A través de kilómetros de antiguos durmientes, el tren, como un péndulo, se mueve entre un extremo y otro de las paralelas líneas de acero, que atraviesan la provincia de Buenos Aires. Línea Mitre, terminal Retiro, destino a José León Suárez, estación San Martín y, un extraño lugar a unas cuadras de allí. 

Pocos saben decir, acaso algunos empleados de la municipalidad del partido, si el caserío, intersticio silencioso, entre las estaciones de San Martín y San Andrés, corresponde efectivamente a una localidad u otra. Pero allí está, inquietante. 

Este pequeño grupo de manzanas descansa frente a las vías del tren, e inicia en la calle Islas Malvinas. Y, aunque avanzan los proyectos de arquitectura moderna, no se vislumbran tantos edificios en la zona, sino más bien, casas bajas y pastizales que crecen rápido en los márgenes de la línea férrea. Por ello, de vez en vez, se pueden ver trabajadores municipales operando grandes cortadoras, frenando la avanzada vegetal, y esparciendo el aroma a clorofila en el aire frente a las vías; el pasto recién cortado. 

Los lugareños llevan largo tiempo viviendo allí. Las casas de estructura antigua, y ciertas incógnitas, nos reciben cuando nos adentramos en este lugar. 

¿Las calles tienen número o nombre? ¿O número y nombre? ¿O primero tuvieron nombre y luego número? ¿O al revés?. El código postal ¿es 1650 o 1655?. ¿Por qué se se debe anteponer el prefijo “ex” para evocar una calle?. Y en tanto que, su denominación está en desuso ¿por qué se la utiliza igualmente? ¿Por qué hay calles que poseen doble denominación? ¿Y, cual de ellas se debe elegir? ¿Cómo se sabe en qué calle se está parado?. 

Misterios de un barrio tranquilo. Tranquilo y desconfiado. 

Porque, una rara sensación en la atmósfera es palpable para casi todos aquellos que han osado pasar por allí. Este barrio no es como otros barrios de San Martín. En este barrio se teme. Pero, ¿a qué se teme? 

Digámoslo así, hay antiguos miedos y miedos me moda. Miedos infundados y miedos de época. Miedos de familia y miedos de clase. Sustos con y sin suerte. 

Temores surtidos, en donde se suspende en un recuerdo melancólico que tiñe la atmósfera de las veredas, de un tiempo donde los niños corrían por el lugar. Pisaban barro, sucios, entraban a las casas. Compartían merienda, mate y risas. Se jugaba al carnaval y se iba al corso.

Pero se trasluce que, estas personas, este barrio, fueron abandonando la confianza en el devenir de la vida, y tomaron la mano de un profundo temor. 

¿Acaso habrán germinado pequeñas semillas de miedo, en los corazones de los lugareños, los prisioneros de Don Juan Manuel de Rosas recluidos en estas calles, o el fusilamiento de Camila O’Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez, en 1848? 

Está claro que, el sonido de la pólvora estallando entre las corridas y la fuerza policial, aún resuenan hoy. 

– ¡Vos ya estas muerto! – gritó un oficial de policía, una noche cerrada del pasado mes de mayo, a la altura del paso a nivel peatonal de la calle Islas Malvinas. Luego de que, los gritos violentos de un hombre rompieran el silencio temeroso del lugar. Resultaban gritos de enojo. Aquel hombre, vociferaba. Tres patrulleros aparecieron en la escena de inmediato. Luces centellantes como lasers coloridos pintaron la noche. La policía bajó rápidamente, e inició la persecución. Un oficial armado cruzó el paso a nivel, y al llegar a una esquina próxima, realizó algunos disparos en dirección al hombre, mientras le repetía: – ¡Vos ya estas muerto!. Rápidamente, todos los uniformados volvieron hacia los móviles en una actitud relajada . Entre risas uno de ellos, agregó: – Vamos, yo ya tengo hambre. 

Imágenes percibidas desde el anonimato y el reparo de las casas. Escenas que van dejando pequeñas huellas de duda, incertidumbre y desprotección. 

Experiencias vividas, mayormente, a través de las hojas de las ventanas. Porque, en este preciso momento, para las personas que habitan este barrio, un marco con vidrio y mosquitero, de un metro cincuenta por un metro cincuenta, aproximadamente, es casi el único medio que los acerca al exterior. En resumidas cuentas, la situación de cuarentena en este barrio se vive, de la única manera posible que podría vivirse, con miedo. 

El COVID19, junto a la cuarentena obligatoria, han profundizado el estado de temor de los vecinos. Por ello, la extrañeza característica se ha profundizado. Los perros parecen haber dejado de ladrar. La campanilla de la señal sonora del paso a nivel dejó de funcionar parcialmente. El tren casi ni pasa. Los breves saludos surgen y desaparecen entre los pliegues de los barbijos. 

Recelo de los unos con los otros, temores generacionales, temor novedoso a un otro que no se puede ver o tocar, solo padecer; temor al castigo del estado, temor a la sanción de los vecinos, terror a la muerte, alarma ante el mosquito del dengue, duda con los pesticidas, resquemor a la exposición, angustia de la introspección, temor a la vida. 

Tsunami de aflicciones nacidas de mirar demasiado lo propio, y poco asomar la nariz al exterior.

Aquellas personas ¿Entienden que su realidad es la que, recortada y regurgitada, les acercan los medios? ¿La TV? ¿Las redes sociales?. 

Hace unas semanas nomás, miramos a través de la pequeña ventana tecnológica. En el grupo de whatsapp de los vecinos, se anunció la noticia que nadie quería escuchar y, sin embargo, todos estaban esperando. Por que, una vez que el miedo ha persistido lo suficiente en el tiempo sin comprensión profunda y acompañamiento, va tomado una forma tan sólida, que se vuelve un ente independiente, y claro, como todo bicho se alimenta. Y su plato favorito son noticias como esta: había muerto un vecino. 

Era un chico joven, dijeron, padre de familia, de la calle Vidal. Estaba ayudando a los vecinos adultos mayores, que por ser grupo de riesgo, no pueden salir por la cuarentena, comentaron algunos. 

Todos se lamentaron profundamente por que, dejo a su esposa e hijos solos en este particular contexto, y también porque era un buen hombre, y joven, de cuarenta y pico años. La verdad, la noticia fue y no fue. Por lo que refiere al contexto, se esperaba que fuera el coronavirus. Pero, falleció, y las causas no se conocieron; pero la duda, la duda quedó. En la historia del arte, alguien dijo alguna vez, allá por el Renacimiento, que un cuadro “es una ventana abierta a través de la cual puedo mirar la historia”. Seguramente no pensaron los libros de historia del arte que, unas ventanas, unas sencillas ventanas de un barrio en San Martín, se han transformado en imágenes a través de las cuales también podemos mirar la historia, o a través del cuales, estamos más o menos obligados a ver la historia. 

Pero, nadie sabe lo que estamos mirando a través de estas aberturas. Nadie sabe que estamos allí, siendo testigos no percibidos por el otro, silenciosos. Nutriendo una veta voyeurista, mientras se observan las escenas, y se mata el aburrimiento. 

Contemplando a través de nuestros prismas personales, coleccionamos imágenes que se suceden una tras otra, y quedan en la memoria como viejas diapositivas. Recortadas, desconectadas entre sí, y a veces perdiendo importancia. Un cuadro como ventana, una ventana como cuadro, y personas temerosas, hoy aún más que antes, entre el confinamiento, el anhelo y la realidad exterior.

* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto

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