por Danixa Laurenich

Me quedé muda. Desde que “El  Diego” murió es la primera vez que escribo algo. Se quebró el hechizo.

La academia tendrá que aceptar nuestro Maradó Maradó de tantas veces que lo cantamos. Tantas veces, que sin querer, se nos salió de los labios estos días. El Maradó Maradó era un grito de guerra. Para darnos valor, para exorcizar tristezas y desamparos. Una llamada al hermano protector, al padre en otros casos. Un grito a voz en cuello que nos salvaba de quienes nos querían lastimar. Un grito para convocar lo irreverente de nosotrxs, lo que estaba escondido todavía, lo instintivo y primordial: ser niñxs otra vez. Cantar y jugar para no tener miedo. La conexión directa con nuestra Matria. 

Al grito de Maradó Maradó aparecía él como el Diego, Dieguito, D10S. En alguna parte del planeta, en el artículo de algún país lejano o desconocido, en alguna película, canción o algún diario, estaba. Nunca fallaba. Gordo, flaco, hecho “percha”, sonriente, borracho o iluminado, estaba. El conjuro se producía y el Diego como un superhéroe nos sacaba de todas nuestras desventuras. ¿Quién sino él podía hacerlo en esta tierra de personajes snob, políticxs vende patria y funcionarixs canallas?

Él era nuestra realeza –leí en algún lado– y lo comparto. Él era nuestro rey. No importa cómo estaba conformado su séquito. Él había sido coronado desde muy chico, cuando de Fiorito pasó a ser conocido por todo el planeta. Cuando, de no tener para comer, pasó a ser invitado por el jet set internacional, por lores de alguna universidad británica, políticxs que dieron vuelta nuestros destinos, paparazzis del mundo, artistas y creadorxs que se inspiraron en él para hacer elegías, cantatas, poemas, pinturas, graffitis, films, novelas, cuentos, raps, danzas, lo que fuera.  

Esos son los reyes nuestros. Lxs que se levantaron del barro de este lodoso país. Como si todavía tuviéramos los pies enchastrados por habernos bajado del barco que nos trajo, que nos dejó cerca de la orilla. Lxs que poblamos estas regiones -la Santa María de los Buenos Ayres o la Latinoamérica toda- tuvimos que empezar de cero. Lxs que ya estaban, que no vinieron de los barcos y no pisaron la lodosa orilla, también ellxs tuvieron que hacerse de abajo cuando lxs conquistadorxs y las familias patricias les quitaron toda su dignidad. Por eso nuestrxs reyes y reinas son y serán siempre del pueblo, de una clase vapuleada, humilde, sin honores ni buenos tratos. Ellxs son parte de nuestra realeza cuando llegan a lo alto de una clase social iluminada por flashes y focos. Cuando pisan alfombras rojas y brindan con bebidas burbujeantes. Cuando se codean con lo más top de lo “socialmente encumbrado” y siguen siendo ellxs mismxs. El pueblo, entonces, lxs corona. Lxs llama con sus nombres en diminutivo, lxs elige para dar revancha, para asustar a lxs poderosxs, para creer que tan solo con la pronunciación de su nombre, estarán, estaremos a salvo.

Por eso, desde el 25 de noviembre de este puto 2020, estoy sin voz. El Maradó Maradó me cuesta. Sé que ese al que invoqué tantas veces todavía está viajando. Falta para que llegue a esa inmortalidad que le da el tiempo. Todavía su cuerpo conservará la forma debajo de la tierra. Su sangre no se habrá hecho piedra en algún trayecto, su piel debe seguir siendo tan tersa como contaban lxs que pudieron abrazarse o ser abrazadxs por él.

Me dejó huérfana otra vez. Esa es mi sensación. Por eso lloro cada vez que lo menciono, cada vez que cuento alguna anécdota o cada vez que mi hijo –sin querer- tararea Maradó Maradó.

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