Allí donde la experiencia carcelaria se torna un infierno, emergen intersticios. Un taller de escritura se vuelve espacio privilegiado para la expresión de aquello que está a punto de explotar. Los recuerdos de una infancia en libertad son agridulces. El celular, una mágica conexión con el afuera y, por eso, es también prohibición institucional. La lapicera se torna compañera indispensable para narrar lo que parecería no poder decirse. La escritura abre, con firmeza, ventanas que son imposibles de cerrar.La escena transcurre dentro de un aula en una universidad que está dentro de un penal. Un grupo de diez estudiantes están sentados en ronda junto a dos profesores y una profesora. Todos son varones de más de treinta años. Solo hay una estudiante mujer. Es la última clase del cuatrimestre. Uno pide leer un texto nuevo que escribió durante la semana. Pocas líneas después de comenzar, se detiene por unos instantes porque su voz se quiebra. Sigue. El resto escucha en silencio. Algunos contienen las lágrimas, otros se las secan con las carilinas que ya empezaron a circular. Juan lee una crónica de un día de visitas. El relato comienza cuando la mujer se prepara temprano en su casa y alista a sus hijos para ir al encuentro con su marido que está preso. No es un texto catártico, más bien es seco. Pero los tres mil caracteres que lo conforman enlaza escenas que cuentan el encierro, las cárceles, el amor, la pobreza, la infancia, los cuerpos, el tacto, la desesperación, la soledad, el cuidado y la espera. Cuentan un país. Cuentan la vida.En el primer cuatrimestre de 2014 fuimos al CUSAM, el centro universitario de la Universidad de San Martín que está en el Complejo Penitenciario Conurbano Norte, para hacer unas entrevistas para una nota que estábamos por escribir para el mensuario Le Monde Diplomatique. Al salir, los tres sabíamos que queríamos volver. Por eso le propusimos a la directora, que en ese momento era Gabriela Salvini, dar un Taller de Crónica. El objetivo era brindar herramientas a las personas privadas de libertad para que ellas mismas escribieran las historias desde adentro; nos parecía incómodo el lugar de los periodistas que cuentan una historia después de una sola entrevista. “Los tres mil caracteres que conforman el texto enlaza escenas que cuentan el encierro, las cárceles, el amor, la pobreza, la infancia, los cuerpos, el tacto, la desesperación, la soledad, el cuidado y la espera. Cuentan un país. Cuentan la vida.”

Salvini nos abrió las puertas del CUSAM y unos meses más tarde arrancamos con la experiencia. La escena que abre este relato sucedió al finalizar el cuarto taller; hasta ahora dimos cuatro, uno por año. Como pasa en general con los objetivos iniciales de cualquier recorrido, este también tuvo sus cambios porque el hecho de que suceda dentro de un penal plantea un contexto que tiene un plus de situaciones inesperadas: el más tangible es que la presencia de los estudiantes depende de la buena voluntad del servicio penitenciario y esto no siempre ocurre a tiempo. Pero el más rotundo es que lo que presentamos como un Taller de Crónica se convirtió, con en el correr del tiempo, en uno de no-ficción. Es decir, pensábamos que nuestro estudiantes iban a escribir crónicas de largo aliento pero esos veinte mil caracteres que conforman ese tipo de textos que imaginábamos aún no aparecieron. Pero la extensión poco importó: los estudiantes produjeron una colección frondosa de aguafuertes, diarios, diálogos, descripciones, cartas o crónicas más cortas. La modalidad del taller también mutó y la ajustamos a las necesidades que iban apareciendo pero siempre mantuvimos la lectura compartida del tema que desarrollábamos, la escritura en clase y la puesta en común de los textos. Esos relatos abrieron –y abren– ventanas a la vida que estas personas llevan adentro de la cárcel y también afuera.La Lapicera

Por Jéssica Acevedo

Ella me utiliza, siente, sabe que le soy útil, que me agarra cuando quiere hacer sentir incómodas a las personas que están a cargo de ella: el Servicio Penitenciario, los Tribunales.

Nunca en su vida hubiese pensado que aparte de armas de fuego, armas blancas o cualquier otra arma para lastimar, una lapicera sería un arma en su vida.

