Cuestionar las vergüenzas propias y ajenas es resignificar las historias que componen nuestra trayectoria. En una búsqueda que se remonta al etnocidio perpetrado por la Generación del 80, la autora del presente artículo cuestiona los supuestos etnocéntricos que sostienen al estereotipo porteño y se encuentra de cara con el estigma social generado alrededor de la “bolivianidad” en la sociedad actual. Lo que sigue es una Historia plagada de historias.– “Mi mamá es boliviana”
– “Ah… pero vos no pareces eh”, me dicen algunos intentando hacerme sentir bien, como si ese dato de mi familia pudiera hacerme sentir mal.
Es cierto que durante mi infancia hubieran tenido razón. Me hacía sentir mal revelar ese dato, evitaba hacerlo, me daba vergüenza; no sabía muy bien por qué, pero me daba vergüenza.
Con el tiempo me fui preguntando por ese sentir: ¿por qué, si ser boliviana no tiene nada de malo, a mí me da vergüenza contar que mi mamá lo es? ¿Qué es lo que no parezco? ¿Por qué necesitan advertirme de que no parezco boliviana? ¿De qué me están salvando? ¿A qué se parece una boliviana? En el imaginario “porteño”, una boliviana se parece a todo lo que nos enseñaron que no debemos, ni mucho menos deseamos, ser. Una boliviana, para la cultura hegemónica eurocéntrica que ordena Buenos Aires, se parece a una “india”.A decir verdad, 35 años viviendo en esta ciudad me dieron alguna idea de cómo responder estas preguntas. En el imaginario “porteño”, una boliviana se parece a todo lo que nos enseñaron que no debemos, ni mucho menos deseamos, ser. Una boliviana, para la cultura hegemónica eurocéntrica que ordena Buenos Aires, se parece a una “india”. Aunque en pleno siglo XXI todos sepamos que es políticamente incorrecto utilizar peyorativamente esa categoría, convengamos que Sarmiento y sus colegas de época hicieron un trabajo ideológico impecable. Tanto es así que, más de un siglo después, continuamos reproduciendo los estigmas y prejuicios que los pensadores de la Generación del ‘80 nos legaron con tanto ahínco.
Me voy a remontar a ese pasado y a esas preguntas que dieron vueltas durante mi infancia y adolescencia, para arrojar luz sobre el presente.A fines del siglo XIX, el sistema productivo agroexportador que permitió la inserción del Estado argentino al mercado capitalista internacional, dio origen a la oligarquía terrateniente. Esta no sólo conformó la clase social más poderosa de entonces, sino también la clase política que detentó el poder por décadas y se ocupó de inculcar institucionalmente un racismo que repercute y se restaura incesantemente hasta la actualidad.Se exterminaron muchas comunidades originarias para obtener tierras productivas, dando lugar a uno de los primeros genocidios de la historia de nuestro país. La justificación de estas empresas descansaba en el racismo cultural que explicaba ciertos comportamientos y modos de vivir de los “Otros”, basándose en el supuesto determinismo biologicista, que tan buena recepción había tenido entre los intelectuales de la época. Es decir, hay un proceso de alterizaciónVer Guber, R. (2004). El salvaje metropolitano: reconstrucción del conocimiento social en el trabajo de campo. Paidós. Buenos Aires. y de jerarquización, donde ciertas personas, por sus características físicas asociadas a determinados comportamientos, son consideradas inferiores y desposeídas hasta del derecho a la vida. Convenientemente, las tierras ocupadas por el ejército nacional fueron parceladas, alambradas y repartidas entre algunos pocos.Para el primer cuarto de siglo XX, no teníamos una Buenos Aires, ni tan blanca, ni tan europea, ni tan liberal; pero al menos no era tan “india” ni tan “negra”…Al mismo tiempo, se esperaba que la masiva llegada de inmigrantes, organizada por el gobierno conservador, permitiera poner en funcionamiento el engranaje económico. De esta forma se buscaba repoblar esas tierras con anglosajones, con ciertas capacidades intelectuales -asociadas a características físicas específicas- más convenientes para el crecimiento de una nación. Estos supuestos racistas y eurocéntricos, ordenaban los proyectos de las elites nacionales. Sin embargo, para la mala suerte de esta generación de políticos e intelectuales, los europeos que vinieron fueron indeseables: pobres y de poca educación, poseedores de ideas que confrontaban el liberalismo. No obstante, el exterminio ya no era una opción, aunque sí la represión y el intento de homogeneización cultural y construcción de un pasado común. Dicho proceso se hizo imperativo para mantener el orden y, en este sentido, la escuela primaria, laica, universal y obligatoria fue indispensable. Borrar cualquier rasgo físico e ideológico que representara un “retraso” fue fundamental para la consolidación del joven Estado-nación Argentino. Para el primer cuarto de siglo XX, no teníamos una Buenos Aires, ni tan blanca, ni tan europea, ni tan liberal; pero al menos no era tan “india” ni tan “negra”…Hacia la década del ‘30, en plena crisis financiera internacional, el sector rural se retrajo y muchos de sus trabajadores migraron hacia las ciudades para terminar definitivamente con el sueño del enclave europeo. Estos nuevos habitantes de la ciudad, no solo hicieron visible lo ocultado desde el genocidio de las comunidades indígenas y afrodescendientes de fines del siglo XIX y el intento de homogeneización cultural posterior, sino que se atrevieron a organizarse, cada vez más, para demandar al Estado mejoras en las condiciones de vida. Buenos Aires se llenó de “cabecitas negras”. La ilusión de la ciudad “más europea y blanca” de Latinoamérica se desmoronaba, al paso que crecían los derechos sociales de la clase trabajadora y “oscura”.Buenos Aires se llenó de “cabecitas