Durante las primeras semanas de cuarentena, Romina está siempre en movimiento en un pequeño espacio. Va de un lado a otro en su departamento en Caballito alquilado hace pocos meses, cuidando a sus hijas, juntando juguetes, cocinando, limpiando y ordenando. Y, cuando es posible, trabajando. Sus hijas María y Jazmín , juegan entre ellas.

Romina se levanta temprano todos los días, se da una ducha rápida tratando de aprovechar al máximo el tiempo en que las niñas duermen, se viste, se peina, se maquilla apenas y se sienta frente a su computadora para tener reuniones por Zoom. Hasta hace un tiempo hubiese estado escribiendo código en su oficina de la consultora en el microcentro, o en la torre de algunos de los clientes de la empresa. Ahora, por todas sus responsabilidades en la casa, empezó a ocuparse más de tareas administrativas y de gestionar proyectos y escuchar y acompañar a sus colaboradores. A veces, mientras uno de sus compañeros de trabajo habla, se mira en la pantalla las ojeras y el cansancio en su cara y, mientras escucha cómo el resto se van acomodando a la nueva realidad, siente que hay algo que está haciendo mal. Se siente afortunada de tener trabajo, y tener flexibilidad que permite levantarse a la mitad de la reunión de las 9 para preparar el desayuno de sus hijas, que ya aparecieron en la pantalla de la reunión con sus ojitos medio cerrados de sueño. Una vez que las nenas comieron, vuelve a conectarse hasta el mediodía, y allí se pierde algunas reuniones mientras prepara el almuerzo.

A la tarde, son las nenas las que están sentadas en frente de la computadora, mirando a la maestra y mientras les habla pueden diferenciar a los compañeritos que no llegaron a conocer personalmente, cada uno en su casa, cada uno en un pequeño rectángulo en la videollamada. Romina está parada al lado, les llama la atención cada vez que las ve mirando para otro lado, repite lo que dice la maestra en la pantalla, anota la tarea que tienen para el próximo encuentro. Mientras su mamá habla y con la clase de fondo, María y Jazmín  se imaginan en otro lado, quizás en un parque donde pueden correr y saltar, en el mar donde se fueron de vacaciones en el verano, o en el jardín jugando con sus compañeritos. Esa imaginación que da forma al deseo de estar en otro lado solo aumenta cuando la clase termina, su mamá cierra la computadora y le da a cada una un lápiz y una hoja para que hagan su tarea. A María le gusta contar y se resiste poco, pero Jazmín  prefiere pintar con sus lápices de colores. Romina va de una nena a la otra, ve si están haciendo lo que les pidió la maestra y les relee las consignas de los ejercicios. Jazmín , aburrida, intenta patear a su hermana por debajo de la mesa, la tarea momentáneamente olvidada en el terreno de la infancia, mientras las niñas juegan a intentar pegarse por debajo de la mesa. Romina, pensando en los platos que dejó sin lavar en la bacha, las aleja un poco obligandolas a ponerse cada una en una punta de la mesa del pequeño living/comedor/cocina para que dejen de hacer eso, se concentren en la tarea y así puedan terminar de una vez. 

Una vez que sus hijas completaron sus tareas, y se ponen a jugar entre ellas, Romina ordena la casa, pone las sábanas a lavar, piensa qué van a cenar, barre. Cuando están completas estas tareas hogareñas vuelve a abrir su computadora y retoma su trabajo. Entra en una danza particular con sus hijas: ellas se mueven entre los dos espacios del departamento, el living y el cuarto de las niñas, Romina las evita buscando la habitación vacía para poder tener reuniones en relativa tranquilidad, dividiendo su atención entre los que ocurre en la pantalla y lo que ocurre en el otro cuarto, para estar segura de que María y Jazmín  están bien. Así Romina planifica los específicos de la charla que va a ocurrir la otra semana desde la  litera de abajo de las camas marineras de sus hijas, mientras sus colegas ven como fondo de la reunión los tirantes y el colchón de la litera de arriba. Cuando las nenas quieren estar con su mamá, y ella está trabajando en la mesa del living, se suben, cada una a una pierna y miran la pantalla en silencio mientras Romina habla y escucha. Alrededor de las seis de la tarde, todo trabajo que haya sido planeado tendrá que buscar un momento mejor, porque las niñas explotan con toda la energía que no usaron en el día y comienzan a saltar y dar volteretas por la casa, mientras Romina intenta no sentirse desanimada por no estar logrando todo lo que tenía en mente para esta semana. Después de cenar y que las niñas se fueron a dormir, ella se acuesta en el sofá que se ha vuelto cama, lee libros de educación y de crianza e intenta no pensar en el futuro. La tranquiliza pensar mientras lee que si la cuarentena se extiende hasta el año próximo, que ella por lo menos va a estar algo preparada para poder enseñarles a las gemelas a leer y escribir. 