Desde que está aquí donde me conoció –la cárcel–, y se dio cuenta de que le soy útil, no piensa en abandonarme, cree que utilizarme la acerca a su objetivo, algo que ella necesite nunca va a dejar de buscar: su ansiada libertad.

Y cuanto ella más se da cuenta que le soy útil, más contenta me pongo. Me doy cuenta de que se está alejando de lo fácil, de la ignorancia, de la violencia.

Esperemos que sienta que le sigo sirviendo y no me abandone.

Siempre le seré útil, y está demás decir que siempre estaré.Ingaú

Por Jorge Vallejos

Me acuerdo de cuando tenía cinco años. Era el año 1990. Hacía calor. Me acuerdo porque yo andaba siempre en pantalón corto, en patas y en cuero. Estaba en mi casa jugando. En realidad siempre me gustaba revisar todo. Era curioso y en esa búsqueda encuentro debajo de una máquina de coser, que estaba en la pieza donde dormíamos yo y mis hermanos, una cartera negra con los cierres rotos. Me puse a revisarla y encontré 100 australes. Yo en mi ignorancia pensé que era 1 austral. Estaba muy contento y no dije nada a nadie. Salí calladito de la pieza caminando para el patio. Ahí teníamos un árbol que daba una re sombra. El patio tenía todo el piso de cemento. Al lado del árbol estaba el bombeador y al costado, un cantero que nunca tenía flores, pero sí tierra. Y ese pasillo largo, también, todo de cemento, más que un pasillo parecía un túnel. Ese día había un solazo. Di un par de vueltas y encaré para el pasillo de casa y me fui para los videojuegos que estaban a cuatro casas de la mía. Para mí eran los mejores. El dueño se llamaba Don López. Apenas entrabas estaba el metegol. Pasabas el metegol y estaba Don López. ¡Te atendía por una ventana más vieja que yo! Al otro lado estaban los videos. Yo siempre jugaba a uno de un muñeco de las nieves con mi amigo Luciano, alias “Mandíbula”. Fui a comprar las fichas y le dije “me da toda la plata de fichas”. Don López me miró sorprendido, como diciendo “este quiere 100 australes de fichas”. Me dio un puñado de fichas y yo contento me fui a jugar feliz de la vida y después de media hora un amigo me dice “ahí viene tu papá”. Yo dentro de mi mente me preguntaba “¿qué hice para venga mi papá?”. Entra a los videos y me dice “Ingaú, vení ya para acá”. “Termino de jugar y voy”, le dije yo. Y nuevamente: “vení para acá, Ingaú”. Dejé de jugar y me fui en un momento a ver a Don López e inmediatamente me dije “Don López me mandó al frente”. Ese día mi papá me pegó muchas patadas en el culo hasta mi casa. Ese día sí que hizo calor.Crónica de una sanción

Por Martín Domingo

Son las cuatro y media de la tarde de este 9 de junio y el frío azota sin piedad a la unidad 46. El cielo nublado y el viento traen el olor a basura del CEAMSE que se hace casi imposible de respirar. En los pabellones del sector 13 los internos lavan la ropa, cocinan, buscan el calor de un fuelle encendido para amortiguar el frío y entre mate, marihuana y música algunos mandan mensajes de texto. La mayoría tiene un celular. Todos atentos a ese artefacto que nos acerca un “TE AMO, PAPÁ”, un “TE EXTRAÑO, MI AMOR” desde su pantalla.Todo parece estar tranquilo hasta que se escucha la puerta y luego la reja, atrás un grito de requisa, todo se convulsiona, se rompe la armonía con corridas y nervios. La urgencia es esconder ese preciado teléfono, eso que nos mantiene comunicados, que nos hace sentir más cerca, que nos incluye en ese mundo virtual donde la cárcel no existe. Como podemos, guardamos los celulares lo más seguro posible. No hay mucho tiempo: en menos de cinco minutos la puerta se abrirá y nos harán salir de a uno para desnudarnos frente a los guardias de la requisa, esos seudopaladines de la seguridad penitenciaria, esos soldados perversos del sistema carcelario, esos que bien saben mirar para otro lado cuando les conviene o hay algún dinero o valor de por medio.“La urgencia es esconder ese preciado teléfono, eso que nos mantiene comunicados, que nos hace sentir más cerca, que nos incluye en ese mundo virtual donde la cárcel no existe.”En mi celda somos cuatro y hay tres teléfonos. Uno de Nico, que tiene un nene de seis años y otro de cuatro que es autista. Su familia no viene muy seguido; el teléfono es para el beso, el abrazo, la caricia que todos los días le da a sus hijos. Todo eso queda guardado dentro de un colchón ignífugo, entre la estopa vieja que los rellena. Pablo es un “guachín”, como les decimos acá a los pibes. No tiene hijos pero pronto los tendrá: su mujer está embarazada de cuatro meses. Pablo no deja de pensar en la panza de su señora y todas las veces que puede le manda un mensaje. Ella llora todo el tiempo. Está angustiada, lo necesita, como necesita ese llamado de él para sentirse acompañada y protegida. Pablo apenas tuvo tiempo de esconderlo entre los útiles del colegio.