negras”. La ilusión de la ciudad “más europea y blanca” de Latinoamérica se desmoronaba, al paso que crecían los derechos sociales de la clase trabajadora y “oscura”.Sin embargo, estos avances del sector obrero no iban a durar demasiado: hacia mediados de la década del ’50, con la proscripción del peronismo, quienes habían hecho de su estigma una fortaleza, pasaron, sin más, a ser “villeros” o “negros”, pero esta vez en el marco de un campo popular cada vez más desarticulado y debilitado. Tales motes serían, desde entonces y hasta ahora, la síntesis semiótica de la racialización de la claseVer Quijano, A. (2015). Colonialidad del poder y clasificación social. Contextualizaciones Latinoamericanas, Año 3, número 5, julio-diciembre 2011. en Buenos Aires. A esta masa de pobres de piel “oscura” se le sumó la visibilización de la inmigración limítrofe, que vino a engrosar las filas de trabajadores de rasgos indeseables, para recordarnos lo poco “europeos” que éramos después de todo.El sentido común de esta ciudad comprende la fisionomía del ser humano en términos jerárquicos, según los cuales ciertas características son valoradas favorablemente, en tanto otras son depreciadas y cargadas de estigmas.Esa subjetividad racista que clasificaba a seres humanos entre mejores o peores, se mantuvo vigente y se reavivó hacia los años ‘80, con la visibilización cada vez mayor de los inmigrantes de países limítrofes y latinoamericanos. Bolivianos, peruanos y paraguayos, encabezan la lista del inmigrante indeseado a los ojos de la sociedad porteña. No hubo “progresismo” que lograra erradicar la jerarquización de ciertos modos estéticos y fenotípicos por sobre otros. El sentido común de esta ciudad comprende la fisionomía del ser humano en términos jerárquicos, según los cuales ciertas características son valoradas favorablemente, en tanto otras son depreciadas y cargadas de estigmas. Los ojos claros parecen “más lindos” que los oscuros; las narices pequeñas y respingadas parecen “más estéticas” que las grandes, “ganchudas” o chatas. No es lo mismo estar bronceado que ser “marrón” o “negro”. Mucho menos da igual replicar costumbres “atrasadas” y “brutales” en vez de las “avanzadas” de los países anglosajones.Sin embargo, a esta altura de la discusión, ya aprendimos que discriminar está muy mal. Así que desarrollamos ciertas habilidades para utilizar eufemismos que expresan las mismas atrocidades que argüía toda una clase intelectual y política a fines del siglo XIX. Entonces, si alguien dice “negro”, rápidamente va a aclarar que no se refiere al color de su piel, sino a su comportamiento. De esta manera, “negro” y “mala conducta” son asociados automáticamente, porque no solo se racializa la clase, sino también el lenguaje. Y así se dirá también, que los bolivianos “se dejan” explotar porque “son sumisos”, decidiendo sacar de la ecuación las relaciones de poder en las que se ven insertos y encontrando las razones de la desigualdad en las características que ellos “portan”. Así, las alteridades históricas continúan siendo estigmatizadas.En las últimas décadas, el Estado, con la ayuda de las corporaciones económicas y mediáticas, ha creado relaciones muy convenientes entre estos migrantes y los índices de desocupación y delincuencia. Claro que esa relación solo fue posible y tuvo eco en una sociedad que la admite sin grandes oposiciones. Hay una estructura subjetiva, abonada por más de un siglo de historia, que permite establecer fácilmente esa relación, casi sin objeciones.
Así que hoy día, estos migrantes, por esta operación discriminatoria de la historia “europeizante”, aparecen con el mismo tipo de características fenotípicas y sociales-, son objeto de nuevas estigmatizaciones, derivadas de las clásicas: son narcos, chorros, vagos, sucios y tienen tradiciones “raras”. Funcionarios de gobierno, periodistas, medios de comunicación, abonan estratégicamente estas ideas sin cesar. El orden económico actual construye este tipo de chivos expiatorios para explicar las crisis dentro del “buen desenvolvimiento” de la marcha capitalista en su etapa neoliberal. Sin embargo, cada vez más personas excluidas producen un ejército de mano de obra disponible, de mínimas expectativas y poca ambición de transformación. Es decir que “la crisis”, es vital para sostener el funcionamiento del sistema de producción capitalista y global ¿A quiénes benefician, entonces, las políticas e ideologías de exclusión?El orden económico actual construye este tipo de chivos expiatorios para explicar las crisis dentro del “buen desenvolvimiento” de la marcha capitalista en su etapa neoliberal.Ser boliviana expresa esa alteridad que cualquier porteño conoce porque lo interpela, porque en el imaginario social hegemónico es la suma de todas las segregaciones, de todo lo que nos dijeron que no seríamos, ni querríamos ser: ser “negro”, ser “pobre”, es tener costumbres que “retrasan”.Mi mamá es una mujer boliviana y migrante. Ciento cincuenta años de historia atraviesan mi vida personal cada vez que enuncio esa verdad. Ciento cincuenta años atraviesan la subjetividad de aquellos que tratan de salvarme de esa “bolivianidad”. En este momento no estamos pensando en los bolivianos, ni hablando de ellos; no hay una referencia empírica, sino puras representaciones y estigmas históricos que siguen vigentes.
De lo que tenemos que salvarnos, todos, es de continuar reproduciendo discursos de odio y exclusión; de perder de vista que donde hay un excluido, hay una historia de intereses económicos y, por lo tanto, relaciones de poder que debemos visibilizar, considerar y cuestionar, tanto como sea necesario. Una boliviana se parece a mí y también a vos.

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