Un día, las gemelas, con los zapatos y las camperas puestas están paradas en la puerta del departamento.

Hace días que las niñas no ven a su papá, hace días que no quieren verlo. Romina usó todas las estrategias que se le ocurrieron: visitas separadas, que él venga a buscarlas… pero nada disminuye la resistencia y ella no quiere imponer las visitas. Romina piensa lo fácil que sería si ellas fuesen un ratito, no tiene por qué ser toda la noche, solo una horita o un poco más, suficiente como para que ella pueda ir a hacer algunas compras rápidas. Se quedaron sin leche hace ya dos días, pero no puede dejarlas solas, e ir al supermercado con las dos nenas le da un poco de miedo. Después de un tiempo, logró que hagan una videollamada con el padre cada tanto, algunos días incluso también a eso se niegan.

 Un día, Romina recibe una llamada de su hermano Tomás, que está viviendo en Santa Fé. 

Después de pensarlo un tiempo, Romina les dijo a María y a Jazmín  que iban a ir a visitar a los abuelos, preparó las valijas, asegurándose de agarrar su computadora, los juguetes y los útiles escolares de las chicas. Guarda en su cartera el permiso que imprimió, para que sea fácil de sacar si la paran, les abrocha el cinturón a sus hijas, se sienta frente al volante y arranca para Mar del Plata. El viaje es tranquilo, salió a la mañana temprano así las nenas duermen en el auto. Se despiertan recién cuando faltan dos horas para llegar, Romina les pasa las bananas que había traído para que desayunen, y agradece al cielo cuando se distraen el resto del viaje jugando con sus muñecas y hablando entre ellas, riéndose y comentando con entusiasmo las ganas que tienen de ver a sus abuelos. Felices las tres en la ruta, finalmente fuera de su departamentito. A pesar de tener los papeles listos, Romina igual se siente un poco inquieta, apaga y prende la radio, mira por el espejo retrovisor, arma un pequeño discurso en caso de que la paren. No llega a usarlo, aunque le piden que se detenga dos veces, una saliendo de Capital y otra entrando a Mar del Plata. Los policías miran el permiso, a ella, a las hijas en pijama en los asientos traseros y la dejan pasar con poco más que un “que tenga buen día”. 

La casa de los abuelos de las niñas es la casa de la infancia de Romina. Ella se baja del auto, desabrocha los cinturones de sus hijas que bajan de un salto y abre la puerta. Con sus papás ya había arreglado por teléfono dividir la casa en dos. Por dos semanas van a convivir sin tocarse, casi sin verse, “sólo para estar seguros”. A pesar de no poder ver a sus padres, Romina va a la farmacia, sale con las nenas a dar una vuelta, aprovecha el patio de su casa y vuelve a mirar el mar Argentino, siente que puede respirar profundo por primera vez en semanas. Las nenas disfrutan del nuevo espacio, tienen competencias de piruetas en el jardín, apuestan a quién es la más rápida y, cuando se pelean, se va cada una a una punta de la casa. Es un lujo no ver la cara de tu hermana cuando estás enojada. 

De a poco, sus papás se van sintiendo más seguros y antes de darse cuenta están uniendo la casa. Además del espacio, Romina termina compartiendo con sus padres las responsabilidades: ellos están muy contentos de ver y ayudar a sus nietas, y a duras penas la dejan hacer algo. Con menos cosas de las que ocuparse, Romina tiene tiempo para nuevas preocupaciones, durante el día tiene reuniones, llamadas y mucho trabajo, pero ahora, cuando se mira a sí misma en el pequeño rectángulo en su computadora, no ve ojeras, y en el cansancio que continúa hay una nueva vitalidad. A la noche, en la habitación de su infancia, acostada mira el papel de pared que se está resquebrajando y piensa que tiene que llamar a los payasos para que, por Zoom, el 27 de junio María y Jazmín  tengan su fiesta de cumpleaños.   

* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto

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