Yo, Martín, tengo dos hijos adolescentes. Desde que estoy acá hace dos años, gracias a un teléfono pude conseguir comunicarme con un centro cultural con los que realizamos un mural en el salón de visitas, conseguí comunicarme con el Ministerio de Educación de la Nación y hacer traducciones en braille para la Secretaría de Políticas Socioeducativas, conseguí talleres de radio, fotografía, serigrafía, periodismo. Conseguí traer a jugar al fútbol a la primera división de San Miguel, conseguí pintura, focos, escobas, cortinas y un montón de cosas más para tratar de mejorar las instalaciones y la calidad de vida de los internos. Ahora, solo conseguí esconder el teléfono entre la ropa sucia.Seba no tiene teléfono, pero gracias a los que sí tienen pudo conocer a su hija cuando nació y también vio el video de su hijo abanderado en el jardín. Pudo contener y contenerse cuando falleció su padre.“Su familia no viene muy seguido; el teléfono es para el beso, el abrazo, la caricia que todos los días le da a sus hijos.” Uno por uno fuimos saliendo de la celda hacia la cancha donde nos dejan cuando hay requisa. El frío se siente más pero sabemos que van a tardar cuarenta minutos, tal vez una hora. Mientras tanto pateamos unos penales, caminamos, respiramos el aire ácido e irritante. Las caras de preocupación se notan cada vez más. Los pibes de las otras celdas me preguntan si lo guardé bien, yo les contesto “creo que sí” y por dentro le pido a Dios que no lo encuentren. Encima mañana tenía visita.

El tiempo transcurre y el clima empieza a jugarnos en contra. Ya llevamos casi una hora y cuarenta y empezó a llover, suficiente motivo para pedirles a estos expertos en encontrar teléfonos y muy boludos para evitar una muerte que se dignen a reintegrarnos al pabellón porque nos estamos mojando. Diez minutos después, ya empapados, nos van llamando de a uno. Mientras nos vuelven a revisar nos muestran varios teléfonos, entre los que se encontraban todos los de mi celda. Nos preguntaban de quién eran. La respuesta era obvia: “De nadie, señor”. “Entonces los dejo a todos castigados”, dijo el agente penitenciario. “No hay problema”, respondimos y volvimos a la celda.El desorden era absoluto. Toda la comida tirada, la ropa, los electrodomésticos, todo patas para arriba. Y la angustia que nos invadía: saber que nos quedamos sin ningún teléfono, saber que los familiares se preocupan. La sanción iba a durar cinco días, de los cuales llevo cuatro sin poder salir a trabajar ni a la facultad, sin actividades normales. Volveré a trabajar, a estudiar, a tener visita. Volveré a sentir la angustia de la incomunicación. Trataré de analizar porque no alcanza con que te sancionen poniéndote un cando sino que te aplican siempre el plus del verdugueo.

Pablo se fue en libertad y nos prometió conseguir un celular con un poco de suerte y diez litros de nafta que nos cobran para entrarlo. Pronto la angustia desaparecerá y volveré a sentirme menos preso. Mientras tanto en el sector A ya están vendiendo los cargadores que se llevaron. Desconocemos el paradero de los teléfonos. Qué angustia, ¡qué lo parió!

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