Juan prende la luz del velador, pone un sahumerio y apaga las otras luces. Se acerca la hora de su primera clase de danza vía Zoom y su cuarto se convierte en el salón de baile. Desde que está en cuarentena a causa de la propagación del COVID-19 pasa mucho tiempo en su habitación y es necesario ambientarla de distintas maneras. Mueve un poco los muebles para tener más lugar y cierra la puerta. Se cambia el buzo de entrecasa por una musculosa de red. Respira hondo, cierra los ojos y el aroma a olivo y naranja del sahumerio lo recorre.  

Prende la música, suena Redbone de Childish Gambino. Gira la cabeza para un lado, después para el otro y estira los brazos siguiendo el ritmo de la canción. Siente algo raro en la panza, como un nudo. Sólo hace unos meses pisó por primera vez una clase de danza y mayormente se quedaba paralizado, como si cada vez que intentara mover alguna parte de su cuerpo la gravedad pesara y el espejo ordenara quietud. Ahora necesita moverse, el cuerpo se lo pide a gritos y más desde que pasa todo el día sentado o acostado en su casa. Por eso quiere seguir con las clases, aunque no deja de ser extraño: una videollamada por Zoom con gente desconocida y a través de una pantalla por donde a la vez esa gente lo va a ver a él.  

Ve el reloj: faltan diez minutos para que empiece. Apaga la música y apoya el celular apuntando a la pared que queda iluminada por la única luz de la habitación. Se une a la videollamada y escucha una voz familiar. Un suspiro recorre su cuerpo, esa sensación de extrañeza se desvanece un poco. Es su profesora, Cecilia, que saluda a todos y los envuelve con un tono dulce y arranca.

Durante la clase la profesora trata de acortar las distancias con comentarios amorosos e intenta repetir pasos de la coreografía cuanta veces sea necesario. 

Al principio hay un par de errores técnicos. El wi-fi de Cecilia anda mal al principio y tiene que parar la clase para pedir a la gente con la que vive que dejen de ver Netflix, porque eso hace que el internet vaya más lento. Cuando marca la parte de la coreografía que es en el piso se la ve por la mitad. Y Juan que no ve muy bien de lejos tiene que ponerse de a ratos los anteojos para poder seguirla. 

En ese momento sus compañeros de clase son pequeñas imágenes en el celular, figuras moviéndose que apenas alcanza a ver y cuyos dueños no conoce. En el estudio que había ido no era amigo de todos, pero los conocía. Podía intercambiar miradas de complicidad cuando un ejercicio era muy difícil o quedarse charlando al comienzo y al final de la clase entre todos. 

No poder ver bien las imágenes del celular le ayuda a olvidarse de la cámara. Juan cierra los ojos y se mueve como si sus piernas, cadera y brazos tuvieran el mando. No le sale perfecta la coreografía, pero eso no le importa. Se mueve mirando firme al espejo y hasta le tira una sonrisa. Nunca había logrado sentirse así, suelto. El movimiento se hace necesidad y la imagen que demanda quietud se retira. Este momento es él haciendo lo que siente, lo que puede con sus caderas a la par de la música.

Su profesora da un último giro y cierra la coreografía.

Nadie se mueve. Silencio. Hasta que se escucha una voz con tono despreocupado que se ofrece. Poco a poco se van animando de a uno. Se hacen presentes los cuerpos, algo que falta en esta modalidad virtual. Cuerpos con formas y tamaños distintos, que se mueven y ocupan un espacio. Cada alumno hace su propia versión de los pasos. Juan se desanima: son todos muy buenos, a él no le sale así.  

Llega su turno de mostrar la coreografía. En lo único que piensa es repetir a la perfección los pasos. El cuerpo se vuelve pesado. Levantar las piernas parece como levantar dos yunques. La cabeza toma el mando y qué va a saber ella de baile. El espejo le demanda perfección, belleza, sensualidad y el cuerpo se estremece. Se mira: es muy bajo, tiene brazos muy delgados, la postura simplemente está mal. Baila sacándose de encima cada paso, para que termine más rápido. Se olvida algunas partes de la coreografía y recuerda otras a medias. Recuerda que hay gente mirando del otro lado de la pantalla y el espejo lo reprocha.  Termina. Respira profundo, el cuerpo se le afloja y el aire llena todo nuevamente hasta la punta de sus dedos: parece como si hubiera estado conteniendo la respiración todo el rato. Se desanima, sabe que no dio lo mejor de sí.

La profesora toma la palabra:

Juan está sentado escuchando a Cecilia bajo la luz del velador. Una sonrisa se escapa entre sus labios y se anima un poco. Ahora solo quiere ponerse a practicar. Bailar y que el cuerpo lo guíe. Ir al ritmo de la música sin que la cabeza, tirana, interfiera. Y la próxima clase, volver a intentar. Porque esto es así, repetir una y otra vez, tropezarse, levantarse y volver a intentar. Hasta que algo cambia. Y ahí volver a empezar.

La voz de la profesora sigue:

Los alumnos envían besos, prenden el micrófono para despedirse y de a uno salen de la videollamada. Juan mueve la mano en forma de saludo, sonríe y apaga la cámara.

* Las ilustraciones de este dossier pertenecen a @agustincomotto

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