por Camila Jorge

Me cortaron las piernas, se le escucha decir a un Diego joven, entusiasmado, confundido, en la vorágine del éxito. Brota la angustia del duelo, del último mundial sí, pero también del desfallecimiento del pibe de barrio, y mientras los rastros de esa vida se desvanecen, comienza a esbozar el nacimiento de un mito. En ese momento en el que al cuerpo se lo veda de jugar, de hacer lo suyo, se irgue la figura de Maradona. Donde él dijo me cortaron las piernas puede escucharse también ahora sí, soy sólo una leyenda. Acá sitúo un pasaje. El pasaje que va desde un gran jugador de fútbol al Mito Maradona. Claro que puede argumentarse que situar al pasaje en este preciso momento es arbitrario, y algo de razón se tiene. Sin embargo, la construcción de un mito supone un proceso que no puede ser rastreado de forma definitiva, que encuentra su fuerza mezclando lo ficcional con lo que efectivamente aconteció y que, por ende, en el intento de reconstrucción de este proceso se deben situar lo que podríamos llamar ”puntos de corte”, que marquen fronteras arbitrarias entre la ficción y la realidad con el objetivo de recorrer la potencia que habita al mito, y cómo ésta afecta al cuerpo que le ofrece cobijo así como también a quienes le rinden tributo. 

¿Cuál es el mito Maradona? ¿Y de dónde saca fuerza para afectar a una sociedad entera? Para bien o para mal, todxs estamos hablando de lo mismo, incluso quienes no sabíamos que esto nos resultaba significativo, desde el miércoles pasado nos sentimos atravesadxs. Horacio Quiroga decía que no se debe estar demasiado afectado por la emoción a la hora de redactar un texto, que a la fuerza de lo visceral no se le puede oponer resistencia, y que por esto mismo, nuestras palabras estarán manchadas con lo fugaz de la afección. Aquí, ensayo la operación contraria. Escribir y saberme en el centro de la emoción, no dejar pasar la marea de sensaciones que se pusieron en marcha no sólo a partir del fallecimiento de Diego, sino que brotaron en el encuentro colectivo con lxs otrxs afectadxs. Lo emocionante de dicho encuentro, que tiene la particularidad de reunir personas que, de otro modo, rara vez se verían congregadas, tiene que ver con poder experimentar cierto sentido de la grupalidad basado en lo que se comparte más que en lo que se excluye, en el cual el “nosotrxs” se genere por la emoción que nos atraviesa, tan intensa que no necesita apelar a un “ellxs” que queda por fuera. Así se invierten las lógicas usuales mediante la cuales se genera el sentimiento de pertenencia: somos esto, fundamentalmente, porque no somos aquello.  

Todas las sociedades necesitan algo en que creer, figuras a las que idolatrar, que funcionen como garantía de que las luchas que los sujetos libran en la cotidianeidad tienen sentido. Así, símbolos que remiten al encuentro funcionan como punto de partida para generar las identificaciones necesarias que un conjunto de personas necesita para poder empezar a llamarse, pero sobre todo a sentirse, pueblo. En estas latitudes del mundo, el mate y el fútbol aparecen como estos representantes que le ayudan al conjunto social a tener cierta cohesión. Potreros y cacharros improvisados con bombillas oxidadas pueden encontrarse en cada rincón del país. Estas operaciones se repiten, con distintos representantes, en todas las sociedades. Sin embargo, a veces, es una persona la que encarna la creencia a la que el pueblo necesita aferrarse. El mito del ídolo funciona al servicio de esta operación, y en el caso en cuestión, la figura de Maradona fue tal que llegó a personificar al fútbol. Maradona acompaña los picaditos que se libran en todas las canchas, perpetúa jugadas que la gente sabe de memoria y que poseen más de un millar de reproducciones en Youtube, enuncia frases, atolondrado, que quedan en la memoria de todxs. El ídolo, con su vida bochornosa, bajo el reflector constante de las cámaras, realiza una operación sigilosa, deja marcas insospechadas en los cuerpos a los que afecta. Un trabajo desmesurado, que implica un sacrificio no siempre visible.

Con seguridad afirmo que, no le deseo a nadie ser El diez, ser el mejor. Más allá del cielo, no hay nada. El precio a pagar es alto, porque encarnar un mito es, ante todo, ser menos persona. La devoción a otro mortal aparece cuando éste encarna los deseos de todo el campo social. Pilar de las creencias sobre las que construimos nuestro mundo, los ídolos, son incuestionables. Los ídolos no se equivocan, porque si lo hacen, ponen en jaque todo nuestro sistema de referencia. Al ídolo no se lo juzga, pero tampoco se le da tregua. Se le ofrece la cumbre de todo lo posible, a condición de que, en una suerte de pacto fáustico, éste se deba al pueblo. Las figuras que idolatramos se convierten en las primeras víctimas de esta operación. 

Si se sostiene que, para generar cohesión social es necesario sostener ciertos mitos, y que a su vez, estos pueden ser encarnados por personas, puede ser un buen momento para sabernos protagonistas de esta operación y ensayar si es que existen otras maneras de estar juntxs. Si es que es posible que la alegría popular que genera la figura de Maradona pueda replicarse en otrxs santxs populares. En una sociedad que, al avanzar, segrega y oprime, las figuras que abren paso a lo menor parecen ser un páramo seguro. La figura de Diego, pibe villero, cumple esa cuota. Sin embargo, en este momento de convulsión no creo que haya que olvidarse de ciertas figuras que no han encontrado la popularidad que merecen, de ciertas luchas que no hemos logrado coronar. Pienso en Michelle Franco y en Rafael Nahuel, de territorios distintos pero con luchas similares, ambos asesinados en manos de la policía. Pienso en los ídolos que nos debemos como pueblo. No creo que la operación mediante la cual se gesta un ídolo pueda ser completamente racionalizada pero sí creo que podemos cuestionar ciertas lógicas que atraviesan a todxs lxs idolxs, con la finalidad de ensayar si es que existen otras maneras de tener referentes y, al mismo tiempo, de sentirnos juntxs, que resulten más amables para el ídolo pero también para el conjunto social. 

Si es que la imagen que pensábamos imposible: dos hinchas, uno de Boca, el otro de River, que se abrazan en el funeral de Diego, puede repetirse alguna otra vez, que se contagie y que nos encuentre hermanadxs con latinoamericanxs del otro lado de la cordillera, que nos sorprenda llorando sus derrotas y festejando los logros. En tanto reconozcamos que la idolatría nos ayuda a sabernos más unidxs, el desafío está en que esa cohesión nos sirva para generar horizontes emancipatorios. Así como Maradona logró conmover vidas pequeñas en lugares lejanos, que los ídolos sirvan para acortar distancias, cuestionar límites arbitrarios, afectar aquello que parece no tener remedio para que vuelva a ser posible.

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