá de las políticas de exclusión, el aumento de pobreza, la lógica de las instituciones, los piqueteros y las formas de la representatividad: la crisis del orden post recuperación democrática. Sin saberlo, estábamos ante la presencia de un nuevo laboratorio político. Estábamos en estado de ebullición.

El bipartidismo que había sorteado asonadas militares, hiperinflación y la consolidación del orbe neoliberal no pudo “blindarse” ante el 2001. Se cayó el muro del Pacto de Olivos, nuestro muro socialdemócrata. Las subjetividades se expresaron en las calles con una multidimensionalidad inusitada. Sintieron que su desafiliación a ciertas instituciones (partidos, sindicatos, asociaciones, iglesias) no era parte de un abstracto recetario sociológico preocupado por el neoliberalismo y la globalización. Apareció en la vida cotidiana. La furia era contra eso. Era una furia sociológica. No era una revolución en marcha. Era una furia por querer ser “contenidos”, “reparados” y “ordenados”. No sentían nostalgia pero tenían una memoria de instituciones que resolvían problemas y demandas.

II

Estalló, entonces, la memoria institucional y estatal de la Argentina y de sus ciudadanos. La imaginación sociológica –como ejercicio ciudadano de colocar los problemas singulares en perspectiva contextual- operó brutalmente. Aunque nadie los conociera, el 2001 fue un curso rápido de Wrigth Mills y otros autores. Un vasto número de personas intuía que las desdichas personales tenían que ver con la situación general y no con sus competencias individuales. Esta percepción hizo posible la conexión de los individuos con las ciencias sociales. Fue un romance fugaz, pero aún así, las reflexiones sociológicas contemporáneas parecían estar en la calle. Ibas a comprar fruta y el verdulero te hablaba del FMI, la pobreza y el “desmadre” piquetero. Algunos taxistas te enseñaban lo fácil de “poner orden”. Todos buscaban la “palabra justa” y una solución para un país o, más bien, una arena movediza.

La crisis parecía haber develado una adecuación –precaria e inestable, pero asociación al fin- entre reflexiones y realidad. La sociología se volvió “sociología de proximidad”. La hecatombe nos obligó a “descender” al actor, a escucharlo y comprender sus contingencias. En el camino tuvimos que desechar leyes, trayectorias lineales y escenarios férreos. Allí se estableció un gesto de indagación que impulsa aún hoy a la reciente generación de sociólogos y sociólogas. Se trató de un punto de partida.

III

En una entrevista radial, Juan Carlos Portantiero –uno de los últimos mohicanos de la sociología argentina- indicaba que el colapso financiero y la crisis social habían puesto en la calle a los piqueteros y a la clase media rebelada. Fue una relación precaria. Una relación entre desconfiados. Este paisaje social hería de muerte el bipartidismo y algo de lo concebido hasta esos días. “Fin de época”, remarcaba. La situación fue novedosa, incierta y angustiante. Se pensaron mil ingenierías institucionales para clausurar el vacío y la fragilidad.

Todo ello, bajo los ojos de ciudadanos, muchos de ellos tele-espectadores y tele-expectantes. La TV mostraba imágenes y el conurbano parecía Kabul. Tengo escenas de Virreyes, San Fernando, con su avenida principal totalmente saqueada, arrasada por tipos que cruzabas todos los días, llorada por pequeños comerciantes que se disfrazaban de cowboys para infundir algo de autoridad. “Paso un malón diabólico”, me dijo la madre de dos amigos que habían participado del saqueo. Después, venía el silencio de calles vacías. Esperando que hable “la política”, que hable alguien. Que se vayan pero que vengan y arreglen esto.

Fueron días de furia. Creo que la sociología debería hacer memoria de sus “memorias sociológicas”. Allí se encuentran partes de su territorio cognitivo. El 2001 fue y sigue siendo un universo en sí mismo. Demasiado vapuleado y venerado. Un laboratorio de laboratorios. La primavera argentina del siglo XXI.

IV

Cuando le preguntaron sobre el futuro a Portantiero, este contestó con una frase del dirigente italiano Massimo D´Alema: “con las marchas no se hace gobierno”. Había que gobernar un nuevo escenario. Había que rearmar la representación. De alguna manera, la política tenía que volver.

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